¿Los opositores a sueldo son sicarios, mercenarios o agentes extranjeros?
Clodovaldo Hernández |
Ya el genocida en serie Elliot Abrams había dejado claro, hace varios meses, que el gobierno de Estados Unidos paga los costos de la por él llamada “prensa libre”. Esta semana, en otro arranque de una amoral sinceridad (la franqueza típica de ciertos sociópatas), reconoció que los dirigentes políticos de la oposición abstencionista venezolana, incluyendo sus diplomáticos de pacotilla, también están en la nómina del imperio.
Y, como bien lo acotó el canciller Jorge Arreaza en un tuit, el detalle más significativo es que nadie salió a desmentirlo. Todo el mundo calladito, esperando que le hagan la transferencia, con aguinaldo incluido, porque la beca está un poco atrasada, según lo aceptó el propio patrono.
En este punto es donde hay que detenerse un momento en nuestro trepidante mundo de hiperrealidad y revisar bien esas dos revelaciones que han sido hechas por el mismo deplorable individuo sin que pase nada, sin que nadie pongan el grito en el cielo ni en ninguna parte.
Hagámoslo: Abrams, enviado especial del gobierno de Donald Trump para Venezuela e Irán, ha confirmado sin ningún tipo de anestesia, vergüenza o lenguaje políticamente correcto, que tanto los medios de comunicación como buena parte del liderazgo y los partidos opositores son empleados de la Agencia de EEUU para el Desarrollo (Usaid), nada menos que la fachada “decente” de la CIA, si es que tiene alguna.
La declaración ostenta el valor de una confesión espontánea o tal vez de una echada al pajón por parte de quien ya sabe que va de salida. Muchas veces se ha denunciado que tanto la élite política antichavista como los referidos medios (también obstinadamente opositores) son pagados por EEUU, pero esas denuncias podían ser calificadas como calumnias del rrrégimen o de gente adscrita al Foro de Sao Paulo.
En boca del genocida en serie Abrams (no es un insulto: él está involucrado en guerras, invasiones y golpes de Estado desde hace 40 años), se puede considerar una prueba irrefutable, sobre todo si, como observó el canciller, nadie salió a decir: “a mí no me metan en ese lote, a mí no me pagan los gringos”.
¿Qué significa esto en términos pragmáticos? Pues, que tanto los dirigentes políticos opositores como los medios que supuestamente informan acerca de lo que ocurre en Venezuela responden a los intereses de un país que nos considera una amenaza inusual y extraordinaria contra su seguridad nacional; que nos ha bloqueado y aplicado medidas coercitivas unilaterales; que nos ha robado nuestras empresas estatales y activos bancarios.
Que ha pirateado en alta mar nuestros cargamentos de gasolina y petróleo; que ha financiado golpes de Estado, sabotajes a la economía, intentos de invasión paramilitar y mercenaria, magnicidios, apagones… Un país al que solo le falta declararnos la guerra formalmente o caernos a bombas de uranio empobrecido sin declarar nada, como también acostumbra hacerlo.
Recibir pagos y, en consecuencia, responder a los intereses de una potencia extranjera que, adicionalmente, es hostil, significa ser agente de dicho país. ¿O no?
Aquí hay que poner un paréntesis porque durante muchos años se ha trivializado el concepto de agente. “Renny es agente de la CIA”, decía cualquiera en los años 60 o 70; “Poleo es agente de la CIA”, decían también en aquellos tiempos y lo dicen todavía, porque los de ese oficio no suelen jubilarse ni siquiera cuando ya están chuchumecos. Incluso, cuando algún mediocre quería darse importancia, ponía a circular la especie de que era agente de la CIA.
Más allá de esos manejos triviales, en numerosos países se define como “agente extranjero” a cualquier individuo que responda a intereses y reciba financiamiento de otro país, especialmente si se trata de una nación que intenta, a las claras, intervenir en asuntos internos y –como es evidente en este caso- derrocar al gobierno y poner a uno a su medida.
Para que el asunto no pase por debajo de la mesa (la misma mesa donde están todas las opciones), hay que reflexionar sobre qué pasaría en otros países si se descubriera que dirigentes políticos, dueños de medios y comunicadores son sicarios, mercenarios, agentes de un gobierno enemigo.
Comenzando por el mismo EEUU, patrono de los agentes de marras, la Ley de Registro de Agentes Extranjeros (Fara, por sus siglas en inglés), que está vigente desde 1938, permite catalogar como tales a toda clase de organizaciones, incluyendo medios de comunicación, lo que obliga a los señalados a presentar informes semestrales sobre sus actuaciones y fuentes de financiamiento. Medios como Al Jazzera, Sputniky RussianToday han tenido que hacerlo recientemente.
Rusia, por cierto, respondió aprobando una ley similar que permite catalogar como agentes extranjeros a La Voz de América, Radio Free Europe / Radio Liberty y otros siete medios, financiados por el gobierno estadounidense, es decir, lo que Abrams llama «prensa libre». Dicha ley también les otorga calidad de agentes extranjeros a las personas naturales que reciban financiamiento de otros países, pues en estos tiempos algunos individuos, los influencers, tienen incluso más capacidad de formar opinión pública y difundir fakesnews que grandes corporaciones mediáticas.
[Dicho al margen: sobre este asunto (igual que respecto a muchos otros) existe una rampante doble moral: la Unión Europea, que aplica normas similares y no dice nada acerca de las que impone EEUU, saltó de inmediato a criticar a Rusia cuando puso en vigor la suya, en 2019]
En España, para solo mencionar un caso que nos atañe (al menos en términos chismográficos), el Partido Popular pugnó para que se declarara “agentes extranjeros” a Pablo Iglesias y otros dirigentes del partido Podemos porque supuestamente fueron financiados en algún momento por el gobierno de Venezuela. Se demostró que la acusación era infundada, pero eso no impide que la derecha política y mediática siga usando el tema como un azote para atacar a sus adversarios cada vez que se les antoja.
En el caso de Venezuela, luego de la declaración de Abrams sobre la “prensa libre” y respecto a los dirigentes políticos y supuestos diplomáticos paralelos asalariados del imperio (y en vista del «silencio que otorga» de los implicados) ya no es necesario ni siquiera probar que estos medios y líderes partidistas son agentes extranjeros. Pero, ya se imaginarán ustedes el escándalo que sacudirá al mundo si en algún momento se les abre un proceso judicial o político por esto.
La pregunta final (de este artículo, digo) es si tenemos o no los instrumentos jurídicos apropiados para tipificar y sancionar la conducta de quienes, desde las trincheras políticas o comunicacionales (y también desde las inmaculadas ONG) actúan como agentes extranjeros, sicarios o mercenarios. Si la respuesta es no, ojalá alguno de los 277 que hoy conseguirán trabajo para los próximos cinco años, tenga la fineza de incluir el punto en su agenda. Si así lo hiciere, que la soberanía nacional os lo premie.