Perú: protesta infinita y élites indolentes

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Nicolás Lynch 

1.El origen inmediato de las protestas

Cuando escribo estas líneas el Perú cumple dos meses con protestas masivas en, por lo menos, doce de las veinticinco regiones del país. Los muertos por la represión del gobierno de la presidenta Dina Boluarte suman más de sesenta y son la expresión trágica de lo ocurrido. Estas protestas, en extensión e intensidad son inéditas en la historia nacional y tienen una agenda, a diferencia de otras movilizaciones regionales, claramente política: piden la renuncia de la presidenta, la convocatoria a elecciones inmediatas y un referéndum para consultar a la población sobre la convocatoria a una asamblea constituyente.

El origen inmediato es el golpe fallido del expresidente Pedro Castillo el siete de diciembre de 2022, producto de su desesperación ante las múltiples acusaciones de corrupción de que era objeto y las amenazas de vacancia que lo tenían cercado. La reacción fue un contragolpe de la derecha, que controla el Congreso peruano, y que había negado la legitimidad de Castillo desde antes de que asumiera el cargo y le había hecho una oposición destituyente día a día. La detención y posterior “prisión preventiva” del expresidente, decretada judicialmente, no ha respetado el debido proceso, en especial el derecho a antejuicio en sede parlamentaria que le corresponde. Pero, además, el contragolpe le ha dado a la derecha peruana un espacio político del que carecía meses atrás, cooptando a la vicepresidenta de Castillo y desatando la mortífera represión señalada.

2.¿De dónde viene la crisis?

Sin embargo, esta crisis no viene de la presidencia de Castillo, sino de mucho más atrás y tenemos que evaluarla en tres tiempos: la coyuntura inmediata que explota hoy ante nuestros ojos y que tiene su origen en los escándalos de corrupción por el caso Lavajato del 2016 en adelante; el tiempo medio de la hegemonía neoliberal establecida con el golpe de estado del cinco de abril de 1992 y la aprobación fraudulenta de la constitución de 1993; y el largo período que nos retrotrae a la frágil independencia de 1821 y al estado criollo cuya última reinvención es la que parece sucumbir en estos días.

Los tiempos, del inmediato al histórico, nos dicen de una crisis en los tres niveles de la política: el gobierno, el régimen y el estado. Los seis presidentes y los tres congresos que hemos tenido en el último quinquenio hacen ver que el cambio de personal que gobierna no ha dado una salida política a la situación. Pero, la incapacidad de gobierno ha traído también grave deterioro institucional. Los peruanos han perdido la confianza no sólo en sus gobernantes, sino en sus instituciones y estas por la falta de legitimidad generalizada ya no tienen capacidad de reproducción entre los ciudadanos. Perdidos el gobierno y el régimen, tiembla el estado. La recaptura oligárquica del mismo producida con el golpe de 1992, luego de varios eventos reformistas, entra en cuestión.

Esta crisis, que atraviesa tres tiempos, se configura, así como una crisis orgánica. Por ello, en su confluencia y hondura, nos permite observar nuestros problemas estructurales.

3.Las furias en conflicto

Las protestas parten de un sentimiento de usurpación de la voluntad popular. Más allá de las serias deficiencias y graves acusaciones de corrupción del liderazgo de Castillo ha existido una identidad social con su persona, de parte de un importante sector de la población. Maestro rural, provinciano, cholo y pobre, como la mayoría de los peruanos, esta similitud ha tenido mucho mayores efectos de los que se quisieron advertir. De allí que se considere a su sucesora Dina Boluarte como alguien que traicionó al maestro por, como lo prometió en campaña, no irse con él si lo sacaban.

Las protestas masivas se han destacado por la furia popular, la que a su vez ha sido respondida con una brutal represión, manifestándose una supuesta desconexión entre ambas partes. El movimiento es mayormente espontáneo, con alguna intervención externa, pero más episódica que permanente y/o centralizada. El orden imperante ha respondido en una primera instancia de dos maneras, señalando a los movilizados como dirigidos por terroristas que han desatado una “guerra” contra el Perú y a la vez, diciendo que los primeros lo que en realidad tienen son reivindicaciones puntuales, de precios y servicios, que deben ser atendidas por el estado. La violencia, extrema en algunos casos y condenable como recurso, no ha sido generalizada y creo que la provocación y efectiva represión han contribuido mucho más a la misma. Las acusaciones de terroristas, hasta ahora no probadas en ningún caso, son por lo demás un lugar común en la derecha peruana para descalificar cualquier protesta social. Por algo ha surgido el término “terruqueo”, que refiere  a la falsa identificación de todo aquel que proteste con el terrorismo.

Sin embargo, lo que en realidad sucede, es que las movilizaciones populares luego de muchos años de reclamos parciales hoy tienen una agenda que desafía abiertamente al poder del Estado y apuntan no sólo al cambio inmediato de sus titulares, presidenta y congreso, sino también a la carta política que le ha dado legalidad y sustento a la hegemonía neoliberal: la constitución de 1993. Además, las movilizaciones han avanzado. De ser movimientos regionales, han pasado a Lima, donde ya no sólo están conformadas por delegaciones que vienen del interior del país sino también por movilizaciones que surgen de los barrios populares de la capital. De allí el aparente diálogo de sordos, “queremos negociar” repite el gobierno, “queremos que se vayan” replica el movimiento. Empero, la primera reacción del poder ha dado paso, a la aceptación de algunas demandas como elecciones inmediatas y a la consideración, aunque estigmatizada de la asamblea constituyente, en la agenda política.

La furia popular, asimismo, se explica por tres cuestiones estructurales, el saqueo de nuestros recursos naturales, profundizado como nunca en estos últimos treinta años, la sobre explotación del trabajo que se expresa en el 80% de informalidad en la Población Económicamente Activa y el resurgimiento del abuso oligárquico manifestado sobre todo en el racismo rampante, en especial hoy que los movilizados son principalmente quechuas y aymaras. No por gusto la movilización se centra en las regiones del corredor minero y los yacimientos de gas, de Huancavelica a Puno, especialmente afectadas por el asalto neoliberal.

En estas condiciones el movimiento popular se ha convertido en el principal actor político del Perú y la movilización en la gran institución de la democracia. Una sorpresa para las élites que siempre lo han controlado (casi) todo en este país. Frente a esta realidad ha venido la furia desde arriba. Una violencia que ya cobra, con cifras difíciles de verificar, como ya señalé más de 60 muertos. Pero, esta furia en sentido opuesto tiene que ver con lo mucho que estas élites tienen para perder, no sólo recursos públicos, manejados a discreción por la vía del patrimonialismo reciclado, sino privilegios de casta y de clase que les vienen por un cordón umbilical de carácter colonial.

4.La salida democrática

Vistas las cosas desde hoy la situación parece entrampada. Una presidenta que se niega a renunciar a pesar de las decenas de muertos, un congreso que considera pero no aprueba el adelanto de elecciones y una retórica en la élite política derechista y los medios de comunicación de la época de la Guerra Fría que pretende una guerra contra un “enemigo interno” que habría desatado la convulsión. La coalición autoritaria, sin embargo, ante la persistencia de la movilización, ha empezado a mostrar divisiones en torno a la salida política. Mientras algunos, en la más extrema derecha, piensan en quedarse, otros ya consideran la posibilidad de irse. El reclamo constituyente, por otra parte, sigue dueño de la calle pero aún no se sabe cuál será su futuro en relación con los poderes constituidos.

Del lado del movimiento popular, por otra parte, se identifica una seria debilidad. No parece haber una dirección que pudiera darle una conducción no sólo como interlocutor del poder de turno, sino ante la eventualidad de un cambio de gobierno y de un futuro proceso constituyente.

Por ahora, es difícil ser optimista frente a la situación. Lo que sí puedo afirmar es que una salida democrática debe incluir un cambio de gobierno, presidenta y congreso incluidos, así como la vía despejada para marchar a una asamblea constituyente que pueda colocar al Perú en una nueva orientación, que afirme la esperanza de democracia y bienestar para todos los peruanos negada por décadas.

*Sociólogo y analista peruano