Noam Chomsky: “La gente ya no cree en los hechos”

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Jan Martínez Ahrens-El País|

A punto de cumplir 90 años, acaba de abandonar el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts). Allí revolucionó la lingüística moderna y se convirtió en la conciencia crítica de Estados Unidos. ‘Babelia’ visita al gran intelectual en su nuevo destino, Arizona.

A lo largo de 60 años no hay lucha que se le haya escapado. Igual defiende la causa kurda que el combate contra el cambio climático.

Tan pronto aparece en una manifestación de Occupy Movement como respalda a los inmigrantes sin papeles. Inmerso en la agitación permanente, el joven que en los años cincuenta deslumbró al mundo con la gramática generativa y sus universales, lejos de dormirse en las glorias del filósofo, optó por el movimiento continuo. No importó que le acusasen de antiamericano o extremista. Él siempre ha seguido adelante, con las botas puestas, enfrentándose a los demonios del capitalismo. Ya sean los grandes bancos, los conglomerados militares o Donald Trump.

Incombustible, su última obra lo vuelve a confirmar. En Réquiem por el sueño americano (editorial Sexto Piso) vuelca a la letra impresa las tesis expuestas en el documental del mismo título y denuncia la obscena concentración de riqueza y poder que exhiben las democracias occidentales. El resultado son 168 páginas de Chomsky en estado puro. Vibrante y claro. Listo para el ataque.

—¿Se considera un radical?

—Todos nos consideramos a nosotros mismos moderados y razonables.

—Pues defínase ideológicamente.

—Creo que toda autoridad tiene que justificarse. Que toda jerarquía es ilegítima hasta que no demuestre lo contrario. A veces, puede justificarse, pero la mayoría de las veces no. Y eso…, eso es anarquismo.

Una luz seca envuelve a Chomsky. Después de 60 años dando lecciones en el Massachusetts Institute of Tech­nology (MIT), el profesor se ha venido a vivir a los confines del desierto de Sonora. En Tucson, a más de 4.200 kilómetros de Boston, ha abierto casa y estrenado despacho en el Departamento de Lingüística de la Universidad de Arizona. El centro es uno de los pocos puntos verdes de la abrasada ciudad. Fresnos, sauces, palmeras y nogales crecen en torno a un edificio de ladrillo rojo de 1904 donde todo queda pequeño, pero todo resulta acogedor. Por las paredes hay fotos de alumnos sonrientes, mapas de las poblaciones indígenas, estudios de fonética, carteles de actos culturales y, al fondo del pasillo, a mano derecha, el despacho del mayor lingüista vivo.

El lugar nada tiene que ver con el rompedor espacio de Frank Gehry que le daba cobijo en Boston. Aquí, apenas cabe una mesa de trabajo y otra para sentarse con dos o tres alumnos. Recién estrenada, la oficina de uno de los académicos más citados del siglo XX aún no tiene libros propios, y su principal punto de atención recae en dos ventanas que inundan de ámbar la estancia. A Chomsky, pantalones vaqueros, pelo largo y blanco, le gusta esa atmósfera cálida. La luz del desierto fue uno de los motivos que le hizo mudarse a Tucson. “Es seca y clara”, comenta. Su voz es grave y él deja que se pierda en los meandros de cada respuesta. Le gusta hablar con largueza. La prisa no va con él.

– ¿Vivimos una época de desencanto?

– Hace ya 40 años que el neoliberalismo, de la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, asaltó el mundo. Y eso ha tenido un efecto. La concentración aguda de riqueza en manos privadas ha venido acompañada de una pérdida del poder de la población general. La gente se percibe menos representada y lleva una vida precaria con trabajos cada vez peores. El resultado es una mezcla de enfado, miedo y escapismo. Ya no se confía ni en los mismos hechos. Hay quien le llama populismo, pero en realidad es descrédito de las instituciones.

– ¿Y así surgen las fake news (bulos)?

– La desilusión con las estructuras institucionales ha conducido a un punto donde la gente ya no cree en los hechos. Si no confías en nadie, por qué tienes que confiar en los hechos. Si nadie hace nada por mí, por qué he de creer en nadie.

-¿Ni siquiera en los medios de comunicación?

-La mayoría está sirviendo a los intereses de Trump.

– Pero los hay muy críticos, como The New York Times, The Washington Post, CNN…

– Mire la televisión y las portadas de los diarios. No hay más que Trump, Trump, Trump. Los medios han caído en la estrategia que ha diseñado Trump. Cada día les da un aliciente o una mentira para situarse él bajo los focos y ocupar el centro de atención. Entretanto, el flanco salvaje de los republicanos va desarrollando su política de extrema derecha, recortando derechos de los trabajadores y abandonando la lucha contra el cambio climático, que precisamente es aquello que puede terminar con todos nosotros.

-¿Ve en Trump un riesgo para la democracia?

– Representa un peligro grave. Ha liberado consciente y deliberadamente olas de racismo, xenofobia y sexismo que estaban latentes pero que nadie había legitimado.

– ¿Volverá a ganar?

– Es posible, si consigue retardar el efecto letal de sus políticas. Es un consumado demagogo y showman que sabe cómo mantener activa su base de adoradores. A su favor juega también que los demócratas están sumidos en la confusión y puede que no sean capaces de presentar un programa convincente.

-¿Sigue apoyando al senador demócrata Bernie Sanders?

-Es un hombre decente. Usa el término socialista, pero en él significa más bien new deal demócrata. Sus propuestas, de hecho, no le serían extrañas a Eisenhower [presidente por el Partido Republicano de 1953 a 1961]. Su éxito, más que el de Trump, fue la verdadera sorpresa de las elecciones de 2016. Por primera vez en un siglo hubo alguien que estuvo a punto de ser candidato sin apoyo de las corporaciones ni de los medios, solo con el respaldo popular.

-¿No advierte un deslizamiento hacia la derecha del espectro político?

– En la élite del espectro político sí que se ha registrado ese corrimiento; pero no en la población general. Desde los años ochenta se vive una ruptura entre lo que la gente desea y las políticas públicas. Es fácil verlo en el caso de los impuestos. Las encuestas muestran que la mayoría quiere impuestos más altos para los ricos. Pero esto nunca se lleva a cabo. Frente a esto se ha promovido la idea de que reducir impuestos trae ventajas para todos y que el Estado es el enemigo. ¿Pero quién se beneficia de que recorten en carreteras, hospitales, agua limpia y aire respirable?

– ¿Ha triunfado entonces el neoliberalismo?

-El neoliberalismo existe, pero solo para los pobres. El mercado libre es para ellos, no para nosotros. Esa es la historia del capitalismo. Las grandes corporaciones han emprendido la lucha de clases, son auténticos marxistas, pero con los valores invertidos. Los principios del libre mercado son estupendos para aplicárselos a los pobres, pero a los muy ricos se los protege. Las grandes industrias energéticas reciben subvenciones de cientos de millones de dólares, la economía high-tech se beneficia de las investigaciones públicas de décadas anteriores, las entidades financieras logran ayudas masivas tras hundirse…

Todos ellos viven con un seguro: se les considera demasiado grandes para caer y se los rescata si tienen problemas. Al final, los impuestos sirven para subvencionar a estas entidades y con ellas a los ricos y poderosos. Pero además se le dice a la población que el Estado es el problema y se reduce su campo de acción. ¿Y qué ocurre? Su espacio es ocupado por el poder privado y la tiranía de las grandes entidades resulta cada vez mayor.

-Suena a Orwell lo que describe.

-Hasta Orwell estaría asombrado. Vivimos la ficción de que el mercado es maravilloso porque nos dicen que está compuesto por consumidores informados que adoptan decisiones racionales. Pero basta con poner la televisión y ver los anuncios: ¿buscan informar al consumidor y que tome decisiones racionales? ¿O buscan engañar? Pensemos, por ejemplo, en los anuncios de coches. ¿Ofrecen datos sobre sus características? ¿Presentan informes realizados por entidades independientes? Porque eso sí que generaría consumidores informados capaces de tomar decisiones racionales. En cambio, lo que vemos es un coche volando, pilotado por un actor famoso. Tratan de socavar al mercado. Los negocios no quieren mercados libres, quieren mercados cautivos. De otro modo, colapsarían.

– Y ante esta situación, ¿no es demasiado débil la contestación social?

– Hay muchos movimientos populares muy activos, pero no se les presta atención porque las élites no quieren que se acepte el hecho de que la democracia puede funcionar. Eso les resulta peligroso. Puede amenazar su poder. Lo mejor es imponer una visión que te dice que el Estado es tu enemigo y que tienes que hacer lo que puedas tú solo.

-Trump emplea a menudo el término antiamericano, ¿cómo lo entiende?

– Estados Unidos es el único país donde por criticar al Gobierno te llaman antiamericano. Y eso supone un control ideológico, encender hogueras patrióticas por doquier.

– En algunos sitios de Europa también pasa.

– Pero nada comparable a lo que ocurre aquí, no hay otro país donde se vean tantas banderas.

– ¿Teme al nacionalismo?

-Depende, si significa estar interesado en tu cultura local, es bueno. Pero si es un arma contra otros, sabemos a donde puede conducir, lo hemos visto y experimentado.

-¿Cree posible que se repita lo que ocurrió en los años treinta?

– La situación se ha deteriorado; tras la elección de Barack Obama se desencadenó una reacción racista de enorme virulencia, con campañas que negaban su ciudadanía e identificaban al presidente negro con el anticristo. Ha habido muchas manifestaciones de odio. Sin embargo, Estados Unidos no es la República de Weimar. Hay que estar preocupados, pero las probabilidades de que se repita algo así no son altas.

– Arranca su libro recordando la Gran Depresión, un tiempo en el que “todo estaba peor que ahora, pero había un sentimiento de que todo iría mejor”.

-Me acuerdo perfectamente. Mi familia era de clase trabajadora, estaba en paro y no tenía educación. Objetivamente, era un tiempo mucho peor que ahora, pero había un sentimiento de que todos estábamos juntos en ello. Había un presidente comprensivo con el sufrimiento, los sindicatos estaban organizados, había movimientos populares… Se tenía la idea de que juntos se podía vencer a la crisis. Y eso se ha perdido. Ahora vivimos la sensación de que estamos solos, de que no hay nada que hacer, de que el Estado está contra nosotros…

-¿Tiene aún esperanzas?

-Claro que hay esperanza. Aún hay movimientos populares, gente dispuesta a luchar… Las oportunidades están ahí, la cuestión es si somos capaces de tomarlas.

Chomsky termina con una sonrisa. Deja vibrando en el aire su voz grave y se despide con extrema cortesía. Luego sale del despacho y baja las escaleras de la facultad. Afuera, le esperan Tucson y la luz seca del desierto de Sonora.

El pensador que no duerme

Ángel J. Gallego| La gran contribución de Noam Chomsky a la ciencia y la cultura contemporáneas es el estudio del lenguaje como ventana hacia la mente y no solo como instrumento para comunicarse.

Noam Chomsky (izquierda) en 1967 en su despacho del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) con un estudiante.
Chomsky (izq) en 1967 en su despacho del MIT
Animado por Juan Uriagereka, vi a Noam Chomsky por primera vez en octubre de 2005, en su despacho del MIT, el mismo que utilizaba hasta hace pocos meses. Nervioso, vi entrar a un tipo en vaqueros, zapatillas y el pelo sin arreglar. Recuerdo que, mientras discutíamos ideas de mi tesis (que no le convencían y siguen sin convencerle), sacó un bocadillo y me preguntó si gustaba y si me importaba que comiese. Más tarde, su secretaria me explicó que intentaba organizarle reuniones cortas, porque él no pararía ni para estirar las piernas. Me pareció un personaje tan excepcional como sencillo, y estamos hablando de un hombre que va a cumplir 90 años y que responde cientos de correos a diario.

La principal contribución de Chomsky a la lingüística se fundamenta en la idea de que el lenguaje es una facultad biológica del cerebro humano, el único “programado” para procesos computacionales lingüísticos. Chomsky nos invita a considerar, por tanto, que, además de sus dimensiones artística, social y regulativa, el lenguaje es un objeto cognitivo-biológico que puede estudiarse científicamente: hay en ello una “ventana hacia la mente” y no solo un “instrumento para comunicarse”.

Explicar las implicaciones de este enfoque es complicado. Chomsky lo intenta recientemente en ¿Por qué solo nosotros? (2016) y ¿Qué clase de criaturas somos? (2017). En charlas divulgativas, cuenta que la investigación lingüística cuando él era joven resultaba aburrida. Investigar consistía en seleccionar unos datos y aplicar un análisis de manera mecánica, como quien aplica un protocolo. Los estudiantes pensaban que no había preguntas que hacer, cosas que descubrir. Todo ello recuerda mucho la forma en que John Keating, en El club de los poetas muertos, nos dice que no debe analizarse la poesía (cuando pide a sus alumnos que arranquen la primera página de un manual de literatura, esa que mide los poemas en sistemas de coordenadas).

En su obra, Chomsky anima a sorprenderse con (y hacerse preguntas sobre) lo más simple y obvio de la realidad, ya que es entonces cuando empieza la ­ciencia. En el estudio del lenguaje, no obstante, rara vez sucede eso. He dado clase a alumnos en los ­primeros años de universidad durante mucho tiempo y su respuesta ante este planteamiento ha ido desde la perplejidad hasta la indignación. Hay muchos hechos “simples y obvios” en el lenguaje, a los que no damos importancia. Un ejemplo trivial: en español, el sujeto concuerda con el verbo en número y persona. No es normal preguntar por qué. Al fin y al cabo, ¿para qué querríamos saberlo? ¿Qué tiene de interesante? Simplemente sucede. Ciertamente: sucede. Como sucede que caen las manzanas de los árboles (y ­Newton decidió sorprenderse al verlo). En el colegio nos limitábamos a memorizar esas observaciones y a aplicarlas usando el tipo de análisis mecánico que critica Chomsky. Sin embargo, esa concordancia no se da en chino y en vasco afecta también a los objetos: luego algo hay que pasa aquí pero no allá, y deberíamos explicarlo.

El interés por la lingüística de algunos de mis colegas proviene de su afinidad con las ideas políticas de Chomsky. Noam Chomsky: “La gente ya no cree en los hechos”¿Cuál es la conexión entre ambas? La filosofía chomskyana parte del hecho de que sabemos más de lo que nos enseñan. Hay un componente innato en el ser humano que no se potencia lo suficiente. Eso se ve claramente en el lenguaje, pero puede extrapolarse a la ética y la estética. Así pues, si se considera que hace falta desarrollar las capacidades de todo el mundo, se está cerca de un modelo anarquista, en el sentido de contrario a un modelo creado por una élite, y en contra de las limitaciones impuestas por el tal modelo. No sé si Chomsky estaría del todo de acuerdo con esta formulación, pero creo que sí.

He tenido el privilegio de trabajar con él puntualmente, pero me resulta difícil explicar mi experiencia. Lo dejo para Howard Lasnik: “Recuerdo perfectamente llegar a las nueve de la mañana a su casa el primer día después del final del semestre. Chomsky me llevó a su estudio y cada palmo del suelo estaba cubierto: con libros, revistas y periódicos de todo el mundo. Los libros y revistas eran de lingüística, filosofía, psicología, historia, política y muchos otros temas. Él los había leído, o estaba leyéndolos, todos. Tuvo que abrir un camino para que pudiera entrar, darme una silla y una mesa para escribir —sí, escribir: aún no había ordenadores—. […] Seguimos reuniéndonos así durante unas dos semanas, excepto cuando tenía que ir a algún sitio a dar una clase (algo que hacía un par de cientos de veces al año). […] Noam me dijo una tarde: ‘Creo que está bastante bien: tenemos un argumento sólido sobre todas estas cuestiones y sabemos cómo queremos expresarlo. ¿Por qué no me dejas todo el material y yo me encargo de redactar un primer borrador?’. Me había dicho eso a las siete de la tarde. A las nueve de la mañana siguiente se plantó en mi casa con un manuscrito de cincuenta páginas”.

Lasnik también comenta —no por escrito— que el segundo día de trabajo decidió llevar bocadillos para ambos, porque el primero no se detuvieron ni para comer. Alguien me contó una vez que preguntaron a Chomsky cómo hacía para trabajar tanto. Que si no dormía. Parece que respondió: “Para nada: yo duermo cuatro horas diarias, como todo el mundo”.

 *Ángel J. Gallego es lingüista y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona.