Un equilibrista

SOLEDAD GUARNACCIA | Ante la situación crítica que atraviesa el catolicismo, cuesta creer que la designación de Francisco tenga como horizonte prioritario la intervención directa de la Iglesia en la política suramericana o en la propia Argentina.

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En uno de los tantos fotomontajes que circularon esta semana por la web, la imagen de Maradona ocupaba el centro de la escena con la inscripción “El Padre”. A la izquierda, debajo, la imagen de Messi: “El Hijo”. “El espíritu santo” se leía hacia el costado inferior derecho, acompañando la imagen de Jorge Bergoglio, ahora Francisco para la comunidad católica. La sagrada trinidad nacional quedaba así resuelta y el Uno argentino tenía su trinitaria traducción: varón, futbolero y católico.

Lo que el fotomontaje expresaba con sorna -y algo de herejía, porque Maradona estaba en el centro- otros actores lo expresaron con mayor seriedad: un importante arco de reacciones que se suscitaron en nuestro país en torno a la designación de Bergoglio pareció moverse sobre la idea de que dicha decisión tenía un destinatario privilegiado: la política argentina.

Por un lado, la oposición, que hace rato reza por la aparición de un agente externo capaz de disimular sus propios problemas políticos, festejó la noticia como un regalo de Dios. La esperanza es que el Papa consiga como Francisco lo que no pudo conseguir como Bergoglio: articular con éxito una alternativa política al kirchnerismo, detener transformaciones decisivas en la sociedad y asegurarle a la Iglesia católica el rol de intelectual orgánico destinado a establecer, bajo su tutela ideológica, un nexo político entre las clases populares y los sectores dominantes.
“Cabría preguntarse cómo haría una institución que no puede garantizar la lealtad de su mayordomo para contener un proceso político que durante más de diez años ha sorteado en el continente fuertes oposiciones”.

Dentro del campo nacional y popular, una franja importante también se movió bajo este suelo interpretativo aunque proyectando la política argentina a Suramérica. Así, se pronosticó la consagración de Francisco como la carta jugada por la Iglesia para contener los procesos de transformaciones históricas que tienen lugar en el continente. Según esta lectura, Francisco vendría a repetir en el presente un papel análogo al que tuvo Juan Pablo II con la crisis de la URSS. Este pronóstico sombrío se recorta sobre la base de algunos tramos no menos sombríos de la trayectoria política de Bergoglio en la Argentina.

Vaticinar cuáles serán las directrices políticas que asumirá el nuevo Papado no es una tarea sencilla. Pero hay razones de peso para pensar que esta designación puede comprenderse mejor en el marco de la política interna del Vaticano antes que en el de la política argentina y suramericana.

En la actualidad, la Iglesia se enfrenta con problemas cuya gravedad son indisimulables y que forzaron la renuncia del alemán Josef Ratzinger. Enumeremos: la pérdida sostenida de fieles, por la cual el catolicismo ha dejado de ser la religión con más seguidores en el mundo; la marcada dificultad para reclutar nuevos cuadros, agravada por los serios escándalos suscitados por la vocación pederasta de un número demasiado nutrido de sacerdotes, cuyos comportamientos han sido más bien encubiertos que castigados por la institución; las feroces internas que recorren la política vaticana, que parecen resistir cualquier intento por reencauzarlas dentro de parámetros que no desafíen su propia credibilidad pública; y, finalmente, la imposibilidad de adecuar las finanzas del Banco del Vaticano no sólo a las reglas divinas, sino también a las humanas, completan un cuadro de crisis aguda.

Ante tamaño cuadro crítico, cuesta creer que la designación de Francisco tenga como horizonte prioritario la intervención directa de la Iglesia en la política suramericana o en la propia Argentina. Si ese fuera el caso, cabría preguntarse cómo haría una institución que no puede garantizar la lealtad de su mayordomo para contener un proceso político que durante más de diez años ha sorteado en el continente fuertes oposiciones.

Asimismo, hay razones para sostener que la designación de Bergoglio es menos un guiño para Argentina que una señal para Europa. Para comprender este punto hay que tener en cuenta cuáles eran las opciones a disposición para el nombramiento del nuevo papa. Dos cardenales aparecían como favoritos para suceder a Ratzinger: Angelo Scola, arzobispo de Milán y candidato por el ala reformista, y el brasileño Odilo Scherer, promovido por los más conservadores. Mientras el arzobispo de San Pablo se agenciaba la ventaja de liderar la diócesis con mayor cantidad de fieles del mundo (tras haber desplazado justamente a los franciscanos, quienes habían dominado la escena católica brasilera hasta la llegada de Juan Pablo II a Roma y de cuyas filas salió una de las líneas fundadoras del Partido de los Trabajadores), el candidato italiano, Angelo Scola, era el señalado por Benedicto XVI pero su mayor desventaja consistía justamente en su filiación italiana y sus fuertes compromisos con las jerarquías vaticanas.

En este contexto, la consagración de Bergoglio supone una elección por el ala “reformista” (entendiendo aquí por “reforma” un intento de reencauzamiento institucional de la crisis y no una revolución doctrinaria) pero que es confiada a un actor que no proviene de las entrañas en las que se han incubado los escándalos, es decir, el corazón del Vaticano. Lejos de toda interpretación que coloque a la Argentina en el centro de lo que se estaba discutiendo, Bergoglio pareció comprender mejor que nadie este aspecto cuando en sus primeras palabras ante la muchedumbre señaló que los cardenales habían ido a buscar al “fin del mundo” un obispo para Roma.

El hecho de que los cardenales hayan preferido encontrarlo en estas tierras, y no en el arzobispado de San Pablo, no sólo revela una voluntad por interrumpir la línea ultraconservadora representada por Scherer, quien con sus 63 años prometía un papado mucho más extenso que el que promete Bergoglio con sus 76; también da cuenta de que la iglesia conserva algunos reflejos intactos aún en momentos críticos: es esperable que la elección de quien ha sido un opositor a veces tenaz, a veces moderado, del gobierno argentino, genere menos zozobra justamente al interior de la política suramericana que la opción por un cura opositor al gobierno de un país todavía más poderoso que Argentina: Brasil.

Asimismo, la designación de Bergoglio corona la trayectoria política de un verdadero equilibrista. Su figura no representa al ala ultraconservadora de la Iglesia pero doctrinariamente no ha desmentido ninguno de sus presupuestos teológicos, como lo prueban sus expresiones durante el tratamiento de la Ley del matrimonio igualitario. Durante la dictadura, no ha bendecido a los torturadores pero su conducta está lejos de ser intachable. En esta última década, la Iglesia que condujo se alineó con los sectores dominantes, como durante el conflicto por la Resolución 125, y, al mismo tiempo, como arzobispo no ahorró gestos de suma caridad cristiana con las víctimas de Cromañón, los ex combatientes de Malvinas y los sectores más humildes de la Ciudad de Buenos Aires. Pero su mejor maniobra como equilibrista la realizó hace pocos días cuando torció a su favor la elección que lo condujo al Vaticano.
“‘Repara mi Iglesia’ fueron las palabras de Jesús a San Francisco”.

A su vez esta designación muestra que la Iglesia ha decidido que es tiempo de políticos capaces de propagar un mensaje moral reparador (“Repara mi Iglesia” fueron las palabras de Jesús a San Francisco) y no de teólogos doctrinarios como Ratzinger.

Aunque no haya sido la destinataria privilegiada de su designación, el papado de Bergoglio tendrá consecuencias en la política argentina: cada uno de sus actos será entendido como un aval o una amonestación para tal o cual actor político. Sin embargo, la eficacia política de estos actos y estas traducciones dependerá en gran medida del éxito que Bergoglio consiga en la ardua tarea que le espera en el Vaticano.

Asimismo, otra consecuencia posible en el plano interno podría ser que la alegría que hoy embarga a multitudes de católicos se vea eclipsada por el hecho de que la asunción de Francisco habilite y potencie una visión que anida en ciertas elites católicas: la idea de que la Argentina es una nación esencialmente definida por la Cruz, la Familia y la Propiedad.

Finalmente, aunque la política local no haya sido la destinataria principal de su designación, la asunción de Francisco viene a recordar a muchos opositores que la Argentina no está “aislada del mundo”. De hecho, cuando el lunes en el Vaticano se reencuentren Cristina y Bergoglio, la escena ofrecerá al mundo una imagen impensada una década atrás. Cristina llega a ese encuentro como líder de un proyecto político que hace diez años se revela en el plano internacional como una alternativa de cambio a la hegemonía neoliberal. A Bergoglio, en cambio, le espera una difícil tarea en Vaticano para demostrar, como Francisco, si es capaz, y si desea, constituirse en una verdadera alternativa de cambio para la aún nutrida y diversa comunidad católica mundial.