Los últimos días de Gaza
Chris Hedges – Voces del Mundo
Este es el final. El último capítulo sangriento del genocidio. Pronto habrá terminado. Quedan algunas semanas. Como mucho. Dos millones de personas acampan entre los escombros o al aire libre. Cada día mueren y resultan heridas decenas de personas por los proyectiles, misiles, drones, bombas y balas israelíes. Carecen de agua potable, medicinas y alimentos. Han llegado a un punto de colapso. Enfermos. Heridos. Aterrorizados. Humillados. Abandonados. Desposeídos. Muertos de hambre. Desesperados.
En las últimas páginas de esta historia de terror, Israel está atrayendo sádicamente a los palestinos hambrientos con promesas de comida, atrayéndolos a la estrecha y congestionada franja de tierra de nueve millas que limita con Egipto. Israel y su cínicamente llamada Fundación Humanitaria de Gaza (GHF, por sus siglas en inglés), al parecer financiada por el Ministerio de Defensa de Israel y el Mossad, están utilizando el hambre como arma. Está atrayendo a los palestinos al sur de Gaza de la misma manera que los nazis atraían a los judíos hambrientos del gueto de Varsovia para que subieran a los trenes que los llevaban a los campos de exterminio. El objetivo no es alimentar a los palestinos. Nadie sostiene seriamente que haya suficiente comida o centros de ayuda. El objetivo es apiñar a los palestinos en recintos fuertemente custodiados y deportarlos.
¿Qué vendrá después? Hace tiempo que dejé de intentar predecir el futuro. El destino tiene una forma de sorprendernos. Pero habrá una explosión humanitaria final en el matadero humano de Gaza. Lo vemos con las multitudes de palestinos que luchan por conseguir un paquete de alimentos, lo que ha provocado que contratistas privados israelíes y estadounidenses maten a tiros al menos a 130 personas e hieran a más de 700 en los primeros ocho días de distribución de ayuda. Lo vemos en el armamento, facilitado por Benjamin Netanyahu, a bandas vinculadas al ISIS en Gaza que saquean los suministros de alimentos. Israel, que ha eliminado a cientos de empleados de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA), médicos, periodistas, funcionarios y policías en asesinatos selectivos, ha orquestado la implosión de la sociedad civil.

Sospecho que Israel facilitará una brecha en la valla a lo largo de la frontera con Egipto. Los palestinos desesperados se precipitarán hacia el Sinaí egipcio. Quizás termine de otra manera. Pero terminará pronto. Los palestinos no pueden aguantar mucho más.
Nosotros, participantes plenos en este genocidio, habremos logrado nuestro demencial objetivo de vaciar Gaza y expandir el Gran Israel. Bajará el telón del genocidio retransmitido en directo. Nos habremos burlado de los omnipresentes programas universitarios de estudios sobre el Holocausto, diseñados, al parecer, no para equiparnos para poner fin a los genocidios, sino para deificar a Israel como una víctima eterna con licencia para llevar a cabo matanzas masivas. El mantra del «nunca más» es una broma. La comprensión de que cuando tenemos la capacidad de detener un genocidio y no lo hacemos somos culpables no se aplica a nosotros. El genocidio es política pública. Respaldado y sostenido por nuestros dos partidos gobernantes.
No hay nada más que decir. Quizás ese sea el objetivo. Dejarnos sin palabras. ¿Quién no se siente paralizado? Y quizás, ese también sea el objetivo. Paralizarnos. ¿Quién no está traumatizado? Y quizás eso también estuviera planeado. Parece que nada de lo que hagamos puede detener la matanza. Nos sentimos indefensos. Nos sentimos impotentes. El genocidio como espectáculo.
He dejado de mirar las imágenes. Las filas de pequeños cuerpos cubiertos con sábanas. Los hombres y mujeres decapitados. Las familias quemadas vivas en sus tiendas. Los niños que han perdido extremidades o están paralizados. Las máscaras mortuorias calcáreas de los que fueron sacados de debajo de los escombros. Los lamentos de dolor. Los rostros demacrados. No puedo.
Este genocidio nos perseguirá. Resonará en la historia con la fuerza de un tsunami. Nos dividirá para siempre. No hay vuelta atrás.
¿Y cómo lo recordaremos? No recordándolo.
Una vez que haya terminado, todos los que lo apoyaron, todos los que lo ignoraron, todos los que no hicieron nada, reescribirán la historia, incluida su historia personal. Era difícil encontrar a alguien que admitiera haber sido nazi en la Alemania de la posguerra, o miembro del Ku Klux Klan una vez que terminó la segregación en el sur de Estados Unidos. Una nación de inocentes. Incluso víctimas. Será lo mismo. Nos gusta pensar que habríamos salvado a Ana Frank. La verdad es otra. La verdad es que, paralizados por el miedo, casi todos sólo nos salvaríamos a nosotros mismos, incluso a costa de otros. Pero esa es una verdad difícil de afrontar. Esa es la verdadera lección del Holocausto. Mejor borrarla.
En su libro «One Day, Everyone Will Have Always Been Against This», Omar El Akkad escribe:
Si un dron vaporizara a un alma anónima al otro lado del planeta, ¿quién de nosotros querría armar un escándalo? ¿Y si resultara ser un terrorista? ¿Y si la acusación por defecto resultara cierta y, por implicación, se nos tachara de simpatizantes de los terroristas, se nos condenara al ostracismo y se nos gritara? Por lo general, lo que más motiva a la gente es lo peor que les podría pasar. Para algunos, lo peor que podría sucederles es que su linaje se extinguiera en un ataque con misiles. Toda su vida se convertiría en escombros y todo ello se justificaría de forma preventiva en nombre de la lucha contra los terroristas, que son terroristas por defecto por haber sido asesinados. Para otros, lo peor que podría sucederles es que les gritaran.
Pueden ver mi entrevista con El Akkad aquí.
No se puede diezmar a un pueblo, llevar a cabo bombardeos intensivos durante 20 meses para destruir sus hogares, pueblos y ciudades, masacrar a decenas de miles de personas inocentes, establecer un asedio para provocar una hambruna masiva, expulsarlos de la tierra donde han vivido durante siglos y no esperar una reacción violenta. El genocidio terminará. Comenzará la respuesta al reinado del terror estatal. Si creen que no será así, es que no saben nada sobre la naturaleza humana ni sobre la historia. El asesinato de dos diplomáticos israelíes en Washington y el ataque contra los partidarios de Israel en una protesta en Boulder, Colorado, son sólo el comienzo.

Chaim Engel, que participó en el levantamiento del campo de exterminio nazi de Sobibor, en Polonia, describió cómo, armado con un cuchillo, atacó a un guardia del campo.
«No es una decisión», explicó Engel años más tarde. «Simplemente reaccionas, reaccionas instintivamente a eso, y pensé: «Hagámoslo, vamos a hacerlo». Y fui. Fui con el hombre de la oficina y matamos a ese alemán. Con cada puñalada, decía: «Esto es por mi padre, por mi madre, por toda esta gente, por todos los judíos que matasteis».
¿Espera alguien que los palestinos actúen de otra manera? ¿Cómo deben reaccionar cuando Europa y Estados Unidos, que se erigen en vanguardia de la civilización, respaldaron un genocidio que masacró a sus padres, a sus hijos, a sus comunidades, ocupó sus tierras y redujo sus ciudades y hogares a escombros? ¿Cómo no van a odiar a quienes les hicieron esto?
¿Qué mensaje ha transmitido este genocidio no sólo a los palestinos, sino a todos los habitantes del Sur Global?
Es inequívoco: No importáis. El derecho humanitario no se aplica a vosotros. No nos importa vuestro sufrimiento, el asesinato de vuestros hijos. Sois alimañas. No valéis nada. Merecéis ser asesinados, morir de hambre y ser desposeídos. Deberíais ser borrados de la faz de la tierra.
«Para preservar los valores del mundo civilizado, es necesario prender fuego a una biblioteca», escribe El Akkad:
Volad una mezquita. Incinerad olivos. Vestíos con la lencería de las mujeres que huyeron y luego haced fotos. Arrasad universidades. Saquead joyas, obras de arte, comida. Bancos. Arrestad a niños por recoger verduras. Disparad a niños por lanzar piedras. Hacer desfilar a los capturados en ropa interior. Rompedle los dientes a un hombre y metedle un cepillo de water en la boca. Soltar perros de combate contra un hombre con síndrome de Down y luego dejarlo morir. De lo contrario, el mundo incivilizado podría ganar.
Hay personas a las que conozco desde hace años con las que nunca volveré a hablar. Saben lo que está pasando. ¿Quién no lo sabe? No se arriesgarán a alienarse de sus colegas, a ser tachados de antisemitas, a poner en peligro su estatus, a ser reprendidos o a perder sus puestos de trabajo. No se arriesgan a morir, como lo hacen los palestinos. Se arriesgan a mancillar los patéticos monumentos de estatus y riqueza que han pasado toda su vida construyendo. Ídolos. Se inclinan ante estos ídolos. Adoran a estos ídolos. Son esclavos de ellos.
Pero a los pies de esos ídolos yacen decenas de miles de palestinos asesinados.
*Chris Hedges es un escritor y periodista ganador del Premio Pulitzer en 2002. Fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.
*Originalmente publicado por The Chris Hedges Report.