Lula. Tristeza y política
Diego Galeano |
Hay que decirlo: se escuchan alaridos gozosos, aplausos, estallidos de fuegos artificiales. No quiero ocultar esa mierda con una narrativa épica que me sostenga. Pero tampoco quiero llamarlo alegría: no es una pasión alegre, sino una manifestación de venganza y odio de clase. La disputa por la producción de alegría y tristeza marcó la política brasilera y atravesó los meandros más ínfimos – diría, más íntimos – de mi vida cotidiana desde que vivo en Río de Janeiro, hace más de una década.
Mientras Lula gobernaba, mientras la pobreza, el hambre y la desigualdad disminuían al punto de percibirlo en los niveles más epidérmicos de lo social, uno escuchaba frases que le parecían espasmos casi mortuorios de un orden señorial y esclavista (así pensábamos) en franca decadencia.
Y esos espasmos siempre eran reacciones contra la alegría de los pobres y, en particular, de la población negra. “Este aeropuerto parece una terminal de micros”, se oía en reacción al nuevo perfil de los viajeros de avión. “A esta playa no se puede venir más”, tras la llegada de una estación de subte a Ipanema, allá por el 2009, que los sábados y domingos empezaba a acarrear multitudes alegres de trabajadores de la zona norte a las costas recoletas de la zona sur. Llegué a escuchar – así como si nada, en una cena de una familia de clase media paulista – la expresión “odio a los pobres” que recibían beneficios para comprar entradas al Mundial de Fútbol de 2014.
Odio al derecho a la ciudad, odio a la mezcla, odio a la diversión, odio al descanso, odio a la alegría de quien debería estar triste. Callado y triste. El golpe de 2016 y todo lo que se sucedió después hasta la prisión de Lula hoy, puede leerse como una máquina de producción de tristeza colectiva.
Y en esa clave puede leerse también el extraordinario hecho político que Lula produjo a partir de su mandato de prisión. Al ignorar el plazo del juez Moro, presentado como una concesión piadosa de quien supo violar todas las leyes y normas procesales, Lula eligió construir un nuevo acto de alegría envuelto en abrazos.
Bromeó hasta el último minuto, buscó una sonrisa que es resistencia, en el sentido menos reactivo de esa palabra. La perseverancia de Lula es una lección de democracia. No de la democracia representativa y parlamentar, que a veces puede transformarse en un bien, otras veces en un mal menor, otras en un show de horrores como en el Brasil actual.
La de Lula es una lección de democracia entendida como ejercicio de desobediencia ante los poderes que buscan saquear la alegría colectiva y producir tristeza. Es difícil no estar triste hoy, pero no podemos olvidar que la lucha entre pasiones alegres y pasiones tristes sigue abierta.