Ofendidos por Salman Rushdie
David Torres
Desde hace más o menos treinta y tres años, la edad de Cristo en la cruz, Salman Rushdie se había convertido para su desgracia en un personaje de novela, concretamente de una novela de Salman Rushdie. El narrador todopoderoso, creador de ángeles y demonios que caen volando desde los cielos, contempló aterrado cómo el maleficio de la palabra escrita volvía para alcanzarlo y convertir su vida en un infierno.
De repente, tras la publicación de Los versos satánicos, su rostro estaba en todos los periódicos y telediarios del mundo, su nombre maldecido entre los creyentes, su cabeza reclamada por legiones de fanáticos. Decía Borges que la fama siempre es un malentendido, quizá el peor, una boutade que nadie podría suscribir con más derecho que Salman Rushdie.
Nunca sabremos qué molestó realmente al ayatolá Jomeini, si la acusación de blasfemia implícita en la idea de que, al redactar el Corán inspirado por el arcángel Gabriel, Mahoma habría mezclado sin querer los versos satánicos con los divinos, o la descripción que hace Rushdie en uno de los capítulos del propio Jomeini, un anciano agrio y ceñudo exiliado en París años antes de su regreso triunfal a Teherán.
Lo más seguro es que Jomeini ni siquiera leyese Los versos satánicos ni antes ni después de condenar a muerte a su autor, lo mismo que tampoco lo habrán leído el agresor, Hadi Matar, quien ni siquiera había nacido cuando se publicó el libro, ni los piadosos musulmanes que han aplaudido públicamente el apuñalamiento, ni los políticos y clérigos iraníes que ratificaron una y otra vez la sentencia y aumentaron la recompensa por su vida a más de cuatro millones de dólares.
Esa gente no son de leer mucho, eso seguro. El libro estaba maldito desde el título -una bomba de relojería oculta desde el siglo XIX- hasta el rosario de prohibiciones, disturbios y atentados que hasta la fecha han costado la vida a cientos de personas, incluyendo el traductor al japonés, Hitoshi Iragasi. Recuerdo que compré Los versos satánicos en la Feria del Libro de Madrid y cuando llegué a casa y encendí la televisión no me lo podía creer; es uno de los pocos libros en los que anoté la fecha y unas palabras: “3 de junio de 1989, el día en que murió Jomeini”.
Hubo colegas, amigos y admiradores que defendieron a Rushdie desde el primer momento: Christopher Hitchens, Kazuo Ishiguro, Norman Mailer, Susan Sontag, Vargas Llosa, Kurt Vonnegut, Martin Amis, Tom Wolfe, Edward Said, Nadine Gordimer, Carlos Fuentes, Ian McEwan, entre docenas de ellos. Stephen King anunció que la librería que retirase los libros de Rushdie de las estanterías hiciese el favor de retirar también los suyos.
Hubo también quienes declararon que el propio Rushdie se lo había buscado por ofender al islam: John Le Carré, Roald Dahl, John Berger. Cat Stevens, recién convertido al credo musulmán, apoyó públicamente la condena a muerte y, cuando le preguntaron si acudiría a una protesta en la que quemaran una efigie del autor, dijo que preferiría que lo quemaran en persona. La Academia Sueca del Premio Nobel, más académica y más sueca que nunca, tardó 27 años en pronunciarse sobre la cuestión y hasta marzo de 2016 no condenó la fatwa contra el escritor.
En 1989, durante una tertulia televisiva que contaba con religiosos y estudiosos del islam, un ilustre arabista explicó que, desde su punto de vista, el libro pecaba de apostasía, justo el pecado del que le acusaba Jomeini. En ese momento me froté los ojos, me rasqué los oídos y comprendí que, a pesar de la televisión, los teléfonos y los aviones, estábamos otra vez en la Edad Media.
Durante muchos años Rushdie tuvo que retirarse del mundo y vivir custodiado por la policía británica; aunque odiaba a Margaret Thatcher y la había criticado en numerosas ocasiones, no tenía más remedio que confesar que le debía la vida. Lejos de su familia, cambiando de domicilio cada dos o tres días, rodeado de guardaespaldas, concibió y escribió uno de sus libros más hermosos, Harún y el mar de la historias, que dedicó a su hijo Zafar y que admite, al menos, tres lecturas: una fábula infantil, una diatriba contra la censura y un canto al embrujo inagotable de la literatura.
Un librero amigo, coleccionista de libros firmados, vio una tarde a mediados de los noventa cómo dos escoltas entraban a inspeccionar el local madrileño donde trabajaba antes de permitir la entrada a Rushdie; así pudo conseguir un ejemplar autografiado de El último suspiro del moro. Con el tiempo, fue apareciendo en actos, conferencias y lecturas, hasta que decidió volver a hacer vida normal: un error que le ha costado siete u ocho puñaladas casi mortales.
Un cuchillo que alcanza a la víctima tres décadas después de lanzado resulta algo tan grotesco y fantástico como una sentencia de muerte global a finales del pasado siglo, una sentencia religiosa en que la promesa del paraíso se refuerza con una recompensa de millones de dólares.
A mediados de los ochenta, unos años antes de que su nombre saltara a la primera plana, leí fascinado Hijos de la medianoche, la extraordinaria novela que narra la historia reciente de la India a través de la odisea de mil y un niños nacidos en la última hora antes de la independencia, y comprendí por qué algunos críticos comparaban a Rushdie con Grass y con García Márquez: un narrador torrencial que había trasplantado el realismo mágico al subcontinente indio y lo había aderezado con curry.
Entre los muchos pasajes inolvidables que se me grabaron a fuego en la cabeza estaba el momento, casi al comienzo del libro, en que el abuelo del protagonista se inclina para rezar y una montaña helada le pega un puñetazo: “Tres gotas de sangre cayeron de la ventanilla izquierda de su nariz haciendo plaf, se endurecieron instantáneamente en el aire quebradizo y quedaron ante sus ojos sobre la esterilla de rezar, transformadas en rubíes (…) En aquel momento, mientras se sacudía desdeñosamente diamantes de las pestañas, resolvió no volver a besar la tierra ante ningún dios ni ningún hombre”.
La polémica desatada por Los versos satánicos lleva al límite la controversia sobre la libertad de expresión y el inexistente derecho a ofenderse. Sin necesidad de redes sociales, a Rushdie lo lincharon virtualmente muchedumbres de fanáticos antes de que un clérigo irascible pusiera precio a su cabeza. Miles, quizá millones de injuriados que ni siquiera habían leído el libro, porque, como bien dijo el propio Rushdie, hace falta mucho esfuerzo para leer 600 páginas y luego ofenderse. Nunca pensó que la religión fuese uno de los temas principales de su obra, pero ni siquiera un gran escritor llega a comprender el poder terrible de la palabra escrita.
*Escritor, guionista y columnista español. Publicado en público.es