Medio siglo de frustraciones en el Vaticano
ABRAHAM SANTIBÁÑEZ| En 1964 ocurrió un incidente ya olvidado en el Concilio… que pudo marcar un punto crucial en lo que vino después, incluyendo la renuncia de Benedicto XVI.
El miércoles 13 de febrero, apenas 48 horas después de dar a conocer su decisión de renunciar, Benedicto XVI empezó a entregar sus motivos con cuenta gotas. En la celebración del Miércoles de Ceniza en San Pedro, habló en su italiano suave y educado:
“Pienso en particular en los atentados contra la unidad de la Iglesia y en las divisiones en el cuerpo eclesial”, dijo. Recomendó superar “individualismos y rivalidades”. Recordó también que Jesús denunció la “hipocresía religiosa, el comportamiento de quienes buscan el aplauso y la aprobación del público”. Poco antes, en la audiencia general, pidió “superar la tentación de usar a Dios para sus propios intereses…”.
Da la sensación bdee que es el último mensaje de quien se cansó de la guerrilla interna. El peso de los años está claramente detrás de su anuncio del lunes 11, repetido una y otra vez por todos los medios de comunicación:
“… En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.
Como se fue viendo en los días siguientes, hay algo más que la evidente carga de la edad. Mucho más, tal vez.
Una clave, para entenderlo se remonta, a mi modo de ver, a más de medio siglo atrás, a la forma cómo se desarrolló el Concilio Vaticano II, anunciado por Juan XXIII el 25 de enero de 1959, apenas tres meses después de haber sido elegido.
Juan XXIII no tuvo entonces rechazo público alguno cuando dio a conocer su iniciativa que definió “como una flor espontánea de una primavera inesperada”, “un rayo de luz celestial”.
Esperanzas y dificultades
El Vaticano II debía ser un Concilio de “diálogo, de apertura, de reconciliación y de unidad”. Sin embargo, no fueron pocos los obstáculos solapados que se cruzaron en el camino. Se presentaron desde el período preparatorio hasta su desarrollo mismo y, aunque oficialmente no se reconoce en la Iglesia Católica la existencia de sectores “conservadores” y “progresistas”, más de una vez emergieron sus diferencias. La “nomenklatura” del Vaticano, como la de la desaparecida Unión Soviética, difícilmente aceptaría una reducción de su poder.
Lo planteó crudamente el sacerdote belga José Comblin, destacado exponente de la Teología de la Liberación, en un comentario en la página electrónica de Reflexión y Liberación publicado en junio de 2011:
“Cuando Juan XXIII anunció la convocación del Concilio Vaticano II, la Curia romana organizó el sabotaje de la preparación del Concilio. No consiguió impedir su realización, pero continuó organizando la oposición durante todo el Concilio. El temor de la Curia era que los obispos adquiriesen mayor autonomía, lo que era justamente la esperanza de muchos obispos. Durante todo el Concilio los obispos tuvieron conciencia de que había un combate permanente entre ellos y la Curia romana y que el Papa no podía o no quería decidir”.
Durante cuatro años de reuniones en Roma, el Concilio terminó siendo un gran éxito de relaciones públicas: “Tuvo la mayor cobertura informativa que cualquier otro acontecimiento religioso”, escribió “Xavier Rynne”, seudónimo del P. Francis X. Murphy, autor del libro en cuatro tomos anuales “Cartas desde el Vaticano”. “Más de mil periodistas asistieron a la inauguración del encuentro y su esfuerzo por lograr información auténtica y atractiva significó a fin de cuentas una gran educación para ellos y, a través de ellos, de millones de personas a las cuales la Iglesia difícilmente habría logrado llegar”.
No cabe duda que Juan XXIII fue el gran impulsor de esta imagen.
Para una gran mayoría de católicos (y también de fieles de otras confesiones) el Vaticano II significó en definitiva una gran esperanza. Era el esperado momento del aggiornamento de una Iglesia desafiada por múltiples acontecimientos. Además del impacto entre los políticos e intelectuales que percibieron el evento como un gran hito en la historia del siglo XX, millones de seres humanos “de a pie” se sintieron convocados por esta propuesta.
El uso de los idiomas vernáculos en vez del latín y el tratamiento en público de temas hasta entonces vedados, ayudaron a popularizar la idea de grandes cambios. Pero temas como el ecumenismo, en el cual el Papa Juan había depositado grandes esperanzas, reforzado por un reconocimiento de la libertad religiosa, fueron quedando atrás. Se avanzó poco en modernizar la administración (incluso financiera) de la Iglesia Católica. Como se recuerda en la cita del P. Comblin, el concepto de la “colegialidad” sólo tuvo avances limitados.
Optimismo prematuro
Hasta 1964, cuando se desarrolló la tercera sesión anual, el Concilio parecía avanzar sin graves tropiezos. La reunión de 1962, presidida por el propio Juan XXIII, y la de 1963, a cargo de Paulo VI, tuvieron que enfrentar el desafío de un encuentro sin precedentes, único por sus dimensiones. Aunque había habido un gran trabajo previo, en 1962 todavía quedaban detalle nada pequeños de organización, de estructura y sobre todo, de actitud.
Lo dijo claramente el Papa en su discurso inaugural, cuando invitó a optar por la misericordia frente a la severidad, a proceder mediante la enseñanza positiva adaptada a las necesidades de nuestro tiempo más que formulando condenas.
En un párrafo de su exposición, reafirmó categóricamente su convencimiento “de la dignidad de la persona humana como un valor supremo”.
Un año después, Paulo VI confirmó esta línea.
Aunque se había avanzado mucho, 1964 debía ser el año definitivo, el de las grandes decisiones. La culminación de muchas esperanzas.
En septiembre, en una entrevista que me concedió en Roma y que publicó el diario El Mercurio, el cardenal Raúl Silva Henríquez se explayó con optimismo acerca de diversos temas, en especial el de la colegialidad (“una doctrina muy antigua en la Iglesia”).
Recordó que solamente después del Concilio de Trento habían surgido dudas al respecto. Pero esta vez, dijo, al afirmar y consolidar la doctrina básica, el Vaticano II abría perspectivas insospechadas: la “idea de un Senado”, por ejemplo. Me explicó que sería une cuerpo colegiado, designado por el Papa “entre los obispos para asesorarlo en el gobierno… Así mismo, creo que de la colegialidad nacerá una descentralización paulatina de la Iglesia”.
Pocos días más tarde, el padre Lázaro, su secretario personal, me confirmó esta visión optimista: “El Concilio va sumamente rápido. Nos obliga a correr”, le habría comentado el Cardenal.
La sensación imperante era que el sector tradicionalista estaba perdiendo fuerza: muchos obispos, me comentó otro chileno, que “no se atrevían a oponerse (a los conservadores), ahora han visto que la gran mayoría está con Juan XXIII y Paulo VI, y se han atrevido a exponer sus opiniones”.
Un aspecto fundamental era la declaración sobre “La libertad religiosa”. En una intervención, el 23 de septiembre, hablando a nombre de 58 padres conciliares, el Cardenal Silva resaltó su importancia: “Va a ayudar a que la opinión pública no siga creyendo que los católicos tienen dos opiniones sobre la libertad religiosa: una cuando son minoría y otra distinta cuando son mayoría en un determinado país”.
En la entrevista ya mencionada fue enfático:
“Esta es una cuestión muy difícil y ha sido muy discutida en el Concilio. Con ella se va a crear un ambiente de libertad religiosa que nadie pueda destruir”.
Pero el sector tradicional no estaba callado ni derrotado. Significativamente, un profesor del Instituto Lateranense afirmó entonces y así lo recogió la prensa, que “pasarían 40 años antes que la Iglesia se pueda recuperar del desastre causado por Juan XXIII”.
El tema de la libertad religiosa, que el Cardenal creía zanjado, pondría en evidencia las grandes dificultades del debate.
“Bomba” periodística
El lunes 12 de octubre de 1964, justo un mes después de inaugurada la sesión de ese año, estalló un revelador escándalo. La chispa la encendió el chileno Gastón Cruzat, encargado entonces de la oficina de prensa del Consejo Episcopal Latinoamericano, Celam.
Cruzat informó que 17 cardenales[1], principal pero no exclusivamente europeos, incluyendo al chileno Silva Henríquez, le había expresado al Papa -mediante una carta- su “preocupación e inquietud” por el obstruccionismo de las autoridades del Concilio.
Los prelados señalaban su desazón (“magna cum dolore”) ante el anuncio de someter la crucial declaración sobre libertad religiosa, aprobada “en suma concordancia con el deseo de la mayoría”, a una comisión revisora. Peor aún, señalaban, era el hecho de que tres de los cuatro integrantes “contradicen la orientación del Concilio sobre esta materia”[2].
Igualmente, se habían enterado que la declaración sobre los judíos dejaría de ser un documento independiente y se encasillaría dentro del texto sobre el ecumenismo. La decisión la había comunicado “por orden superior” el Secretario General del Concilio, monseñor Pericle Felici, al cardenal Agostino Bea, presidente de la comisión para la Unión de los Cristianos.
Inicialmente se interpretó que la expresión “por orden superior” se refería al Papa, pero posteriormente el propio Felice explicó que provenía del cardenal Cicognani.
El martes 13, se informó que el propio Paulo VI le había dado seguridades al cardenal Bea de que se respetaría el reglamento y, por lo tanto, ambas declaraciones seguirían su curso normal. Aunque Cruzat, quien destapó inicialmente el problema, se vio obligado a renunciar, en el ambiente quedó entonces la sensación de que la gran crisis había sido superada positivamente. Las declaraciones de Paulo VI así lo garantizaban.
No fue así.
En la víspera del cierre de las reuniones de ese año, la Presidencia del Concilio, mayoritariamente conservadora, anunció que la votación de la declaración sobre libertad religiosa se aplazaría hasta 1965. En diciembre, en un informe del propio Gastón Cruzat, publicado en el semanario La Voz, de propiedad del Arzobispado de Santiago de Chile, se señaló que tal decisión “causó hondo desaliento” en la gran mayoría de los padres conciliares.
El Concilio finalizó un año después.
Cumplió en muchos aspectos con la esperanza de Juan XXIII de abrir las ventanas del Vaticano para “dejar entrar una corriente de aire fresco”. Como está dicho, se produjeron cambios importantes… Pero hasta ahora se mantiene una nebulosa en torno a las finanzas del Vaticano (incluyendo no pocos manejos oscuros) y no se cambió la estructura de poder, en especial de la Curia, su administración central.
No se planteó durante el Concilio, pero ahora es evidente que los escándalos de pedofilia pudieron manejarse mejor si hubiera habido menos secretismo en las altas esferas. En esta delicada materia, el esfuerzo del Papa Benedicto no tuvo el éxito que se esperaba en la medida que tropezó con costumbres muy arraigadas. Pero, al menos, permitió un gran paso: actualmente las denuncias no pasan inadvertidas ni quedan abandonadas en una gaveta cardenalicia. Debe haber sido una gran frustración para Joseph Ratzinger, joven sacerdote alemán que en 1964 estaba en Roma como asesor del cardenal Josef Frings (firmante de la carta de octubre y encargado de llevarla al Papa). Según el cardenal francés Henri de Lubac, el sacerdote Ratzinger tenía un papel decisivo. En su libro “Entretien autour du Vatican II” (Conversación acerca del Vaticano II) escribió que “Ratzinger, uno de los expertos del Concilio, también era el secretario privado del viejo cardenal Frings, arzobispo de Colonia. Ciego, el viejo cardenal la mayoría de las veces utilizaba a su secretario para que le escribiera sus intervenciones”.
Se refería a una situación ocurrida en 1963, pero igualmente posible un año después.
Ratzinger, hasta este año Benedicto XVI, sabe mejor que nadie qué se logró y que no durante el Concilio, en especial en la lucha por despojar a la Curia de su poder.
Es posible que, al comprobar que todavía falta mucho por hacer, se sintiera superado por la burocracia y, finalmente, optara por la renuncia. Nunca sabremos cuán importante fue este incidente de 1964, pero vale la pena tenerlo presente.
NOTAS
[1] La lista completa de los cardenales firmantes, según reveló Le Monde, es la siguiente: König, de Viena; Doepfner, de Munich; Alfrink, de Utrecht; Suenens, de Malinas: Lefebvre, Lienart, Feltin y Richaud, de Francia; Ritter y Meyer, de Estados Unidos; Silva Henríquez, de Chile; Landázuri, de Perú; Quintero, de Venezuela; Rugambwa, de Tangañika, Lercaro, de Bolonia (el único italiano), y Frings, de Colonia, encargado de llevar la carta al Papa.
[2] El texto de la carta fue publicado en Le Monde, con la firma de su prestigioso corresponsal Henri Fesquet.
* A partir de septiembre de 1964 fuEsubdirector de la oficina de información del Celam, en Roma. En ese período fuE testigo presencial de la historia que aquí se cuenta. Después de la renuncia de Gastón Cruzat dejé el cargo.