Trump, candidato al Nobel de la Paz: cuando el mundo camina del revés

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 Mundiario

El gesto no es una anécdota diplomática, sino el emblema de una deriva política preocupante. Netanyahu no acudió a Washington a apaciguar, sino a consolidar un proyecto: la reconfiguración del conflicto palestino-israelí bajo un relato de paz autoritaria.

Si alguien necesitaba una nueva señal de que vivimos en tiempos dislocados, que preste atención a lo que ha ocurrido en Washington. En plena ofensiva militar israelí sobre Gaza, con más de 57.000 muertos palestinos, campos de desplazados que se asemejan a prisiones al aire libre, y un plan para expulsar a la población gazatí en marcha, Benjamín Netanyahu ha decidido que es el momento ideal para nominar a Donald Trump al Premio Nobel de la Paz.Y la paz? El declive del viejo mundo, la agonía de un imperio - CLAE

Sí, han leído bien: Trump, el presidente que propuso convertir Gaza en una riviera de lujo tras expulsar a su población –un plan que recuerda peligrosamente a una limpieza étnica envuelta en papel de regalo inmobiliario–, ha sido postulado como símbolo de la concordia mundial. La carta, entregada en mano por el propio Netanyahu en una cena en la Casa Blanca, es la fotografía exacta de este mundo patas arriba en el que el lenguaje y la realidad ya no se cruzan ni por casualidad.

El gesto no es una anécdota diplomática, sino el emblema de una deriva política preocupante. Netanyahu no acudió a Washington a apaciguar, sino a consolidar un proyecto: la reconfiguración del conflicto palestino-israelí bajo un relato de paz autoritaria. Una paz sin palestinos, o con ellos confinados en campos controlados militarmente, eufemísticamente llamados ciudades humanitarias, como el que Israel planea construir en las ruinas de Rafah para encerrar a 600.000 personas. Una paz basada en la fuerza, el desplazamiento masivo y la deshumanización.

Mientras la Casa Blanca hablaba de tregua y negociaciones, el primer ministro israelí dejaba claro que no habrá reconocimiento del Estado palestino. Habrá, en todo caso, una paz diseñada unilateralmente: “con aquellos que no quieren destruirnos”, dijo, como si toda una población civil pudiera ser colectivamente considerada enemiga. Y todo esto, con la bendición explícita de Trump, quien aprovechó el encuentro para vender un supuesto avance diplomático que no es más que un pulso por capitalizar cualquier alto el fuego como una victoria personal.

Ceremonia de lo absurdo

El mismo Trump que bombardeó instalaciones nucleares iraníes hace apenas unos días –rompiendo una doctrina de contención de más de cuatro décadas– se presenta ahora como arquitecto de la paz regional. El mismo Trump que avala campos de reclusión humanitaria y sueña con proyectos inmobiliarios donde hoy solo hay ruinas y muerte, recibe ahora el respaldo de Netanyahu para un premio que debería simbolizar lo opuesto a su política exterior.

La lógica que subyace a esta ceremonia de lo absurdo es perversa pero transparente: quien impone el orden a través de la fuerza, quien domina sin fisuras, quien desplaza poblaciones enteras con ayuda de consultoras, fondos y think tanks, es hoy visto como constructor de paz. Lo es, claro, en el sentido de la paz del silencio, de la sumisión y de la invisibilidad del otro. Una paz sin justicia, sin igualdad y sin derechos humanos. Una paz que no incomoda al poder, porque es el poder quien la define.

El caso de Gaza no es sólo una tragedia humanitaria, es el laboratorio de un nuevo modelo de gestión del conflicto global: el del despojo organizado con barniz tecnocrático. Con presupuestos millonarios, alianzas internacionales y propaganda diplomática. Mientras Human Rights Watch alerta de crímenes de guerra y Naciones Unidas repite que no hay zonas seguras para los civiles en la Franja, Netanyahu y Trump hablan de oportunidades, de futuro, de desarrollo. En sus discursos, las bombas se convierten en puentes, y las prisiones, en urbanizaciones de lujo.

Categorías morales erosionadas

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La farsa alcanza su clímax con la candidatura al Nobel. No es solo que insulte a la memoria de quienes han luchado –y luchan– verdaderamente por la paz. Es que revela hasta qué punto las categorías morales han sido erosionadas por una política internacional que premia el cinismo eficaz sobre la justicia genuina.

Quizá lo más inquietante de todo no sea la propuesta en sí, sino la posibilidad real de que prospere. Porque ya no basta con denunciar la distorsión: vivimos en un tiempo en que lo distorsionado puede ser validado, institucionalizado y celebrado. En este mundo al revés, quien destruye, construye; quien oprime, lidera; quien expulsa, promete futuro. Y así, mientras Gaza sangra, Netanyahu sonríe y Trump sueña con su estatuilla. Una imagen que, por grotesca, debería bastarnos para despertar. Pero, como en toda pesadilla que se vuelve costumbre, ya no todos estamos dispuestos a abrir los ojos.