Reinaldo Iturriza: ‘Una parte importante del chavismo está reclamando ubicarse nuevamente en la cresta de la ola’

(Xinhua)
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Federico Fuentes | 

La Ley Antibloqueo recientemente aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente ha generado un fuerte debate. ¿Cuáles son sus pensamientos sobre la ley y el debate en torno a ella?

Quizá lo primero que habría que apuntar respecto de la Ley Antibloqueo es que hay una línea de continuidad entre esta iniciativa y la Agenda Económica Bolivariana, de enero de 2016.

En aquel entonces, en un contexto de severa contracción de la renta petrolera, que inicia en 2014, e inmediatamente después de la derrota del chavismo en las elecciones parlamentarias, en diciembre de 2015, el Gobierno se decide por una política de alianza con algunos sectores de la burguesía, por el diálogo con la burguesía más tradicional, representada por Fedecámaras, con la que sostendrá reuniones periódicas durante todo 2016, y apuesta por el fortalecimiento o la creación, incluso, de lo que concibe como “burguesía revolucionaria”.

Se trata, sin duda, de un punto de inflexión del proceso bolivariano, y no precisamente por el hecho de sentarse a “negociar” con la burguesía, o con parte de ella, sino por todo lo que implica hacerlo en posición de desventaja. Reuniones con la burguesía, incluso con sus representantes más conspicuos, las hubo siempre, pero sin que estuviera nunca en entredicho la necesaria e innegociable función reguladora del Estado sobre el mercado, lo que significaba realmente mantener a raya al “sector privado”, sin negarle en ningún momento su espacio, para poder garantizar el acceso de las grandes mayorías populares al mercado.

Estando en posición de desventaja, resultaba no solo predecible, sino correcto, sensato y recomendable, retroceder algunos pasos, ceder algo de terreno, mientras se reordenaban fuerzas. No obstante, lo que ocurrió desde aquel momento se parece más a un repliegue desordenado que a cualquier otra cosa.

En primer lugar, parece haber prevalecido una subestimación de la propia fuerza: más allá de lo que podía percibirse en la calle (por ejemplo, la victoria del antichavismo en las elecciones parlamentarias no fue celebrada popularmente, más bien todo lo contrario), y desde el punto de vista estrictamente electoral, el chavismo seguía representando un macizo cuarenta por ciento del país. Y mucho más allá de lo electoral, tal y como lo ha demostrado hasta el tiempo presente, constituía una fuerza capaz de lidiar con un entorno abiertamente hostil, y de sobreponerse a las más duras dificultades.

En segundo lugar, comenzaron a hacerse públicas las opiniones de algunos altos funcionarios y dirigentes, favorables a ponerle marcha atrás a la nacionalización de algunas actividades petroleras, por ejemplo, o contrarias a las satanizadas expropiaciones. El hecho decisivo de que el liderazgo político decidiera no plantear o convocar un debate nacional sobre la eventual necesidad de hacer un viraje significativo en la orientación estratégica de la política económica, aportó a la percepción de que se trataba de opiniones aisladas; inconcebibles hasta entonces, eso sí, lo que sugería que algo más grueso se podía estar fraguando a puertas cerradas, pero aisladas al fin.

No obstante, hoy resulta relativamente sencillo concluir que aquellas opiniones encarnaban el signo de los nuevos tiempos: tal parece que algunas líneas de fuerza que, dentro del chavismo, y por la razón que fuere, miraban con recelo el radicalismo implícito en el horizonte estratégico delineado en el Plan de la Patria, se habían convencido de que, junto a las graves dificultades económicas y el reflujo popular, su tiempo había llegado. La pésima gestión de algunas empresas públicas, la corrupción, pero también la deliberada desinversión, sumado a la profunda desconfianza en el pueblo organizado, circunstancias todas que precedieron a la Agenda Económica Bolivariana, contribuyeron a posicionar la idea de que, por ejemplo, resultaba indispensable establecer “alianzas estratégicas” con sectores de la burguesía para salir del atolladero.

El problema, debo insistir, no son las tales “alianzas estratégicas”, que seguramente, en determinados casos, eran necesarias o convenientes. No se trata de una cuestión de principios. El problema, realmente, es que en muchos casos se decidiera por la desinversión: por el abandono de bienes públicos con la finalidad de privatizarlos. Lo que debemos tomar en cuenta es que desinvertir presupone, lógicamente, la posibilidad de invertir, de apostarle a seguir invirtiendo en lo público. Desinvertir es una decisión política, no la consecuencia inevitable de la mala gestión. De hecho, en muchos de estos casos (todavía no es posible saberlo, porque el proceso se ha caracterizado por la opacidad) seguramente era todo lo contrario: la mala gestión pública era la consecuencia inevitable de la desinversión, así como de la corrupción. En todo caso, lo central aquí es que la decisión ha podido ser corregir los problemas de gestión y garantizar la propiedad pública de estos bienes.

¿Se trataba de una política de Estado: desinvertir para luego privatizar? No lo creo. Como tampoco era una política de Estado el desalojo violento de campesinos y la devolución de la titularidad de las tierras a terratenientes, o la falta de apoyo a las experiencias comuneras, o la judicialización de trabajadores, o los férreos obstáculos a iniciativas extraordinarias, como la del Ejército Productivo Obrero. Me parece que no fue así como se desarrollaron los acontecimientos. Pero sin duda alguna estábamos en presencia de un patrón de actuación, apuntalado por algunas líneas de fuerza con importante presencia en los distintos niveles de gobierno, no solo nacional, sino también regional y local.

Pero si la desinversión no era una política de Estado, las “alianzas estratégicas” sí lo son, fundamentalmente a partir de 2016, con la Agenda Económica Bolivariana. En la medida en que, a pesar de haberse levantado todos los controles sobre el mercado, la situación económica ha venido agravándose (brutal desvalorización del trabajo, hiperinflación, dolarización de facto), en tanto que las “sanciones” criminales suponen el estrangulamiento del cuerpo económico de la nación (sobre todo después de los golpes arteros contra PDVSA en 2017), y dado que el ingreso nacional ha disminuido de manera abrupta, lo más “lógico” pareciera ser insistir, ahora con más razón, en las alianzas con el “sector privado”, nacional y transnacional, para reactivar la economía.

En ese contexto debe entenderse, a mi juicio, una iniciativa como la Ley Antibloqueo. De hecho, el artículo 18, relativo al destino de los recursos generados a partir de su aplicación, establece que uno de sus objetivos es “el estímulo e impulso de los motores económicos productivos de la Agenda Económica Bolivariana”, además de prever mecanismos que pudieran hacer posible “la captación de inversión extranjera, sobre todo a gran escala” (artículo 20), la posibilidad de “modificar los mecanismos de constitución, gestión, administración, funcionamiento y participación del Estado de determinadas empresas públicas o mixtas” (artículo 26), la implementación de “medidas que estimulen y favorezcan la participación, gestión y operación parcial o integral del sector privado nacional e internacional en el desarrollo de la economía nacional” (artículo 29), la “incorporación urgente” en el proceso productivo, mediante “alianzas con entidades del sector privado, incluida la pequeña y mediana empresa, o con el Poder Popular organizado” de “activos que se encuentren bajo administración o gestión del Estado venezolano como consecuencia de alguna medida administrativa o judicial restrictiva de alguno de los elementos de la propiedad” (artículo 30), entre otros.

Dicho esto, es claro que cualquier venezolano o venezolana está en su pleno derecho de discutir ésta o cualquier otra iniciativa legal o acto de gobierno, de exigir que sus proponentes expliquen con mucha claridad cuál es el propósito que persigue, y estos últimos están en la obligación de aclarar cualquier duda que pudiera surgir. Es decir, la duda no tiene por qué ofender a nadie. En todo caso, el liderazgo político debería comenzar por comprender que la opacidad que ha caracterizado la actuación gubernamental en materia económica ha sido un craso error.

Mucho más allá de la Ley Antibloqueo, suerte de colofón del giro gubernamental en materia económica iniciado alrededor de 2016, creo que hay pocas cosas más importantes que someter a balance crítico la Agenda Económica Bolivariana. Y no me refiero a un balance entre especialistas, a una reunión a puertas cerradas, a un sofisticado ejercicio de introspección, a un torneo de retórica, a la antesala de futuras tesis académicas, a una discusión interminable, estéril e incluso melancólica sobre lo que se hizo, lo que no se hizo o lo que pudo haberse hecho. Lo que se hizo, hecho está. Hablamos de hechos consumados, lo que también quiere decir, por cierto, que ya no tiene mucho sentido seguir adoptando el tono de advertencia, que fue lo que tantos y tantas hicimos durante estos años.

Vistos los resultados, hay sobradas evidencias de que, buscando una salida, nos hemos adentrado aún más en el laberinto. Si lo que tuvo lugar fue un repliegue desordenado, lo que correspondería es reordenar fuerzas para estar en capacidad de volver caras. No volveremos al punto en el que nos encontrábamos la víspera de 2016. La historia no transcurre de esa manera. No solo no es posible, sino tampoco deseable. Deseable es asumir que se eligió entre varios caminos posibles, y en tanto que los resultados están lejos de haber sido favorables para las mayorías populares, tiene que ser posible y deseable elegir uno nuevo. En revolución siempre.

Ese camino tiene como norte, a mi juicio, una sólida y robusta propiedad pública, lo que no desdice, debo insistir, del espacio que siempre le ha sido garantizado al capital privado, pero cuyos intereses y margen de maniobra deben tener un límite, y ese límite lo define el interés nacional, social, colectivo. Como decía Chávez en su Aló Presidente Teórico No. 2: “Nosotros defendemos la propiedad, pero no la propiedad burguesa, [sino] la propiedad social, la propiedad del pueblo… la propiedad honesta, la propiedad de tu trabajo, la propiedad de tu vivienda, la propiedad de ti mismo, la propiedad de tus bienes personales, la propiedad familiar, la propiedad comunal. Esa es la propiedad que nosotros defendemos, no la grosera propiedad de los burgueses que se quieren adueñar de todo”. Esa es la propiedad que tenemos que seguir defendiendo. Ese tendría que ser el punto de partida.

Parecería que están apareciendo divisiones dentro del chavismo. Por ejemplo, hemos visto la formación recientemente de la Alternativa Popular Revolucionaria, que incluye quizás a dos de los aliados más grandes del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) junto con algunos otros movimientos populares. Están postulando candidatos en contra del PSUV y han lanzado algunas críticas fuertes al Gobierno. ¿Cómo podemos entender estas divisiones y los debates que ocurren entre partidos y movimientos revolucionarios?

Alguna gente podría sentirse tentada a concluir que la Alternativa Popular Revolucionaria (APR) es el típico caso de fuerzas de ultraizquierda que, haciendo gala de su característica desubicación histórica, terminan siendo funcionales, aquí y ahora, a la estrategia imperial de “cambio de régimen”, corriendo al Gobierno por izquierda en un contexto de brutal asedio político y económico, es decir, de la manera más inoportuna, y contribuyendo a la suicida dispersión de fuerzas. Creo que no es correcta esta valoración.

En primer lugar, difícilmente pueda catalogarse de “ultraizquierdistas” a las fuerzas que confluyen en la APR: Partido Comunista de Venezuela (PCV), el grueso de Patria Para Todos (otra parte se ha alineado con el Gobierno), y otras organizaciones más modestas, con presencia fundamentalmente regional o local. En segundo lugar, la dispersión de fuerzas precede a la iniciativa de conformación de la APR, y guarda relación directa, entre otras cosas, con el sectarismo que ha caracterizado al Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). En tercer lugar, y esto es quizá lo más importante, no creo que la APR constituya una “amenaza”, en el sentido de poner en riesgo una eventual mayoría de fuerzas chavistas en la futura Asamblea Nacional. Hay que recordar que, aun cuando algunos de ellos han inscrito candidaturas, todo indica que los principales partidos opositores acatarán la línea impuesta por el gobierno estadounidense, que es la abstencionista. Al contrario, creo que la existencia de la APR puede motivar a mucha gente chavista que, por la razón que fuere, no desea votar por la tarjeta del PSUV, y mucho menos por algún partido de la oposición, y en tal sentido puede contribuir a reducir la abstención, que es uno de los principales objetivos de las fuerzas patrióticas de cara a las elecciones parlamentarias; además, obviamente, de recuperar la mayoría en una institución del Estado que, en manos del antichavismo, fue puesta al servicio de intereses claramente contrarios a la nación.

De hecho, me atrevería a afirmar que si no fuera por el servilismo sin límites de los principales partidos antichavistas, que los ha privado de la libertad de definir soberanamente su estrategia política (lo que los ha hecho encajar una derrota electoral tras otra a partir de 2017), una iniciativa como la APR sería inconcebible. En otras circunstancias, y más allá de diferencias programáticas, estoy seguro de que las fuerzas políticas chavistas, o al menos la mayoría de las que integran la APR, hubieran encontrado la fórmula de la unidad electoral.

Amenaza real, en todo caso, es el sostenido esfuerzo del gobierno estadounidense de deslegitimar las elecciones en nuestro país, y su pretensión de bloquear cualquier posibilidad de salida política y electoral, pese a lo cual, como es correcto, aquí se siguen celebrando elecciones como manda la Constitución.

La APR, en cambio, puede ser una iniciativa que contribuya, al menos, a destrabar un poco la discusión pública sobre los problemas fundamentales del país real. Ni siquiera se trata, en este momento, de determinar si los compañeros y compañeras de la APR tienen razón respecto de tal o cual asunto, sino de crear y multiplicar canales de interlocución política que le permitan al pueblo venezolano expresarse, interpelar, demandar, organizarse incluso. Esos canales han venido reduciéndose, y ese es un proceso que es necesario revertir.

Muchas personas que no hacemos parte de esa iniciativa política abrigamos la esperanza de que no se trate de una alianza puntual en torno a lo electoral, que es siempre un riesgo, sino de la antesala de una plataforma que aglutine fuerzas que vienen actuando de manera desarticulada, lo que les resta mucha eficacia política.

Lo electoral es un momento. Muy importante, por supuesto, pero es solo un momento. Si la tarjeta del PCV obtuviera menos votos de lo esperado por quienes promueven la APR, eso no tendría por qué conducirlos a abandonar el esfuerzo de articulación política. Caso contrario, de obtener un significativo caudal de votos, eso no debería ser traducido como un apoyo expreso e incondicional a la APR. Tal vez haya mucho de rechazo al PSUV.

Por otra parte, me parece importante precisar que la mayoría del pueblo chavista que votará en las parlamentarias lo seguirá haciendo por el PSUV. Respecto de este punto, creo que los compañeros y compañeras de la APR deben hilar muy fino y ser muy cuidadosos en el análisis. Porque si algo no se puede hacer en política revolucionaria es menospreciar a la gente. Hay que asumir que si mucha gente votará por el PSUV, lo hará por razones absolutamente legítimas, y no porque actúa como rebaño que es conducido al matadero, que dicho sea de paso ha sido siempre el discurso del antichavismo. No lo hará por una bolsa de comida, como afirma la derecha, sino porque, para decirlo en términos muy gruesos, considera que la mejor opción sigue siendo, pese a todo, votar por el partido de Chávez. ¿Eso qué significa? Hay que hacer el ejercicio de responderse esa pregunta. Por mi parte, descarto de entrada cualquier respuesta que apunte en la dirección de señalar de ignorante al pueblo que vota por el PSUV.

Ese es, por cierto, el problema de parte importante del liderazgo del PSUV: creer que la política, y más en tiempo de elecciones, se reduce al clientelismo y al asistencialismo, y que tales prácticas, que suscitan un profundo rechazo popular, bastan para ganarse el respaldo de la gente.

Hay una cuesta muy empinada que remontar. Hay que retomar los fundamentos de la política revolucionaria. El pueblo trabajador que vota por el PSUV, lo mismo que el pueblo que está decidido a no votar, como el que votará por el PCV, incluso el que votará por la oposición, pertenece a una misma clase. Hay que hacer política para la clase trabajadora, con la clase trabajadora, no importa con qué partido se identifique o si no se identifica con ninguno, como es el caso de mucha gente actualmente.

El chavismo, en el momento de su fragua histórica, hace más de veinte años, fue mucho más allá, y forjó una alianza policlasista, cuyo centro de gravedad fue precisamente la clase trabajadora, y en particular eso que Chávez llamaba, a comienzos de los 90, “clase marginal”, que son los pobres que trabajan, pero cuyo trabajo no les garantiza lo mínimo suficiente para la reproducción de la vida. Luego de reducirse significativamente durante la primera década de este siglo y parte de la presente, esa fracción de clase ha vuelto a ser mayoritaria. Sin embargo, no hace resonancia con ninguna fuerza política partidista. Se sienta huérfana de liderazgo, se percibe a sí misma como en un callejón sin salida. El antichavismo es sencillamente incapaz de identificar esa realidad. Su origen de clase se lo impide. Allí es donde tenemos que hacer política nosotros y nosotras.

¿Cuál es la situación actual del chavismo? ¿Cómo está la relación entre este movimiento y el Gobierno, particularmente a la luz de las recientes protestas que hemos visto en áreas que tradicionalmente han votado por Chávez y Maduro? ¿Cómo ves la dinámica entre movimiento y Gobierno en la coyuntura actual?

Alfredo Maneiro apelaba a la figura del “agua mansa” para referirse al lugar que ocupa el pueblo venezolano que se prepara para eclosionar, es decir, para convertirse en esas “gotas de agua que están en la cumbre de la ola”. Eso lo decía por allá en 1982.

Pues bien, las mayorías populares eclosionaron varias veces desde entonces, con mayor o menor intensidad: durante la rebelión popular del 27F de 1989; en 1992, convertido en pueblo militar; en 1994, al salir Chávez de la cárcel y hasta llevarlo a la presidencia, en 1998; en 2002, cuando el contragolpe popular; y así sucesivamente. Por supuesto que esto del “agua mansa” puede interpretarse de distintas formas y, visto desde una perspectiva histórica de más largo alcance, quizá lo correcto sea hablar de una gran eclosión en 1989, y de una mar embravecida a partir de ese acontecimiento, con unas cuantas coyunturas de relativa calma, pero estando el pueblo con frecuencia en la cresta de la ola.

Pienso que atravesamos por una de esas coyunturas en que volvemos a ubicarnos en el “agua mansa” o, para seguir con Maneiro, en el “seno” que separa la ola más reciente de la que vendrá.

En esta coyuntura en particular hay una suerte de clausura de la política. En primer lugar, diría, porque el antichavismo le ha apostado muy fuerte a la antipolítica. Ese es un hecho decisivo. El grueso de la oposición venezolana, y no me refiero solamente a su clase política, se ha caracterizado por ser extremadamente desleal y antidemocrática. A comienzos de 2014, muy poco después de la desaparición física de Chávez, y cuando la situación política y económica del país todavía era relativamente estable (lo que no es un dato menor), su facción más extrema volvió a apostarle a la vía confrontacional y violenta, que había abandonado diez años antes, después de sucesivas derrotas. Luego, a comienzos de 2016, y con el control de la Asamblea Nacional, “prometieron” al país que harían lo necesario para deponer al Gobierno en un lapso no mayor de seis meses, es decir, por vías no legales. En 2017 arreciaron las diligencias para endurecer el asedio económico contra la nación, ya en un contexto de severa crisis económica y, de nuevo apostando a la violencia, lograron poner al país al borde de una guerra civil. En 2018 se produce un intento de magnicidio. En 2019, como es sabido, un diputado hasta entonces desconocido se autoproclama presidente, y hacen llamados abiertos al golpe militar y a la intervención militar estadounidense y de gobiernos vecinos. Más recientemente, tiene lugar una frustrada incursión paramilitar por las costas venezolanas. En el ínterin, varios planes de golpes de Estado son develados, se producen ataques armados a instituciones del Estado, a fuertes militares, se multiplican las “sanciones”, etc.

Si bien en las presidenciales de 2013 la oposición estuvo más cerca que nunca de llevarse la victoria, y pese a haber triunfado en las elecciones parlamentarias de 2015, lo cierto es que durante los últimos seis o siete años no ha hecho otra cosa que desperdiciar el capital político que hubiera podido acumular. Ensoberbecida, convencida de que, en ausencia de Chávez, hacerse con el poder era algo que estaba a la vuelta de la esquina, a costa de lo que fuere; apoyada incondicionalmente por el imperialismo yanqui y, más que apoyada, haciendo el papel de muñeco de ventrílocuo de Washington; animada por el desplome de los precios del petróleo y confiada en su capacidad de aprovechar su posición de dominio sobre la economía nacional; enceguecida por el deseo de revancha; favorecida irrestrictamente por las transnacionales de la información; entusiasmada por el avance de la derecha continental, la oposición venezolana terminó aplicando, de hecho, una política de tierra arrasada, contribuyendo decisivamente a lo que en otra parte he caracterizado como desciudadanización de la sociedad venezolana, sobre todo a partir de 2017, cuando el ciudadano común, lejos de sentirse a las puertas de la “liberación” del país, tenía miedo de salir a la calle, algo que no había experimentado desde, precisamente, los días posteriores al 27F de 1989, cuando el Estado masacró a miles de venezolanos y venezolanas.

Analizado en retrospectiva, y a muy grandes rasgos, puede verse cómo, tras cada fracaso, la oposición ha respondido no replanteando su estrategia, sino doblando la apuesta, de manera cada vez más violenta.

Lo anterior no es un memorial de agravios. Son datos de contexto sin los cuales es imposible comprender por qué, pese a la profunda inconformidad con el Gobierno nacional, al margen de toda la responsabilidad que recae sobre éste, a las clases populares les resulta tan difícil percibir a la oposición como una alternativa real.

Dicho de otra manera, no se trata tanto de que la oposición venezolana haya sido incapaz de trazar una estrategia acertada, que le permitiera encontrar soluciones políticas a los “problemas” del país, para decirlo de manera eufemística, sino de que su estrategia ha consistido en conjurar cualquier solución política. Ella misma es un gran problema.

Volviendo a lo que planteaba sobre la clausura política, y en segundo lugar, tenemos a un Gobierno que sin duda alguna ha tenido el mérito de resistir los sucesivos embates violentos a los que acabo de referirme y, pese a todo, mantenerse en el poder, pero teniendo que pagar un altísimo costo en términos estratégicos, asunto sobre el que ya me referí en extenso en la respuesta a la primera pregunta.

Si tuviera que resumir el profundo impacto que esta situación ha suscitado en el campo popular, diría que viene produciéndose un fenómeno masivo de desafiliación política, al punto de que, actualmente, a mi juicio, la identidad política mayoritaria vendría a ser lo que podría denominarse chavismo desafiliado: predominantemente hombres y mujeres entre los veinte y los cuarenta años, pertenecientes a las clases populares, cuyo horizonte material y espiritual se ha ido estrechando en la medida en que se ha agravado la crisis económica, parte de los cuales decidieron emigrar, que incorporaron los valores o hicieron suyas muchas de las ideas-fuerza de la cultura política chavista, pero que no por eso se reconocen en su actual liderazgo, ni en sus símbolos, ni en su gramática, ni en el Gobierno, ni en el PSUV. Esa es, al menos, mi hipótesis de trabajo, y siempre cabe la posibilidad de que esté equivocado.

También cabe la posibilidad de no pensar en estos asuntos, por considerar que sería inoportuno, y conformarnos con una imagen más bien estática del chavismo, es decir, con la imagen más confortable de lo que fuimos, y refugiarnos en la tranquilidad de ánimo que viene aparejada a las certezas políticas, pero en tal caso creo que estaríamos incurriendo en una grave equivocación. Porque la verdad es que son tiempos de incertidumbre para las mayorías, de “agua mansa”, de mutación del alma popular.

Si muta el alma popular, ¿por qué el chavismo habría de permanecer estático, inconmovible? Lo más irónico es que la misma existencia del chavismo desafiliado, si acaso nos permitiéramos pensar en la eventual validez de esa hipótesis, daría cuenta de que parte importante del mismo chavismo, lejos de envejecer mal, está reclamando su lugar en el presente, y su derecho, en un futuro que esperemos no sea tan lejano, a ubicarse nuevamente en la cresta de la ola.