Por qué la circuncisión duele
JAN ROSS| Desde que un tribunal alemán dictaminara que la circuncisión de los menores es un delito, Alemania se encuentra en pleno debate sobre la libertad de religión. Al igual que con los debates sobre el velo y los crucifijos en las aulas, esta agitación prueba el difícil acercamiento de la sociedad a las cuestiones religiosas. La clave de la cuestión en este caso no son los prepucios o un precepto exótico del islam o del judaísmo, sino algo mucho más amplio y que incumbe al conjunto de la sociedad: la religión considerada de forma global.
Con respecto a la circuncisión, Alemania va a contar con una protección jurídica, aparentemente mediante una nueva ley. Y es algo positivo. Pero en realidad, las raíces del debate son mucho más profundas y se basan en una fuerte molestia, que limita casi con el pánico, ante una religiosidad intensa, visible, asumida. Y eso no es algo positivo.
Si el debate sobre la circuncisión es una ilustración perfecta del problema, es porque no se limita a una cuestión de creencia religiosa. Si la cuestión afectara sólo a los musulmanes, la discusión se habría politizado de inmediato y no nos habría sorprendido.
Los adversarios del islam habrían exigido la prohibición de las costumbres extranjeras de los inmigrantes y los defensores del multiculturalismo habrían defendido su postura en nombre de los derechos de una minoría discriminada. El hecho de que la cuestión de la circuncisión afecte al mismo tiempo a los judíos y a los musulmanes ha perturbado la cómoda lógica de los dos bandos. De este modo, nos damos cuenta de que el problema no se limita a una creencia específica, molesta, que vaya en contra de la sociedad moderna. El potencial de fricción estriba en el hecho de creer y en la experiencia de la fe en general.
Impera el recelo y la sospecha
Sería un error abordar la situación de un modo mezquino y angustiado, en lugar de hacerlo con serenidad. El cristianismo, la religión mayoritaria y tradicional más allá del Rin, tampoco está a salvo de la intransigencia que llegó a Alemania con el islam y los inmigrantes. El debate político-religioso surgió en Alemania en 1995 con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre “el asunto de los crucifijos”, con la que se prohibió la colocación de cruces, algo que hasta entonces era habitual en las paredes de las aulas en los colegios bávaros. Luego llegó el debate sobre el velo, cuya cuestión era determinar si las profesoras musulmanas que se cubrían el cabello debían ser reconocidas como funcionarias y autorizadas a impartir clases. Y hoy el debate es sobre la circuncisión, provocado por una sentencia que considera que esta costumbre extraída de la Biblia es un ataque corporal intolerable.
En los tres casos, constatamos que imperan el recelo y la sospecha. En lugar de ver en la cruz un símbolo de una tradición que ofrece elementos para la reflexión, los jueces constitucionales vieron en ello un instrumento de evangelización y de propaganda que ejerce una influencia espiritual sobre los alumnos de otras confesiones. Para sus detractores, el velo no es la expresión de una decisión personal, sino el símbolo casi político de una ideología liberticida. En cuanto a la circuncisión, que también se podría considerar una operación ritual inofensiva y perfectamente respetable, desde su prohibición se entiende como un acto de tortura causado a un ser inofensivo.
La interpretación del creyente se deja sistemáticamente a un lado y se sustituye por una visión exterior ingrata que cree ser objetiva. Una conciencia colectiva que no se interesa por la religión, o bien llega a ser analfabeta en la materia, es la que, dejando a un lado las quimeras de los devotos, determina qué son “realmente” la cruz, el velo o la circuncisión.
Todo el mundo tiene convicciones profundas
Como es natural, la visión de los creyentes tampoco debe aplicarse de forma absoluta. No se admite todo lo que lleve el sello de “religión”. No aceptaríamos la inmolación de las viudas, aunque un teólogo hindú nos explicara que se trata de una costumbre avalada por los dioses. La ablación de las jóvenes es una mutilación brutal; aunque fuera justificable religiosamente en nombre de alguna creencia (que no es el caso), un Estado de derecho no podría tolerarla. Cualquier ataque a la dignidad humana debe prohibirse.
Pero también hay que tener en cuenta la dignidad humana de los creyentes. Una sociedad poco inclinada hacia la religión olvida fácilmente el sufrimiento que pueden infligir los ataques a la libertad de religión, ya que a menudo sencillamente carece de sentido religioso. El sacerdote católico que, al querer mantener el secreto de la confesión, retrasa el arresto de un criminal y se gana de este modo la ira de la policía, o el estudiante musulmán que lucha contra la dirección de su centro escolar por tener derecho a orar, son casos de conciencia para los interesados, aspectos muy valiosos y quizás irremplazables que llegan a ser algo íntimo. Una sociedad civilizada debe dar muestras de apertura de mente y tenerlo en cuenta lo mejor que pueda.
Es a lo que tienen derecho los creyentes alemanes, ni más ni menos, sea cual sea su confesión. Nadie está obligado a creer o a tener un concepto positivo sobre la religión: si pensamos en los estragos causados por el fanatismo a lo largo de los siglos e incluso hoy, se puede comprender perfectamente que se haya extendido el escepticismo en cuanto a la religión. Pero, respetar lo que algunos consideran sagrado nos beneficia a todos. Porque todo el mundo tiene convicciones profundas, una conciencia supeditada a la protección y el respeto de los demás. Al menos es lo que se espera.20 julio 2012
*Periodista alemán, redactor en Die Zeit desde 1998. Es coautor de Die Weltreligionen (« Las religiones mundiales »), donde pone en evidencia la interdependencia entre religion y politica.