Reino de España: esa expresiva resistencia a escarmentar en cabeza ajena
Antoni Domènech, G. Buster, Daniel Raventós- Sinpermiso
Los comentadores políticos profesionales y hasta los analistas políticos con halo de respetabilidad académica no ganan estos días en el Reino de España para reveses y sinsabores. Los sucesivos diagnósticos y pronósticos de consumados especialistas en el “tablero nacional” apenas se tienen en pie unos pocos días. A veces, ni siquiera unas horas.
A menudo, porque las pasiones banderizas se han hecho ahora particularmente obtusas y juegan muy malas pasadas. El País, por ejemplo, ha pasado en pocos días de demonizar la “ocurrencia” de Pedro Sánchez de someter a referéndum entre la militancia del PSOE unos posibles acuerdos de investidura con otras fuerzas políticas (pensando en el babor de Podemos), presentándola como una pésima iniciativa inspirada en un vitando “populismo cupero” que ponía en riesgo la “unidad del PSOE”, a celebrarla hoy entusiastamente como un gran éxito y el no va más de la nueva sensibilidad democrática cuando el acuerdo de investidura se ha escorado finalmente hacia el estribor liberal-derechista de Ciudadanos.
La volátil ligereza de los editorialistas (y los columnistas y peritos en legitimación habituales) de El País resulta tanto más llamativa, si se recuerda que quienes hace unas semanas descalificaban en los peores términos la consulta a las bases socialistas habían celebrado pomposamente hace exactamente dos años, y nada menos que como un ejercicio de “profundización democrática que debiera constituirse en antídoto de los populismos”, la iniciativa del líder de la socialdemocracia alemana, Sigmar Gabriel, de consultar a la militancia de la SPD los “términos concretos” (incluidos repartos ministeriales) de su negociación de una gran coalición con la democracia cristiana de la Sra. Merkel.
Y resulta directamente ridícula ya, si se comparan la “concreción”, el amplio y capilar debate de base y la alta participación (un 78%: 370 mil militantes sobre un total de 475 mil) registrados en el referéndum organizado en 2013 entre su (deprimida y ya diezmada) militancia por la SPD con la inconcreción plebiscitaria –cheque en blanco al caudillito de turno—, la precipitación y la relativamente magra participación del “referéndum” de Pedro Sánchez (menos de 100 mil militantes, apenas un 50%).
Otras veces, tal vez las más, porque, pasiones banderizas y columnismo mercenario aparte, centrarse y especializarse en las trifulcas y dimes y diretes del llamado “tablero político nacional” hace perder de vista el contexto. Y el contexto es necesariamente europeo. Y necesariamente económico.
Precisamente asistimos estos días en Irlanda al fracaso de un experimento político parecido (bien que de mucho mayor fuste y base electoral y parlamentaria) al que, con aritmética parlamentaria imposible, parecen posturear ahora en el Reino de España Pedro Sánchez y Albert Rivera. La coalición de gobierno “reformista” entre el partido laborista y la derecha liberal-conservadora pro-mercado y filo-Troika del Fine Gael que, tras las elecciones de 2011, vino a substituir al gobierno conservador tradicional delFianna Fail acaba de sufrir ahora un revés contundente en unas elecciones en las que la izquierda antiausteridad –y señaladamente el Sinn Fein— ha incrementado extraordinariamente su sufragio. Irlanda y su gobierno “reformista” no sólo fueron el alumno modelo de la Troika, sino que han sido repetidamente presentados como un paradigma del éxito de las políticas austeritarias: drásticos recortes y reducciones salariales seguidos de imponentes tasas de crecimiento de más del 5% anual, bastante mayores que las presentadas como balance del “éxito económico” de la gestión austeritaria del gobierno de Rajoy.
También fue alumno modelo el gobierno de la derecha austeritaria portuguesa, hundido electoralmente a la vuelta del verano. Y alumno modelo fue también Rajoy, que perdió en las elecciones del pasado 20 de diciembre más de 60 diputados y cerca de un 40% del sufragio.
En esos fracasos electorales del centroderecha, del centroizquierda y de las coaliciones à la irlandesa no ha contado sólo el aspecto “social”: recortes del gasto social, incremento de las desigualdades, agravamiento de la precarización del mundo del trabajo, agrandamiento de la bolsa de pobreza, etc. También el aspecto puramente “económico” ha contado. Por lo pronto, esas políticas, lejos de resolver el problema que consideraban central, no han hecho sino agravarlo: el endeudamiento público ha seguido creciendo (recuérdese que en el Reino de España roza ya hoy el 98% del PIB). Y en el marco de señales cada vez más alarmantes del regreso de una nueva recesión económica a escala mundial, todo el mundo se percata de que la situación de la actual UE es particularmente frágil.
Para empezar, asistimos en este comienzo de 2016 al regreso agravado del problema de los “gemelos tóxicos” –el baile de borrachos tambaleantes entre los bancos privados y la deuda soberana— que tan honda preocupación suscitó en 2011-12. Además, la tan urgentemente requerida instrumentación de la unión bancaria europea se ha saldado ya con un fracaso sin paliativos: ni garantías comunes para los depósitos, ni frenos instituidos al rescate de los prestamistas fallidos. Y la temida espiral deflacionaria –dimanante de unas políticas económicas insensatamente procícicas— es ahora una realidad innegable: los mercados no creen ya que las políticas monetarias del BCE consigan restaurar a medio plazo su objetivo de inflación en torno al 2%.
No son los “plazos rígidos” y las “inflexibilidades” de las políticas austeritarias lo que está ahora manifiestamente en cuestión. Es el concepto mismo lo que es socialmente catastrófico y macroeconómicamente irracional. Por eso las distintas socialdemocracias europeas, cuya política ha quedado en el mejor de los casos reducida a mendigar, con mayor o menor eficacia retórica, “aplazamientos” y “flexibilidad” en la puesta por obra de las necias políticas económicas procíclicas impuestas desde Berlín y Bruselas se ha quedado ya prácticamente sin margen. Como se ha visto ahora en Irlanda. Como tal vez empiece a verse pronto en el gobierno del socialista Costa apoyado parlamentariamente por las izquierdas en Portugal. Y como se ha visto trágicamente en Atenas, desde Papandreu hasta el nuevo Tsipras.
Diríase que el trágico aplastamiento del experimento de Syriza en julio pasado no ha conseguido en la “periferia” europea endeudada el efecto político de escarmiento en cabeza ajena buscado por los “poderes que realmente son”, entre ellos la burocracia tecnocrática de Bruselas, Francfort y Berlín. Es verdad que la capitulación de Tsipras –¡luego de ganar holgadamente el referéndum del OXI!— llenó de densas y negras nubes el horizonte de esperanzas realistas que su proyecto tan decisivamente había contribuido a despertar en todas las izquierdas europeas, señaladamente en las periféricas. Sin embargo, los catastróficos resultados (económicos, no menos que sociales) de las políticas procíclicas austeritarias parecen seguir pesando mucho más en la balanza.
En el Reino de España, tras el fracaso de cuatro años de gobierno Rajoy, no ya en la aplicación de su programa, sino del dictado por el memorándum del rescate bancario de 2012 (98% de deuda pública, 24% de paro, 26% de pobreza, incumplimiento del Pacto Fiscal de la UE), lo que queda es un reguero de corrupción tóxica, la crisis del sistema político de la Segunda Restauración borbónica y la transformación de la crisis de la financiación autonómica en un movimiento soberanista de masas desbordado en Cataluña.
Las elecciones de diciembre de 2015 inflingieron un durísimo castigo a los dos partidos dinásticos (PP y PSOE) que bloqueó el mecanismo de alternancia. El ascenso de Podemos comenzó a definir un espacio político alternativo, pero el cambio en la correlación de fuerzas electoral fue contenido gracias a la inopinada “emergencia” de Ciudadanos, un nada nuevo grupúsculo centralista de origen catalán, que, ante la crisis del PP ha ido evolucionando de partido bisagra del régimen del 78 a potencial articulador de un nuevo espacio político de la derecha española al margen de un PP gravemente amenazado (como CDC) por el continuum de sus escándalos de corrupción.
En las primeras semanas de enero se hicieron evidentes las dificultades para aislar a Podemos y sus aliados y blindar al régimen del 78 frente a las fuerzas del cambio. Las distintas fórmulas –Gran Coalición PP-PSOE-C’s, Gobierno técnico apoyado en una amplia coalición parlamentaria— resultaron ser políticamente suicidas para una u otra fuerza, pero especialmente para un PSOE al que sus votantes presionaban, encuesta de opinión tras encuesta de opinión, a favor de un gobierno de izquierda PSOE-Podemos-IU.
La acción política tiene tres dimensiones. Una, digamos, doctrinal, ligada a convicciones morales básicas (“éstos son mis principios”). Otra, instrumental, que atiende a la responsabilidad por las consecuencias de lo que se hace. Y aun una tercera, simbólica o expresiva, porque hay determinadas acciones, a veces sin gran importancia doctrinal, práctica o instrumental, que, por sí mismas, pueden llegar a convertirse en símbolo expresivo de algo mucho más importante, incluso de todo un programa de acción: tal vez se puede decir sin demasiada exageración que la aceptación de la bandera borbónica contribuyó más que cualquier otro error “táctico” o “doctrinal” a matar al PCE de Santiago Carrillo.
En situaciones normales, estas tres dimensiones conviven más o menos equlibradamente, porque una política que lo fiara todo a los “principios” no podría precisamente ponerlos por obra; una política que sólo atendiera al impacto y a las consecuencias de lo hecho (“estos son mis principios, pero si no os gustan, tengo otros”) perdería hasta el sentido mismo de su acción; y una política reducida a meras acciones simbólicas o expresivas confundiría neciamente la política con una performance pseudoartística. Pero es característico de las situaciones críticas el que se rompa ese equilibrio. Particularmente en situaciones críticas como la que vivimos, de impotencia democrática y secuestro plutocrático del interés público. Hay quien abusa del cinismo “responsable”, como el Zapatero de mayo de 2010. Y hay, al contrario, quien abusa de los “principios”, y se convierte en una fuerza política progresivamente inerme, a fuer de encastilladamente sectaria.
Pero también se abusa de las acciones expresivas. A veces, como en el primer gobierno Zapatero de las “guerras culturales” (o como en ciertos populismos latinoamericanos de “izquierda”), a modo de substituto (o encubrimiento) de unas políticas, cuyas consecuencias tangibles son o paupérrimas o inexistentes o directamente indeseables (en relación con los “principios” declarados). Otras veces, el abuso del postureo y las acciones expresivas lo que puede revelar es otra cosa, distinta del encubrimiento o de la falta de voluntad política, y es, al contrario, una voluntad política de resistencia en condiciones más o menos lúcidamente percibidas de impotencia política.
En las negociaciones del PSOE con Cs han tenido un papel crucial sus respectivos economistas en jefe, Jordi Sevilla y Garicano, dos economistas de orientación claramente liberal y favorable a las políticas austeritarias dominantes (ya sea con los consabidos “plazos” y “flexibilidades”). Como quedó dicho antes, aun dejando de lado los “principios” y ateniéndonos solo a las consecuencias, no hay margen ya para ese tipo de políticas. Las consecuencias para una gran mayoría de la población de ese tipo de políticas –inauguradas por el propio PSOE en mayo del 2010— intentan ser “combatidas” por un “plan de emergencia social” en el acuerdo PSOE-C’s. Paupérrimo plan de emergencia social que condiciona al extremo las posibilidades de recibirlo para sus potenciales beneficiarios, ejemplo paradigmático de la pobreza de los habituales programas contra pobreza. Por lo demás, el que en este acuerdo se incluya explícitamente un apartado para “oponerse a todo intento de convocar un referéndum con el objetivo de impulsar la autodeterminación de cualquier territorio de España” excluye de la adhesión al mismo a cualquier fuerza parlamentaria que no sea el PP.
Pero lo que resulta verdaderamente llamativo es que en el equipo negociador de Podemos haya tenido un papel menos aún que modesto el que parece ser su economista en jefe (Nacho Álvarez). Tan llamativo, como revelador: tras la capitulación de Syriza, las izquierdas europeas se han quedado por ahora sin políticas realistas (a escala europea) que atiendan a las consecuencias de la acción, no digamos de la acción de gobierno. Y las izquierdas que, como Podemos, mantengan voluntad de pelea política y no quieran encastillarse sectaria e inermemente en los “principios”, parecen condenadas por ahora a abusar del postureo y de las acciones políticas expresivas.
Se puede augurar que, mientras el fondo acumulado de rabia e indignación popular activas contra las catastróficas políticas dominantes se mantenga en los niveles actuales o aun siga creciendo, ese abuso “populista” del postureo expresivo, digan lo que quieran los comentaristas, los académicos “respetables” y los habituales peritos en legitimación de un orden fatalmente decadente, seguirá resultando políticamente rentable para la dirección podemista. Sus evidentes errores de bisoñez seguirán por ahora siendo perdonados por la “gente”. Y los no menos evidentes aciertos dimanantes de su fresca creatividad, oportunamente premiados, también electoralmente.