Pamplinas anticomunistas

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LUIS BRITTO GARCÍA| ¿Cómo llegar al marxismo cuando una dictadura prohíbe  libros izquierdistas? Leyendo pamplinas anticomunistas. Cuando niño  ingerí mi ración cotidiana de Guerra Fría en comiquitas con  buen dibujo  y pésima ideología ¿Cómo olvidar a los hoy olvidados Terry, Steve Canyon, Johnny Hazard,  Halcón Negro, siempre aviadores, solitarios siempre,  siempre destruyendo países para evitar que se hicieran comunistas? Olvidándolos.
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En la maleta de mi primo el cadete Orlando Torrealba  encontré el tremebundo Sinfonía en Rojo Mayor, supuestas memorias halladas con el cuerpo de su autor José Landowsky en Stalingrado por un miliciano de la División Azul fascista. Nada más convincente. Landowsky, médico  polaco refugiado con su familia en  un closet en Moscú, es llamado directamente por un José Stalin que lee novelas policíacas en voz alta, para que intensifique  las torturas alternándolas con estupefacientes. La edificante tarea  lo lleva a la embajada soviética en París, donde encuentra atada a una argolla una joven desnuda martirizada a latigazos. En España un joven oligarca chileno metido a comunista se obsesiona por la virginidad de una camarada que se suicida al serle encomendado obtener información a cambio de sexo. El servicial galeno practica una experticia del cadáver para resolver el españolísimo enigma. Nunca se explica cómo el médico más rodeado de espías del mundo pudo escribir 500 páginas de tales majaderías sin ser descubierto. Tampoco por qué el “traductor” Mauricio Karl, que las publica en 1953 en la España franquista, jamás muestra una línea del supuesto original polaco.  En cambio, incluye  la coartada del tahúr intelectual: “Espero pruebas en contrario”. Pero la prueba de un disparate corresponde a quien lo sostiene,  no a quien duda.
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Si la babiecada anticomunista tiene en Landowsky su Sacher Masoch, encuentra  su Corín Tellado en Alice Rozembaum, alias Ayn Rand,  rusa hebrea emigrada a Estados Unidos que publica en 1938 su novela semiautobiográfica We the Living.  En ella el rico capitán naval Argounov y su hija Kyra viven en una parte de su mansión de Petrogrado, cuyo resto los soviéticos expropiaron. Kira estudia ingeniería becada por los malvados socialistas;  su corazón oscila entre dos amores. El aristocrático haragán Leo Kovalensky la seduce, trafica en el mercado negro, la engaña como  gigoló de Antonina Pavlovna. El revolucionario Andrei Taganov se prenda de Kira, le consigue trabajo, asiste a la ópera para complacerla, le advierte que evite los negociados de Kovalensky. Cuando éste es encarcelado, Taganov extorsiona a un jerarca para que libere a su rival y después de asegurar la impunidad de su amada se suicida. Sin  chulo y sin  revolucionario, Kira huye  por la frontera hacia Latvia y cae abaleada por un guardia. Nunca se pregunta  si es mas viable una sociedad de Taganovs que otra de  Kovalenskys. Tampoco se lo pregunta la autora, y los lectores, quién sabe.
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Macho man  de las patrañas anticomunistas es el enigmático Julius Hermann Krebs, alias Jan Valtin, quien dice haber sido agente de la Internacional, pero al cual la Oficina de Inmigración de EEUU considera “agente de la Alemania Nazi, cuyo prontuario demuestra que es completamente indigno de confianza y amoral”, mientras el New York Mirror lo acusa de “haber perpetrado un gigantesco fraude literario”. Estas  credenciales le ganan en 1947 la nacionalidad estadounidense. Las 800 páginas de su imaginaria autobiografía La noche quedó atrás (1940) aspiran a Biblia antisoviética, pero ¿Por qué  presentan a los jóvenes comunistas como la única fuerza que en realidad combate al fascismo? ¿Por qué los camaradas son rigurosamente descritos como hombres que  sacrifican todo por sus ideales, imperturbables ante clandestinidad,  exilio,  tortura, muerte? ¿Por qué su único pecado parece ser el fraccionalismo? ¿Por qué al concluir la última página dan ganas de acompañar esa legión de héroes?

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En esas majaderías empleábamos nuestros primeros años, y miren en lo que paramos. Así como las ramplonerías  anticomunistas pueden llevar al lector al socialismo, las seudorevolucionarias pueden despeñarlo en el neoliberalismo. No escribamos sandeces.