Nueva agenda urbana y smart city

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Joan Subirats|

En la reciente conferencia de Hábitat III en Quito, uno de los elementos claramente novedosos en relación a las anteriores ediciones de Vancouver y Estambul es la presencia del factor tecnológico en la declaración final.  Hay bastantes referencias, pero quisiéramos detenernos en especial en las que aluden al tema de “Smart City” (“ciudad inteligente”) y los temas del “Big Data”.

Hemos de recordar, de entrada, que una de las características esenciales del cambio tecnológico que afecta nuestras maneras de producir, movilizarnos, informarnos o consumir es que rompe con espacios y dinámicas de intermediación que habían estado dominando muchos de esos espacios.  Y que además, se observa un cambio en las dinámicas de relación entre actores.

En efecto, se extiende la convicción que en muchos casos conseguiremos mejores resultados compartiendo y colaborando que si lo hacemos de manera aislada y competitiva.  Si partimos de la idea que el conocimiento es una de las claves que explica la potencialidad del cambio, no estaríamos hablando de un bien rival, sino que precisamente la capacidad de cooperar, compartir o colaborar, permitirían multiplicar las potencialidades de innovación.  No es precisamente ocultando datos, aislando nuestros hallazgos o ideas, como conseguiríamos los mejores resultados, sino que precisamente sería hibridando esas ideas o datos con otros, cuando podríamos incrementar la eficacia y eficiencia del proceso innovador o creativo.  Por citar solo algunas referencias, las aportaciones de Hess-Ostrom (2007), Benkler (2006) o en tono más divulgativo, las de Rifkin (2014) o Mason (2015) apuntan en esa dirección, señalando los límites del modelo competitivo capitalista en ese nuevo escenario.

De esta manera se apunta a que la “sharing economy” (economía del compartir) está ya generando un sector (la economía P2P, Peer to Peer, o producción entre iguales basadas en el procomún, Bauwens, 2005; Kostakis-Bauwens, 2014), que puede ser una esperanza de reindustrialización y de nuevo desarrollo urbano y territorial.  La hipótesis sería que la combinación de investigación, programación digital por un lado y producción y consumo por el otro, podrían constituir una alternativa (de acceso libre y universal) innovadora y dinamizadora a la que hoy nos ofrece el capitalismo financiero, de software privativo y de monopolio en las plataformas de acumulación y distribución de datos.
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No es este el lugar para desplegar todas las consecuencias de este tipo de planteamiento, que, por otra parte, está dando lugar a una explosión de reflexiones y de prácticas en todo el mundo.  Es cierto, no obstante, que en los últimos tiempos empieza a manifestarse asimismo un cierto escepticismo o desencanto por la fuerza con que las plataformas y grandes conglomerados surgidos del modelo Silicon Valley, son capaces de controlar y apropiarse de la gran capacidad de innovación y renovación que la lógica del conocimiento y de la economía compartida conllevan (como ejemplo, Benkler, 2016).  Queremos aquí más bien centrarnos, en el espacio de que disponemos, en las potencialidades y límites del escenario urbano, de la ciudad, como espacio de dinámicas colaborativas y como ello ha sido recogido en la Declaración de Quito que ha culminado Hábitat III.
 
¿Smart City?

Imagen relacionadaCrece el interés por las ciudades como espacios de innovación tecnológica y de experimentación, en momentos en que, como decíamos, se están reformulando los formatos tradicionales de actividad económica en todo el mundo.  Un mundo cada vez más urbano.  Como se ha dicho reiteradamente, en el 2030 serán dos terceras partes de la humanidad las que vivirán en ciudades.  Las megaurbes ya no crecen como antes, pero ahora incrementan su población las ciudades de tamaño grande y medio.

En este contexto de alta densidad y de fuerte presencia simultánea de problemas y oportunidades, las posibilidades de implementar los avances tecnológicos son innegables.  Además, la gran ventaja es que lo local es lo más global.  Si piensas en temas, por ejemplo, de seguridad urbana, de residuos o de movilidad, fácilmente lo que apliques o comercialices en una ciudad lo puedes acabar usando en muchas otras ciudades.  Se abren muchas puertas para repensar procesos y estructuras.  Cambios que dejarán obsoletas ciertas empresas y actividades que no encuentren su lugar en esos nuevos escenarios, pero que abren muchísimas oportunidades para otros.

El concepto de “Smart City” fue, en este sentido, capaz de recoger e incorporar esas potencialidades y promesas.  Sugería cambio y superación del modelo fordista.  Prometía nuevas soluciones a viejos problemas de las ciudades, pero al mismo tiempo (como otros conceptos de moda) era suficientemente ambiguo para servir de almohada a lo que cada uno pretendiera.  Lo que va quedando claro es que en los últimos años, el liderazgo y la inversión vienen del lado de la oferta, del lado de las grandes corporaciones que han apostado por sistemas avanzados de información y tecnologías de la comunicación y que ahora invierten en el “Internet de las cosas”.  Muchas ciudades han acogido con entusiasmo esa perspectiva, al entender que este “solucionismo tecnológico” les permitía salir o prometer salir de situaciones de bloqueo o enfrentarse de manera aparentemente innovadora a problemas enquistados.  Hoy por hoy, el modelo de Smart City ha cuajado en una imagen de liderazgo tecnológico en la que predomina una lógica que calificaría de notablemente jerárquica, centralizada, tecnocrática y corporativa (Fernández, 2016).  Más centrada en resultados que en procesos.

La perspectiva dominante en esa línea apunta a una nueva gestión urbana con tres valores clave: más eficiencia, más seguridad y más sostenibilidad.  Esto se concreta en programas que buscan reducir el gasto energético, mejorar la gestión de residuos, favorecer la reducción de consumo de agua, facilitar mejoras en la movilidad urbana y ayudar a una mayor prevención de los delitos en el espacio público.  Todo muy prometedor y al mismo tiempo muy políticamente neutral.  Aparentemente todos ganan, nadie pierde.  Lo cierto es que no ha habido, más allá de la retórica y de experiencias más bien limitadas, demasiado espacio para que los ciudadanos expresen lo que quieren, cómo usan o cómo pueden utilizar esta tecnología de forma autónoma y transformadora, o cómo evitar los riesgos sobre privacidad y libertad que estas innovaciones generan o pueden generar.  Y en cambio, voces más críticas apuntan a que de momento esas novedades aumentan el consumismo y la dependencia de las instituciones hacia las empresas proveedoras.

En la Declaración de Quito es precisamente este mensaje aséptico, despolitizado y de neutralidad tecnológica el que se asume, considerando simplemente la perspectiva de “smart city” como una oportunidad para las ciudades en este complejo inicio de siglo.

¿Alternativas?

habitat3aPero, ¿hay alternativas?  Si vamos más allá del ámbito estrictamente tecnológico, la idea de que la ciudad pueda ser un espacio apropiado para experiencias colaborativas, nos acerca a la dinámica de innovación social y movilización comunitaria.  En este sentido, han ido surgiendo propuestas que exploran nuevos caminos desde lógicas de sistema abierto, con participación directa de la gente, buscando que la tecnología sirva para reforzar la democratización de la ciudad y de los propios recursos tecnológicos.  En algunos casos, con la reutilización de espacios vacíos para diversas utilidades y necesidades sociales (huertos urbanos), en otros con la gestión cívica de equipamientos públicos o de lugares ocupados, o con otras alternativas como monedas sociales (Subirats-García Bernardos, 2016)

También ha crecido el interés por ver en la ciudad un espacio privilegiado para replantear el dominio sobre el uso y la distribución de bienes considerados básicos, o bienes comunes, como el agua o la energía (Mattei, 2013).  Desde otra perspectiva, se apunta a que la ciudad es por sí misma un espacio “procomún”, por su naturaleza abierta, compartida entre sus habitantes, y que necesita ser gestionada para preservar sus cualidades en la línea de cualquier otro bien común.  Lo que implicaría entender el derecho a la ciudad como la expresión de la capacidad de sus habitantes de decidir sobre cómo gestionarla, cómo preservar sus recursos y espacios comunes, cómo asegurar su resiliencia.  Con lo que ello implica desde el punto de vista del sistema de gobierno colectivo necesario para preservar ese “procomún”, desde lógicas más horizontales, colaborativas y policéntricas.  Ello nos podría llevar a concepciones de co-producción de las políticas locales y de gobierno compartido (Foster-Iaione, 2016).

Es evidente que, en cualquiera de esas tesituras, la complementariedad entre nuevas concepciones sobre la ciudad, con la recuperación de la tradición comunitaria, y tecnología digital, será clave.  Lo importante es entender la tecnología, no solo como una herramienta, sino más allá, un nuevo espacio en el que explorar nuevas respuestas a las necesidades democráticas, sociales y ambientales de las ciudades, yendo más allá de las alternativas que no cambian las lógicas de fondo de los temas y que tampoco facilitan la apropiación ciudadana de estas nuevas oportunidades.  La fascinación tecnológica y los grandes efectos disruptivos que sus aplicaciones generan, está produciendo un efecto peligroso.  El brillo y la sensación de control que envuelve cada nuevo aparato o aplicación, nos impide fijarnos en quién controla el proceso, qué jirones de nuestra identidad se van desprendiendo, quién acaba gobernando ese nuevo mundo lleno de viejas desigualdades.

El debate central es el de la soberanía tecnológica, que a su vez conecta con el acceso y la apropiación de los datos o el grado de apertura y de acceso a los sistemas operativos y las dinámicas de innovación.  Y aquí de nuevo, los últimos epígrafes de la Declaración Final de Hábitat III se adhieren a lo prometedor que resulta esta capacidad de manejar y gestionar datos a gran escala generados por la ciudadanía de manera gratuita y desinteresada, sin poner en duda en ningún momento quién se apropia de esos datos, con qué fines y desde qué marcos cognitivos o de valores (O’Neil, 2016).  Es un juego muy desigual si se compara la fuerza mercantil y tecnológica de las grandes empresas y corporaciones presentes en el escenario con las capacidades de las ciudades que sirven de escenario para que ello ocurra.  Pero, es asimismo un incentivo para aquellos que quieran seguir dando la batalla por politizar una transformación que no tiene nada de natural, ya que sigue marginando y excluyendo personas y colectivos, y sigue distribuyendo desigualmente costes y beneficios.

El reto de la ciudad compartida, del derecho a la ciudad, pasa por saber y poder implicar a la ciudadanía en los procesos de diseño, creación y gestión de los recursos necesarios para la inclusión y el desarrollo humano en las ciudades, relacionando mejor necesidades y herramientas.  Internet puede facilitar el que avancemos en ciudades inteligentes que partan de la inteligencia compartida de sus habitantes y que aprovechen de manera democrática y soberana los datos que entre todos producimos.  Una ciudad en común y para el común (Rendueles-Subirats, 2016).  Nadie mejor que los ciudadanos comunes para innovar y mejorar.  Ciudadanos inteligentes en una ciudad compartida.  Democrática.

Joan Subirats es Dr. en Ciencias Económicas por la Universidad de Barcelona; Catedrático de Ciencia Política y fundador e investigador del Instituto de Gobierno y Políticas Públicas de la Universidad Autónoma de Barcelona.