Precios acordados vs. desacordados: ¿quién ganará?
Luis Salas Rodríguez-15yultimo|
Asumiendo que el gobierno sostiene que la causa originaria de lo que estamos viviendo es una guerra económica, emprendida por el poder económico local y transnacional mediante la especulación cambiaria y de precios, lo que incluye prácticas como el acaparamiento, el desvío de mercancías y aquello que VTV alguna vez llamó “simplificación de la producción”, lo de los precios acordados debemos entenderlo entonces como una suerte de “armisticio”.
Como toda negociación de este tipo, deben ser más los aspectos que no se conocen que aquellos que sí. Ahora, de lo que se desprende públicamente, dicho armisticio implica al menos los siguientes compromisos de parte y parte:
De parte del gobierno:
- Garantía de flexibilidad inmediata a la hora de actualizar los precios, demostrada ya con la actualización de 7 de los primeros 25 alimentos del Plan 50 una semana después de su lanzamiento.
- Garantía de que el acuerdo solo implica a presentaciones de productos y no a los productos en sí mismo. Por caso: no está acordado el precio del atún, sino el de una presentación específica del atún (latica de 140 gr.). De la misma manera, solo se acordó el precio de la pasta dental en su versión de 50 ml. Y así sucesivamente. En su sentido más amplio, esto significa que el acuerdo en torno a los 50 precios (de los que a la fecha de hoy son públicos 33), implica un compromiso de no intervención para el resto de los millones de precios de la economía nacional, los cuales quedan a criterio de comerciantes y empresarios, o como suele decirse, “del mercado”.
- Garantía de suministro de las materias primas, lo que en la práctica constituye un subsidio para las empresas firmantes de los acuerdos, además de una medida que las protege de la competencia, y por tanto, refuerza sus posiciones de dominio de mercado.
- Exoneraciones impositivas (suspensión o reducción en materia de pago de impuestos).
- Acceso a créditos en condiciones preferenciales a través de la banca pública.
- Liberalización y despenalización total del mercado cambiario.
- Y lo más importante y sin duda novedoso: garantía de cubrirse con dineros de la Nación el monto de prácticamente todos los salarios, gracias a los cuales serán adquiridos los bienes contemplados y no en el acuerdo al menos en los próximos tres meses. Esto significa, en el lenguaje simple de la economía más convencional, que en materia de distribución del ingreso, a la hora de descontarse los costos productivos, a efectos del sector privado prácticamente todo lo referente a mano de obra pasa a contabilizarse como ganancias. Es decir: al capital, durante los tres meses contemplados como fase inicial del plan de estabilización (septiembre, octubre y noviembre), habida cuenta de esta transferencia unilateral de recursos públicos (que actúa como un subsidio universal vía salarios) el factor trabajo le sale prácticamente gratis.
A cambio, el sector privado quedó comprometido a:
- Mantener los precios acordados (con las salvedades implicadas en los numerales 1 y 2).
- Y aunque no está claramente establecido en ninguna parte, suponemos que a aumentar la producción y conservar los puestos de trabajo.
¿Qué ha pasado?
Hasta ahora, en líneas generales, el gobierno ha cumplido con sus compromisos. Sin embargo, en vista de lo observado en las calles y anaqueles, no puede decirse lo mismo del sector privado: prácticamente ninguna de las presentaciones con precios acordados se encuentra. Y cuando se encuentran, no se venden con el precio acordado o se condiciona a la adquisición de otros productos, salvo excepciones de negocios que los venden bajo supervisión militar o policial.
A esto hay que agregar el salto exponencial en los precios de los productos y servicios no contemplados en el acuerdo: como cualquiera que compre habrá constatado, durante el mes de agosto los precios de todas las cosas al menos se duplicaron con respecto al mes de julio. Y en lo que va de septiembre, una vez hecha efectiva la primera mitad de los salarios, dichos precios se triplicaron y en algunos casos cuadruplicado.
Esto corrobora la advertencia con respecto a que la mejora inmediata del poder adquisitivo provocada por la reconversión del salario mínimo, podía ser absorbida por la reconversión en la misma dirección de los precios, reconversión mucho más inmediata y flexible, dado que depende unilateralmente de los poseedores de los bienes y servicios. Esta absorción no se ha producido del todo, pero al ritmo que experimentan los precios no tardará en llegar.
Por otra parte, y esto es radicalmente importante, todo indica que la (de)formación de precios no está actuando solo en función del momento actual (captación del circulante agregado en la calle, impacto de la devaluación sobre la inflación, etc.), sino también y sobretodo en base a las expectativas hacia finales de año, cuando llega la hora de pagos extraordinarios (aguinaldos, utilidades, etc.) pero además cesa el subsidio salarial. Dicho en simple: los precios no se están ajustando conforme a septiembre u octubre, sino preparándose para diciembre y después.
En cuanto el tema laboral, aunque es menos notorio que lo anterior y sobre ello pesa un apagón mediático perfectamente entendible, es sabido que muchas condiciones están siendo cambiadas: existen innumerables y documentadas denuncias sobre despidos y liquidaciones al cierre de agosto tipo “cajita feliz”, en algunos casos con recontratación en septiembre empezando “de cero” pero en otros no.
En estos casos, ha terminado privando la típica situación laboral de elección forzada, en la que trabajadores y trabajadoras se ven obligados a “elegir” entre una opción mala (un arreglo ilegal, violatorio de derechos, etc.) y otra peor (quedarse sin empleo en un contexto como éste).
Perspectivas
Volviendo al inicio, asumiendo la tesis del “armisticio” representado por el acuerdo de precios, su principal reto a nuestro entender no pasa por la voluntad real por parte de los privados a respetarlo.
Suponiendo la tengan, el principal reto pasa por responder lo siguiente: cómo, en el marco de una economía que se está ajustando a su nuevo y en buena parte todavía incierto marco de “libertad cambiaria” en tiempos de incertidumbre ídem (no solo local sino inclusive global), con niveles de producción que retrocedieron prácticamente dos décadas (de 2013 a la fecha, se estima que el PIB cayó un 35% y que a finales de 2018 -si no hay recuperación- lo haga en un 50%, lo que supone pasar de un PIB de más de 300 mil millones de dólares en 2012 a uno de poco más de 100 mil) y sin recursos disponibles para importaciones masivas, 50 precios pueden mantenerse mientras todos los demás siguen su línea ascendentes alimentados por la puja distributiva, la inercia inflacionaria y el impacto directo de medidas como la “sinceración” cambiaria (reconocimiento oficial del tipo de cambio paralelo) y el que de una forma u otra tendrá el de la gasolina, por más que sea cierto que el Estado la subsidiará vía el carnet de la Patria incluso a los transportistas.
Por otra parte, creemos se depositan demasiadas expectativas en el efecto “ancla” que sobre los precios se dice debe tener el anunciado anclaje monetario en conjunción con la desregulación del mercado cambiario: hasta la fecha, lo primero es meramente nominal (en el mejor de los casos, sabremos si funciona y cómo luego que se realicen las primeras operaciones con petros y se levanten las condiciones especiales de los tres meses iniciales).
Y en cuanto a lo cambiario, habría que tomar en cuenta que no solo no existe evidencia reciente de que los precios sean sensibles a la baja o a la estabilización cuando baja o se estanca el tipo de cambio, sino que la evidencia disponible demuestra exactamente lo contrario: los precios de los bienes y servicios son perfectamente elásticos y sensibles al alza del tipo (o los tipos) de cambio (es decir: aquellos suben cuando éste o estos suben); pero inelásticos a su baja o estancamiento (es decir: cuando se estanca o baja el tipo o los tipos de cambio, los precios pueden seguir subiendo tranquilamente).
Esto ya se ha visto en múltiples ocasiones al menos desde 2016, fecha en la que ya se hablaba de la muerte del tipo de cambio paralelo, en aquel tiempo monopolizado por dólar today. Y lo vimos a comienzos de este año, cuando el paralelo se estancó y cayó violentamente cerca de dos meses, sin menoscabo de que los precios –y en especial el rubro alimentos- siguieran su línea hiperinflacionaria ascendente prácticamente sin enterarse.
Lo que demuestra dos cosas: la primera, quela indexación de los precios al tipo de cambio (sea el que sea) es parcial y especulativa en sentido duro: funciona como argumento para subir precios, pero no para bajarlos ni estabilizarlos. Y la segunda, que las distorsiones causadas por el tipo de cambio no son las únicas que influyen sobre los precios. Se están subestimando otras poderosas fuerzas, siendo la más importante la de la puja distributiva propia de situaciones como la que estamos viviendo.
Precios relativos, hiperinflación y puja distributiva.
En los procesos hiperinflacionarios, los precios terminan envueltos en un bucle de retroalimentación, donde los ajustes especulativos tradicionales que se hacen con el propósito de “ganar más”, tienden a ser reemplazados por ajustes especulativos que no tienen como propósito necesariamente enriquecerse a costilla de los otros sino procurar no perder, perder lo menos, o en el mejor de los casos, recuperar ingresos perdidos.
Esto no quiere decir que lo primero desaparezca: lo único que quiere decir es que, en el agregado, son más los agentes económicos que especulan “defensivamente” (especulación de segundo tipo), que aquellos que continúan haciéndolo “ofensivamente” (especulación de primer tipo).
Para decirlo brevemente y utilizando el lenguaje de la economía más convencional, el paso del primer tipo de especulación al segundo, se produce cuando ésta pasa a convertirse en un fenómeno colectivo y a masificarse, siendo que necesariamente entonces comienza a arrojar utilidades decrecientes e inclusive perdidas a muchos de quienes lo hacen.
Dicho más simple: en una primera etapa, quienes especulan hacen ganancias con respecto a quienes no, pero cuando a esos primeros se le suma otros agentes económicos que antes no lo hacían, la especulación se convierte en un todos contra todos en el que si bien al subir los precios nominalmente aumentan los ingresos, ya no pasa necesariamente así en términos reales: también aumentan los egresos dado que todos los demás subieron sus respectivos precios.
En nuestra contabilidad, este proceso comenzó a observarse a finales de 2016, como efecto seguramente no deseado pero inevitable del célebre PAC Pero más allá del impacto inmediato del mismo, como resultado de la conjunción de tres factores:
1) la prolongación en el tiempo de la corrida especulativa que comenzó a principios de 2013
2) el recrudecimiento de la conflictividad política (sanciones y bloqueo, guarimbas, etc.)
3) y el no éxito de los diversos intentos de “ofensiva económica”, que terminaron dando paso a una suerte de “dejad haced dejad pasad” institucional, traducido en un levantamiento no decretado de los controles de precio y cambio que nos trajo al escenario actual, donde se oficializa y sincera de derecho lo que venía funcionando de hecho.
A esto hay que sumarle la contracción dramática de las importaciones y del PIB que ya mencionamos, traducido a su vez en menos actividad económica y menor disponibilidad de bienes. La suspensión del mercado cambiario oficial en septiembre de 2017 hizo el resto: mes y poco más después explota la hiperinflación.
A lo que vamos: en un contexto hiperinflacionario donde los formadores de precios e inclusive los consumidores internalizaron expectativas inflacionarias y una buena parte de ellos (pequeños y medianos productores y comerciantes, el conjunto de asalariados promedios, los cuentapropistas e informales en general) luchan por no perder utilizando lo único que tienen a la mano en una economía de mercado: aumentando el precio de sus respectivas mercancías, a la política económica se le hará cada vez más cuesta arriba -por decirlo así- mantener el equilibrio entre sus pretensiones de estabilizar precios, por una parte, y dejar que se ajusten bajo la lógica de precios relativos, por la otra.
No puede ser de otra forma: si se asumió –como se ha dicho- que la forma de equilibrar la economía es impulsando que los precios internos se equiparen o superen a los internacionales y para ello se liberó el tipo de cambio e internacionalizará el cobro de la gasolina y se supone que el de otros servicios, entonces todos los precios de la economía responderán en consecuencia hacia arriba, lo que es todavía más cierto en un contexto ya de por si hiperinflacionario.
Entonces ¿no tendrá fin la hiperinflación?
Lo anterior no quiere decir que debemos prepararnos para vivir indefinidamente en hiperinflación. Lo único que quiere decir es que, de detenerse, no será como resultado de los precios acordados o porque el bolívar soberano se haya anclado al petro (sea lo que sea que esto significa).
De hecho, vista en sentido amplio, la nueva política económica puede en efecto detener la hiperinflación, solo que por su vía ortodoxa. Y la prueba es el nuevo consenso en torno a la “necesidad” de acaba
r con la emisión “excesiva” de liquidez monetaria (el (mal) llamado dinero “inorgánico”) y de reducir el déficit fiscal.
Como está ampliamente demostrado (ver acá y acá) y como incluso sostienen a regañadientes y de modo ambiguo -pero sostienen al fin- varios especialistas claramente opositores (por ejemplo acá, acá y acá) es un mito para el caso venezolano aquello de que la inflación (ahora hiperinflación) es causada por el exceso de liquidez monetaria.
Ciertamente, desde 2013 existe una correlación casi perfecta entre el crecimiento de la liquidez monetaria y la de los precios, pero se produce de modo totalmente opuesto a como dicen los “especialistas”: no pasa que los precios suben porque aumenta la liquidez monetaria, aumenta la liquidez monetaria porque suben previamente los precios y la emisión adicional se hace necesaria para poder pagarlos.
Al principio, la carrera de la liquidez tras la inflación se producía con ventaja de un mes de ésta sobre aquella (la liquidez tardaba más o menos un mes en ajustarse a los nuevos precios). Y con el paso del tiempo se fue ampliando dicha ventaja.
Pero de hecho, desde que estamos oficialmente en hiperinflación (noviembre-diciembre 2017) ambas variables literalmente se han desconectado, siendo que incluso dramáticas caídas de la liquidez como la observada en los meses previos a la reconversión (abril-mayo-junio-julio) coinciden con aumentos igualmente dramáticos de los precios, tal y como se puede observar en la siguiente gráfica:
Pero si esto es así, ¿por qué decimos entonces que las políticas de contracción de la masa monetaria pueden ser exitosas para acabar con la hiperinflación si está demostrado que no es la emisión monetaria lo que hace subir los precios?
Por lo siguiente: porque si bien es verdad lo anterior, también lo es que el aumento de la masa monetaria (vía bonos, aumentos salariales, créditos bancarios, etc.) al compensar los efectos negativos de la inflación sobre el poder adquisitivo, facilita condiciones para que el bucle vicioso se sostenga en el tiempo.
Ahora, ¿cuál es la alternativa?
Pues contraer la emisión monetaria implica dejar que el shock de precios descargue sin compensación alguna toda su acción negativa sobre el poder adquisitivo, de modo que la gente ya no pueda definitivamente con los nuevos precios, se contraiga el consumo y paralice la actividad económica.
Es lo que en alguna otra parte llamamos derrotar la inflación por hambre, como pasó en 1996-97 en el marco de la Agenda Venezuela, cuando se liberalizaron los precios y congelaron los salarios, siendo que la inflación se disparó a 103% en el primer año para caer a 37% el siguiente, lo que no significa que bajaron los precios sino que se redujo su ritmo de crecimiento pues ya no había con qué pagarlos.
Desde luego, estamos todos y todas de acuerdo en que éste no es en sentido estricto el caso actual, entre otras cosas porque el plan de recuperación económica empezó con un sustancial aumento salarial.
Sin embargo, se quiera o no, medidas como reducir la asignación de créditos bancarios, buena parte de los cuales financian el consumo de muchos hogares actualmente (como pasa con las tarjetas de crédito) y el achatamiento de las escalas salariales, en conjunción con la liberación de facto de todos los precios no acordados, parecen conducir inevitablemente hacia allá.
No está de más decir, ya para terminar, que la alternativa no es el retorno a la política reactiva de simplemente aumentar salarios y dar créditos indiscriminadamente y más nada. Estamos claros que eso no era exactamente un plan y que solo servía solo para aguantar y cada vez menos. Y de hecho, siempre hemos dicho que la banca es unos de los principales focos de las desestabilizaciones monetarias y por ende cambiarias, por lo que es acertado tomar medidas al respecto y procurar la autoridad monetaria del Estado. El tema es que hay que tener cuidado de no caer directamente en el fuego, algo a lo que muchas veces conduce la desesperación entendible por salir del sartén.