La forma de presentarlo suena pomposa: “reformas de segunda generación”. Irradia cierto perfume de modernidad. Es un nuevo espejismo. La derecha se especializa en eso. El presidente Javier Milei somete al país a una situación neocolonial con Estados Unidos y genera el espejismo de que traerá desarrollo. Que los estadounidenses aterrizarán con cientos de valijas cargadas con miles de millones de dólares para invertir en sectores productivos.

Luego viene la realidad: Argentina gasta 301 millones de dólares para comprar 24 F16 de fabricación estadounidense que Dinamarca quería vender porque estaban quedando obsoletos. Milei es como una persona que festeja comprar un auto usado.

Lo mismo ocurre cuando se lee lo que publicó la Casa Blanca en noviembre pasado presentando un supuesto acuerdo comercial. EE UU impone reglas que golpean a la industria farmacéutica, la automotriz; que limitan las relaciones de inversión con China y, a cambio, aumenta el cupo de carne. Será recordado como uno de los peores acuerdos de la historia nacional.

Ahora vienen las “reformas de segunda generación”. La más importante para el gobierno es la laboral. El objetivo: destruir uno de los mejores rasgos que tiene la Argentina y que no se repite en ningún país de Hispanoamérica, la fuerza de los sindicatos. Para encontrar gremios con la fuerza de los argentinos hay que viajar hasta Alemania o Inglaterra. Como ocurre siempre con la derecha, todo lo que se parece a los países del capitalismo avanzado lo quieren destruir: los sindicatos fuertes, las universidades públicas, la investigación científica, la producción cultural. Las pocas cosas en las que Argentina puede compararse con Francia, Alemania, Inglaterra, son las que la derecha quiere desterrar.

Resurge ese discurso retorcido que compite con un contorsionista hindú: para que el país se desarrolle y la población viva mejor primero hay que empobrecerla. La idea penetra por el enorme aparato de propaganda que la repite día y noche, los Feinmann, los Viale, los Majul. Para ser desarrollado hay que destruir la universidad, la ciencia, la cultura, el salario de los trabajadores. Es el mundo al revés de la derecha argentina. La otra pata de la ecuación es culpar a los políticos peronistas y los sindicalistas de todos los males del universo y señalarlos como delincuentes.

El pueblo argentino tiene que pagar la luz, el gas y la nafta como en Francia, pero cobrando salarios africanos y no franceses. Tiene que acostumbrarse a no comer carne. ¿Por qué un trabajador argentino va a comer asado si en Perú o Bolivia se arreglan con arroz, porotos, y algún pedacito de pollo? ¿Acaso son alemanes los trabajadores argentinos? Este es el razonamiento del establishment local.

El presidente del Banco Central, Santiago Bausili, dijo en el canal de extrema derecha Carajo que su modelo era Perú. No Australia, Canadá o al menos España. Es raro que el ejemplo a seguir sea un país que tiene menos desarrollo industrial y científico; menos producción de cine, libros, obras de teatro que la Argentina. Un país con el doble de pobreza estructural. ¿Por qué viven 200 mil hermanos peruanos en Argentina y sólo 8300 argentinos en Perú? A los ojos de Bausili deben ser todos tontos. La verdad es que no. Simplemente porque en Argentina, con todos sus problemas, hay más oportunidades de progreso.

Si el “modelo a seguir” son países menos desarrollados quiere decir que el objetivo es hacer que la Argentina retroceda. Eso explicaría con mucha nitidez la mayoría de las decisiones del gobierno. El próximo modelo quizás sea algún país del centro de África.

Es tan desquiciante plantearle a una sociedad que para desarrollarse primero tiene que ser más pobre que la única manera de hacerlo es generar un clima de confusión y odio. Los juicios contra Cristina son parte de la receta para empobrecer a la población. Milei va por todo en las sesiones extraordinarias del Congreso Nacional. Es de esperar que el aparato de propaganda profundice su accionar.