¿Somos más o menos violentos?

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MARCELO COLUSSI | La violencia –“partera de la historia”, como decía Marx- en cierta forma define al ser humano. La historia de la humanidad es, sin más, una larga sucesión de hechos violentos: guerras, invasiones, conquistas, revoluciones. Pero no sólo violencia -como estamos tan acostumbrados a entenderla- en el sentido de explotación económica, opresión social, ataque bélico o ejércitos blandiendo sus armas. También, y con la misma virulencia – aunque sus efectos no sean todavía igualmente deplorados- discriminación de género, segregación étnica, verticalismo, autoritarismo de los adultos sobre los niños. 

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“La guerra diferencia al hombre de los animales.”

 Pierre-Joseph Proudhom

 I

El tema de género, por ejemplo, recientemente en la historia comenzó a formar parte de las reivindicaciones sociales por la justicia. En la Revolución Francesa, inicio del mundo moderno con sus ideales de igualdad y libertad, llevada a cabo enteramente por varones, las mujeres a duras penas entraban en la categoría de ser humano; y el mismo marxismo -indiscutible adalid en la defensa de los explotados- no las tuvo en cuenta como un eje fundamental para la transformación de la sociedad. Todo se redujo a la lucha de clases; mientras tanto, a la espera de la victoria final, los varones podían seguir ejerciendo sus privilegios (solapada forma de violencia de la que casi no se ha hablado hasta ahora, que por supuesto no “supera” a la lucha de clases, pero que se complementa con ella como una forma más de inequidad).

Hoy día, con la caída de las primeras experiencias socialistas surgidas en el siglo XX, queda claro que la violencia no se ejerce sólo en el orden de la expoliación de las masas paupérrimas por parte de las élites dominantes; si no, para demostrarlo, ahí están los fusilamientos en masa de disidentes en la era estaliniana, o el genocidio de Pol Pot contra población urbana en Camboya. Escudándose en “sacrosantos” intereses justicieros, se puede ser ferozmente violento. Las guerras religiosas -por el “amor de dios”- nos lo demuestran de modo trágico.

Violencia ha habido siempre, con distintas formas, con expresiones culturales particulares. Pero ahí está persistentemente, incólume, más allá del tiempo. Quizá hoy día se comienzan a cuestionar ciertas manifestaciones que, hasta hace muy poco, ni siquiera se consideraban como el ejercicio de una violencia. Por ejemplo, en la actualidad va ganando terreno el obligado respeto hacia la comunidad homosexual, incluida apenas unos años atrás en la Clasificación Internacional de Enfermedades como expresión de una psicopatología.

¿La sociedad, entonces, se va haciendo más “civilizada”? ¿Condenamos hoy más formas de violencia, que antaño no eran tenidas por tales? -piénsese en el respeto hacia los discapacitados, una nueva actitud ante las diferencias étnicas, ante las poblaciones marginales-. Esto plantea la pregunta respecto a si el mundo evoluciona hacia formas de mayor tolerancia, de menos violencia y solidaridad.

Respuesta muy difícil, por cierto. Sí y no. No hay dudas que en la historia humana se han dado algunos pasos importantes en el proceso civilizatorio. Actualmente contamos con una serie de mecanismos y procedimientos que -se supone- deberían hacer la vida de toda la población más digna, más agradable, menos violenta. Hay una legislación, ya universalizada, que protege la vida en todos sus aspectos, así como su dignidad y calidad. El discurso de los derechos humanos, en tanto intrínsecos al mismo hecho de existir como seres humanos, y por tanto inalienables, se ha ido incorporando en el grado de desarrollo global que toca a los más de siete mil millones de almas que poblamos el planeta. Existe -aunque pueda abrirse el interrogante respecto a su real efectividad- un sistema supranacional que regula (o debería regular al menos) la vida planetaria: las Naciones Unidas. Para responderlo con un ejemplo quizá sarcástico, pero real: hoy día no se mata al mensajero portador de malas noticias. ¿Progresamos entonces?

II

Vistas las cosas en este sentido, la sociedad global actualmente es menos violenta que antaño. Hasta las guerras están reguladas por marcos jurídicos: la Convención de Ginebra. Se puede seguir matando al enemigo, pero hay que hacerlo conforme a normas. Las “guerras sucias” -aunque de hecho se hagan- están prohibidas, por lo que son condenables. Hoy día un general puede ir preso como “asesino de guerra”. ¿Podríamos decir, entonces, que eso es progreso humano?

También en los otros aspectos a que hacíamos alusión como formas de violencia hasta no hace mucho tiempo no visibilizadas en el discurso dominante -la de género, el autoritarismo de padres sobre hijos, etc.- igualmente ahí se ha avanzado. Si bien se puede problematizar en tanto tradición cultural, no deja de abrirse la pregunta sobre la práctica de la forzada circuncisión femenina de tantos pueblos -una mutilación, dicho en términos más ajustados-. Hoy día, aunque no ha cambiado en lo sustancial -el grueso de las propiedades materiales del mundo lo sigue detentado varones- el lugar de obligada sumisión de las mujeres está en entredicho, y las mismas van ganando un protagonismo social desconocido hace apenas una décadas atrás. En otro ámbito, hay ya desde años toda una nueva tendencia que promueve el respeto absoluto y la no violencia para con los menores. El trabajo infantil tiende a estar prohibido -aunque, de hecho, tenga lugar y sea imprescindible para completar el ingreso familiar en innumerables lugares del mundo-. Una vez más, entonces: ¿progresan las sociedades?

Dicho todo esto estaríamos tentados de afirmar que sí, en efecto, el mundo -aunque lejos de ser un paraíso- cuestiona cada vez más el recurso a la violencia (ya no va quedando lugar para dictadores, las mujeres seguirán su paso ascendente hacia la igualdad de derechos y un funcionario corrupto puede ir preso).

No obstante, la violencia está lejos de desaparecer (¿crece incluso?). No sólo eso; podría decirse que se presenta con otra cara, más sutil tal vez, o simplemente: acorde a los tiempos que corren, tiempos de modernidad, o de post modernidad. Tiempos de inimaginables logros científico-técnicos, que abren posibilidades ni siquiera soñadas décadas atrás, no digamos ya siglos o milenios.

Hoy no hay esclavismo, al menos oficialmente; y si nos enteramos que en algún paraje todavía persiste esta infame práctica (y de hecho persiste: alrededor de 30 millones de trabajadores en condiciones de esclavitud, según datos confiables), el mundo puede poner el grito en el cielo seguro que en instantes -medios de comunicación mediante- la opinión pública internacional se indignará ante tamaña forma de violencia. Esto es cierto, y podría hacer pensar -honestamente sin dudas- que le vamos cerrando espacio a la violencia. Pero las formas de la violencia se hacen más sutiles, más refinadas. No hay esclavismo abierto, no se venden esclavos en subastas públicas, pero las condiciones laborales de muchos lugares, con el silencio cómplice de quienes deberían hablar, son realmente esclavizantes (maquilas, unidades agrarias cerradas, prostíbulos). Hoy día, aunque de hecho en algunos lugares aún se puedan escuchar denuncias de tratos esclavistas, la productividad alcanzada por el despliegue técnico no necesita de esta modalidad laboral. El esclavismo actual es más “exquisito”: bastan 8 horas de trabajo, y después a mirar televisión (eso funciona mejor que el látigo).

Es, al menos en este momento, quimérico pensar en la erradicación de la violencia de la dinámica humana. Ella es tan fundante, tan constitutiva del hecho humano que conocemos como lo puede ser su calidad de racional, o su capacidad de mentir (lo cual no es sino una forma de la violencia). Se puede, en todo caso, reducirle su espacio, ponerle las cosas más difíciles, lo cual no es poco. Normas, leyes, reglas de convivencia, autocrítica, liberación de prejuicios; la lista para ayudar en tamaña empresa es grande. Y por supuesto, una horizontalización -hasta donde sea posible- del poder, junto a la repartición más justa de la riqueza que la especie ha producido.

III

Ahora bien: retomando la pregunta inicial respecto a si ahora el mundo es más o menos violento, puede decirse entonces que junto a este “mejoramiento” -si no es muy osado llamarlo así- en las condiciones generales con que ahora podemos enfrentar el problema, por la misma potencia que hemos ganado en el desarrollo de nuestras fuerzas productivas, los efectos de la obra humana (al menos en el ámbito material) hoy día son más impactantes; la tecnología es más eficaz, las guerras son más mortíferas, las torturas consiguen mejores resultados. A lo que podría agregarse: las mentiras son más convincentes. “Naturalmente la gente común no quiere guerra. Pero son los líderes de un país quienes determinan su política, y siempre es un asunto simple involucrar a la gente. Con voz o sin voz, la gente siempre puede verse forzada a acatar los mandatos de sus líderes. Esto es fácil. Sólo tiene que decírsele a la gente que está siendo atacada, y denunciar a los pacifistas por su falta de patriotismo y por exponer al país a peligro. Funciona igual en todos los países.” (Herman Goering, asesor de Hitler, discurso que podría pronunciar hoy cualquier dirigente de cualquier potencia).

Tal vez no pueda dirimirse la cuestión respecto a si ahora somos, o no, más violentos. Antes había sacrificios humanos; hoy no. Pero hoy hay armas de destrucción masiva que pueden exterminar millones de personas de un golpe. Antes el poder del emperador era incontrolado; hoy día la “democracia” moderna (representativa, por cierto, de la directa no se habla) va ganando espacio. Pero ¿quién controla hoy a los mega-bancos globales, verdaderos dictadores omnipotentes de la escena mundial, que pueden decretar el hambre de millones y millones de seres humanos con una decisión desde un lujoso pent house? Hoy existen otros códigos, hay otra cosmovisión en relación a las culturas de hace 500, 1.000 o 10.000 años atrás. Hay mayores resguardos para la vida humana, para nuestro entorno. Tiempo atrás era inconcebible preocuparse por el deterioro de nuestra casa común: el planeta, simplemente porque la tecnología no era tan dañina. Hoy, hacerlo, es una cuestión de vida o muerte como especie. Ahora existen seguros de salud, de vida, seguros de desempleo, cobertura para la vejez, todos avances en términos humanos, innegablemente. Pero al mismo tiempo vemos códigos culturales que, sin la apología de la tecnología de la que hoy somos víctimas, no hubieran podido concebirse. Ha cambiado el valor de la vida. Las guerras históricamente la hacían los ejércitos combatiendo entre sí cuerpo a cuerpo; en la actualidad vivimos lo que los estrategas estadounidenses han llamado “guerras de cuarta generación”, donde la población planetaria es objetivo militar por medio de sutiles manipulaciones mediático-psicológicas sin que siquiera lo sepan, y lo peor de todo: ¡hasta contentas! La violencia, en tal sentido, se ha ido incorporando como normalidad cotidiana.

En el mundo surgido de la era moderna, de la revolución industrial, de la cosmovisión capitalista en definitiva, importa más una máquina, un robot, un automóvil, que un ser humano. Explosión demográfica por medio -que hace cada vez más problemática la vida en este golpeado planeta, pues crece la población pero no la repartición equitativa de los recursos- el mundo que se fue forjando en el siglo XX (el capitalismo hiper desarrollado, digamos con más propiedad) ha generado nuevos valores, desconocidos tiempo atrás (panegírico de la tecnología, del consumo por el consumo mismo, del dinero), que en cierta forma desprecian el valor de la vida humana. Por eso, seguramente, se puede haber concebido (¡y usado!) armamento nuclear. Y nada asegura que no se vuelva a usar. De hecho, las hipótesis de conflicto de la gran superpotencia actual lo contemplan, aunque ello sea una locura en términos humanos. ¿Progresamos humanamente entonces? De ahí también la violencia gratuita que vemos crecer como epidemia -Rambo podría ser su payasesco arquetipo-; de ahí, pandillas juveniles que matan por diversión, consumo alocado de drogas, cultura cotidiana plasmada en mensajes audiovisuales (televisión, cine, videojuegos) que hacen del desprecio por la vida la norma obligada: se puede matar a alguien para robarle un reloj, se pueden dejar morir impasiblemente miles de de personas (Pearl Harbor, torres gemelas de Nueva York) para justificar proyectos de dominación. La vida humana pasa a ser una ecuación matemática más -por eso es posible clonarla-.

Avanzamos en la legislación universal (se comienza a aceptar el aborto, la eutanasia, los matrimonios homosexuales) al mismo tiempo que se fabrican -¡y utilizan!- bombas “inteligentes”. En definitiva, eso somos los humanos: podemos avanzar a velocidades vertiginosas en los aspectos materiales, mientras que los progresos culturales -si los hay- son pasitos de hormigas.

Si se tuviera que dar una respuesta sintética – o no– a la pregunta sobre el crecimiento de la violencia, habría que decir que actualmente -era cibernética, era post moderna- se ha generado una nueva forma de la misma. La actual violencia de las megápolis se muestra inaudita; esto es cierto, sin dudas, pero debe reconocerse que esos “monstruos” poblacionales son un elemento nuevo en la historia. Por lo que se podría concluir que somos tan violentos como los imperios de la antigüedad clásica, como cualquier cultura que realizaba sacrificios humanos o como la inquisición medieval, con el agravante que tenemos 1) más capacidad técnica y 2) una nueva forma de desprecio por la vida.

Lo que sí ha crecido, caído el bloque socialista soviético y con un neoliberalismo triunfante, es la injusticia, que no es sino una forma de la violencia. Por último, preguntarse en términos comparativos si somos ahora más o menos violentos que en el pasado, puede ser ocioso, irrelevante; lo importante es ver qué nuevas formas de violencia se han generado y qué hacer al respecto. Hablar de “cultura de paz” mientras se acumulan arsenales termonucleares puede ser un contrasentido. Si tiene sentido hacerse preguntas es para buscarle salida a los cuellos de botella. Y la violencia es un desafío siempre abierto que nos convoca a pensar.