Trump y los medios
José Steinsleger|
Cuando el nuevo emperador electo de Occidente proclamó su victoria me paré de cabeza. Quería bajar el estrés, la información tóxica, y apreciar las cosas desde otro ángulo. Pero al retomar la posición habitual, se apareció un niño sentado en el suelo, con las piernitas cruzadas y aplaudiéndome sin muchas ganas.
–¿Y tú qué? –dije. Irguiéndose con impecable técnica de artes marciales, el niño saludó: Hola. Soy Jorge Ramos en chiquito, de Univisión. Luego, con suavidad, el intruso me empujó en dirección al balcón, inquiriendo: ¿adivina qué es aquello, papá? En lontananza, divisé raras nubosidades que irradiaban espléndidos colores.
Frente a mi extrañeza, Jorge Ramos en chiquito estalló jubilosamente: ¡Empezó la guerra atómica, papá! Y, de súbito, un tropel de niños entró al estudio gritando ¡pica, pica, pica!, con sus cuerpitos salpullidos de granos chorreantes de pus reventada. Jorge Ramos en chiquito me regañó: “No fumes, papá… hay niños”. Y exclamando ¡lero, lero!, desapareció por el balcón.
Un respingo me hizo caer de la cama. Empapado de sudor, salí al balcón. Nada. Todo en orden. El sol despuntaba por el mismo lugar de siempre, los pajaritos volaban del nido en busca de comida. El día después empezaba normal, incluyendo los noticieros de Hillary for ever y George Soros’s friends en los medios corporativos.
Ahora bien. El periodismo moderno arrancó en los últimos años del siglo XIX, junto con la expansión del sueño americano en armas, la industria de los sueños, y la primera edición de La interpretación de los sueños, obra en la que Freud sostiene que no controlamos nuestra mente.
Por ejemplo, el ilustrador Fredric Remington, célebre por sus dibujos y pinturas idealizadas de la conquista del far west (primer capítulo del sueño americano), constató que su creatividad dependía de poderes que no controlaba.
En enero de 1897, Remington era corresponsal en La Habana del New York Journal. Y desde allí envió un cable a su jefe, Randolph Hearst: Todo está tranquilo. No hay problemas. Deseo regresar. Hearst contestó: Usted proporcione las imágenes. Yo proporcionaré la guerra.
Con Trump, los medios corporativos fingieron demencia o farfullaron mendacidades, endosando su irresponsabilidad al New York Times (NYT), ese oráculo liberal en decadencia, que en octubre de 2005 publicó un desplegado de solidaridad con Judith Miller, periodista clave del NYT en la estrategia para promover la guerra contra Irak.
El desplegado fue suscrito (espontáneamente) por intelectuales y políticos latinoamericanos que decían amar la libertad de expresión. El propio NYT despidió a la veterana periodista por razones de ética. Pero el daño estaba hecho: acabaron con Irak.
También bajaron al ruedo los que igualaban a la criminal de guerra Hillary con el desorbitado Trump, porque ambos son capitalistas. Algo así como igualar a Fidel con Xi Jinping, porque son comunistas; a Bachelet con Allende, porque son socialistas; a Salinas de Gortari con López Obrador porque surgieron del PRI.
Los sistémicos remitían a House of Cards ( HC, castillo de naipes), la telenovela viral que, mezclando verdad y verosimilitud, expuso lo sabido: el drenaje profundo de los políticos sin escrúpulos de Washington DC. Y los antisistémicos, que la victoria de Trump demostraba que el Capitán América, a fuerza de patrullar el mundo, se había quedado sin oxígeno, solo, endeudado, y con el American dream hecho puré.
Moción de orden… ¿Trump no comentaba tales asuntos en su campaña? ¿A causa de qué, entonces, los medios corporativos potenciaban las expresiones ultramontanas del candidato y silenciaban los problemas estructurales de la sociedad? ¿Qué intereses subyacían en la obsesión de identificar a Trump con Saddam Hussein, Kadafi, Chávez, Putin y Hitler, claro, infaltable botón de pánico cuando nada hay que decir?
Soliviantando a las masas más ignaras y castigadas por un capitalismo a la deriva, Trump se burló de todos y se alzó con el premio mayor. Y ahora, los analistas a la violeta hablan del fenómeno Trump, que habría partido la sociedad en dos: 60 millones de nazis, racistas, misóginos, chovinistas, carapálidas y homofóbicos, versus 60 millones de altruistas, democráticos, globalizadores, multiculturalistas y cosmopolitas avant la lettre.
Parafraseando a Marx (Groucho): el tupé de tergiversar los hechos con enfoques presuntamente objetivos que se cambian por otros cuando la realidad los desmiente, terminará sorbiéndonos el seso por completo.