Las locuras de Piazzolla
Además de músico revolucionario y eximio bandoneonista, Don Astor era un hombre impulsivo, de reacciones imprevisibles y un bromista sin pausa y sin límites. A 25 años de su muerte, se reedita el libro Piazzolla, loco, loco, loco. 25 años de laburo y jodas conviviendo con un genio, escrito por uno de sus músicos en el que, entre otros recuerdos, repasa un anecdotario que revela aspectos poco conocidos de su personalidad.
Oscar El Flaco López Ruiz es un experimentado y versátil guitarrista que en distintos períodos de los 60, 70 y 80 formó parte de diversas formaciones en los conjuntos de Astor Piazzolla, y luego su amigo y vecino en Buenos Aires. De esa relación larga y cercana quedan, entre muchas otras cosas, un libro —publicado originalmente en 1994 y que se reedita por estos días—, en el que López Ruiz cuenta intimidades de los viajes por el país y el mundo que compartió con Piazzolla, de cuya muerte se cumplen este mes 25 años.
Cafetín de Buenos Aires
Oscar López Ruiz|
“Entre la infinidad de temas que escribió y arregló, estaba una hermosa versión de Cafetín de Buenos Aires, ese temazo de Mores y Discépolo. El arreglo era una joyita, pero estoy convencido de que Astor lo hizo únicamente para poder joderlo a (el cantante Héctor) De Rosas (…) En cierta oportunidad, antes de comenzar a tocar en una de las ‘vueltas’ de rigor, Astor nos informó sobre lo que pensaba hacer, y nos instruyó cuidadosamente sobre lo que debíamos hacer nosotros y cómo hacerlo. En determinado momento del arreglo de Cafetín todos dejaban de tocar y De Rosas continuaba cantando con el único acompañamiento de la guitarra. El boliche estaba repleto (como casi siempre) de gente que nos escuchaba con respeto y admiración casi mística.
Así las cosas, cuando Héctor quedó cantando solo conmigo, comenzó a ver, con una cara de sorpresa y desconcierto que de por sí movía a risa, cómo cada uno sus compañeros, Astor incluido, pasaban por delante suyo y se iban. Pero no se iban del escenario. Se iban de (el boliche) Jamaica; afuera, a la calle. Me miró con cara de desesperado, y ante mi impasibilidad, no tuvo más remedio que seguir cantando hasta el momento en que, como estaba escrito, yo tocaba una nota larga y grave que era el ‘pie’ para que los demás recomenzaran. Instruido por Astor, una vez terminado mi acompañamiento solitario, dejé mi guitarra sobre la silla y, pasando por delante suyo, me fui (de Jamaica, del país, del planeta) yo también, ante su espantada mirada mezcla de estupor y de ‘ahora qué hago’. No había llegado aún a la puerta, cuando escuché una especie de rugido que venía desde atrás mío, y que no era otra cosa que la risa desenfrenada de la gente. Astor con su broma había roto ese ‘clima’ de recogimiento. Simplemente, no podían creer lo que estaban viendo, y De Rosas ¡tampoco!, por lo que siguió parado cual estatua gardeliana, micrófono en mano y absolutamente inmóvil, pero girando sus grandes ojos y mirando hacia todas direcciones, y sin saber qué hacer durante esos momentos que le deben haber parecido un siglo”.
Verano porteño
“Durante el viaje de retorno de Brasil, en determinado momento, muy poco antes de llegar a Buenos Aires, Astor, quien venía sentado junto a mí, golpeándose la frente con la palma de la mano, exclamó: ‘Flaco, ¡la puta madre!; con todo este despelote de Brasil, me olvidé por completo que mañana tenemos que grabar la música de (la obra teatral) Melenita de oro’. Lo miré con sorpresa, porque Astor era un profesional impresionante que jamás faltó a un compromiso adquirido, pero además, porque no entendía qué tenía de dramático su olvido, así que le dije: ‘¿Y cuál es el drama? Mañana vamos, lo grabamos, y listo el pollo’. Astor me miró, se sonrió, y con su mejor cara angelical me dijo: ‘El drama es que tenemos que grabar a las nueve de la mañana y no escribí una sola nota’.
Más sorprendido aun, le dije: ‘Y bueno, pasemos la grabación para la semana que viene y problema solucionado’, ante lo cual Astor me dijo: ‘¡De ninguna manera! Mañana a la mañana grabamos. Me comprometí con Alberto (Rodríguez Muñoz) y no puedo fallarle. A las nueve, todo el mundo en Phonal! (estudio de grabación de la época)’.
Al día siguiente, a las nueve, efectivamente, grabamos los cuatro hermosos temas que había compuesto y arreglado en una sola noche, uno de los cuales es uno de los más bellos que Astor haya compuesto jamás: Verano porteño”.
“Algunos días después, al encontrarnos en el lobby del hotel (en Río de Janeiro), Astor imprevistamente me dijo: ‘Flaco, hoy es el cumpleaños de Vinicius. Acompañame que quiero ir a saludarlo’. Mi sorpresa fue grande, porque no sabía que Astor conociera a Vinicius, y así se lo dije. ‘No lo conozco; nunca lo vi en mi vida, pero de todas maneras, vamos’.
Ante esa respuesta, que me dejó todavía más sorprendido, lo acompañé sin decir una sola palabra más, porque me moría de ganas de conocer a este ‘personajón’, no sin antes decirle: ‘Por supuesto… vamos. Pero… ¿a dónde vamos? ¿Cuál es la dirección de la casa?’. ‘No te calentés, Flaquito. Estoy seguro que los tacheros cariocas conocen la dirección de Vinicius mejor que la propia’.
Y así era nomás. (…) Llegamos hasta la casa propiamente dicha y, luego de tocar el timbre, nos atendió la esposa de Vinicius, una mujer encantadora que, por si fuera poco, era argentina. Sorprendida y encantada de vernos por allí, nos preguntó a qué se debía nuestra presencia. Astor le informó acerca de nuestro propósito de saludar a Vinicius por su cumpleaños, tras lo cual la señora nos indicó que subiéramos al baño del piso superior, ya que Vinicius estaba en la bañadera. Astor, sorprendido, le dijo que de ninguna manera, que no queríamos molestarlo y que mejor sería esperarlo hasta que terminara de bañarse. La mujer, riéndose, nos dijo: “Mejor suban ahora; Vinicius pasa todos los días entre seis y siete horas en la bañadera escribiendo, así que la espera puede ser muy larga. Vayan, le van a dar una gran alegría”.
Y subimos nomás. Y tras golpear la puerta del baño e identificarnos, efectivamente fuimos recibidos por los gritos de alegría de Vinicius: “¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! ¡Pasen; pasen!”. Estaba confortablemente metido en el agua, a la que mantenía templada mediante un calentador eléctrico y equipado con una tabla que, cruzada transversalmente delante suyo apoyada en los bordes de la bañadera, hacía las veces de escritorio, en donde estaban sus papeles, la máquina de escribir y, por supuesto, la infaltable botella de whisky. Verdaderamente parecía un Buda mojado, y créanme que no solamente por el agua. Fue impresionante (por lo menos para nosotros que raramente tomábamos alcohol) la cantidad de whisky que tomó en el corto lapso que pasamos juntos.
Los baños, aunque sean tan espaciosos y confortables como lo era este, no suelen estar preparados para tertulias, por lo cual Astor (¡qué remedio!) se sentó en el inodoro y yo en el bidé, y como si tres tipos dentro en un baño en las condiciones en las que nos encontrábamos fuera la cosa más normal del mundo, se largaron a contarse absolutamente todo acerca de sus vidas y proyectos, haciendo abstracción total del lugar y la oportunidad. (…) Transcurrieron cerca de dos horas en las cuales hablaron de música, de músicos y, en definitiva, ‘arreglaron el mundo’, teniéndome a mí como testigo privilegiado y maravillado de su charla que, tratándose de dos tipos de semejante calibre intelectual y artístico, fue para ‘beberla’ palabra por palabra.
Cuando el final de nuestras espaldas empezó a sentir los rigores del inodoro y el bidé y tras las mil puteadas cariñosas y vociferantes quejas que Vinicius nos propinó (porque según él recién llegábamos), nos fuimos.
En 1965, Astor estaba inmerso en las tratativas interminables que se llevaron a cabo para concretar el disco El tango, que fue compuesto por él sobre poemas de Jorge Luis Borges, y que contó con las participaciones protagónicas de Edmundo Rivero cantando y Luis Medina Castro recitando los poemas.
Estaba bajo contrato en la compañía Polygram (Philips), por lo cual era frecuente que anduviera por allí para ultimar los detalles de la grabación. Las oficinas de la administración de esta empresa quedaban en la avenida Córdoba de Buenos Aires, justo frente a mi domicilio de aquellos tiempos, por lo que era común que Astor viniera a tomar un café a mi casa y luego nos fuéramos juntos a la compañía grabadora.
Uno de esos días, cuando se abrieron las puertas del ascensor que nos depositó en el 4º piso (sede de la dirección artística de la compañía), nos encontramos de sopetón con Horacio Guarany, un tipo extrovertido y gritón al que, entre paréntesis, ninguno de nosotros admiraba para nada en su calidad de cantor. Para nada, se los aseguro; pero nos caía muy simpático como persona, a pesar de que el conocimiento que de él teníamos se limitaba a los escasos y ocasionales encuentros que se producían en los por entonces muy abundantes festivales de música popular que se llevaban a cabo en todo el país.
Al ver a Astor, Guarany, conocedor (era público y notorio) de la ‘tirria’ que Astor le tenía a Alfredo de Ángelis y a su orquesta, para elogiarlo por el absurdo, abriendo sus brazos en un gesto ampuloso, lo saludó con un estentóreo: “¡Pero cómo le va, Alfredo de Ángelis! ¡Qué gusto verlo!’ Astor, que no tenía ni un pelito de lerdo, imitando el gesto ampuloso de los brazos de Guarany le contestó con el mismo énfasis: “¡Pero cómo le va, Horacio Guarany!” Este, quien tampoco tenía nada de lerdo (entendiendo la alusión poco halagadora que la respuesta de Astor tenía), le retrucó: ‘Pero viejo, a usted no se le puede hacer ni un chistecito’. Astor, poniendo la mejor cara de sorpresa y santidad que encontró a mano, le replicó: ‘¿Cómo? ¿Y yo qué le dije? Si lo único que hice fue saludarlo por su nombre’”.
Borges y la chica
“El disco El tango se empezó a grabar en los estudios que otra compañía, EMI-Odeon, tenía en Córdoba entre Maipú y Florida. Durante el proceso de componer la música, frecuentemente Astor invitaba a Borges a su casa para que escuchara los temas que iba creando y como ‘armaba’ el todo para que tuviera unidad conceptual. Cuando esto sucedía, Astor acompañaba con el piano a su primera esposa (Dedé Wolff, madre de Diana y Daniel), quien se encargaba de cantarle los temas a Borges.
Durante las varias sesiones de grabación que demandó la factura de este disco, Borges estaba invariable, silenciosa y pacientemente sentado en la sala de control del estudio escuchando los tediosos preparativos, ensayos y diferentes tomas que se hacían para obtener el mejor resultado posible. Para nosotros, actores de la cosa, el asunto resulta divertido y excitante, pero para aquel que solamente observa y escucha, créanme que puede ser muy aburrido. Desde esta sala de control se puede ver lo que sucede dentro de la sala de grabación, aunque, si no están los micrófonos funcionando, no se escucha absolutamente nada de lo que allí dentro sucede. (…)
Nunca lograron tener una relación que podamos llamar maravillosa. Borges hablaba muy mal de Astor en cuanta ocasión se le presentaba y Astor, al enterarse, hizo, que yo sepa al menos, este único comentario: “El viejo es un genio, sin dudas, pero también es un pelotudo.” (…) Según Astor, Borges era un tipo muy extraño y distante. (…) Astor, por el contrario, era la extroversión hecha persona. Lo cierto es que Borges, inmutable, permanecía allí sentado con las manos apoyadas en la empuñadura del bastón que tenía entre sus piernas. Quizá la ya muy avanzada ceguera que padecía contribuyera a aislarlo de lo que sucedía a su alrededor, pero no hacía comentario ni gesto alguno que revelara sus sentimientos respecto de lo que estaba escuchando.
Entrábamos y salíamos de la sala de control permanentemente para escuchar las diferentes tomas que íbamos realizando de los distintos temas que componían el disco.
Borges, inmutable.
Comentábamos esto y aquello, nos reíamos como locos (tal cual es nuestra costumbre de tomar todo con humor), puteábamos como camioneros borrachos y armábamos bastante escándalo haciéndonos todo tipo de bromas referentes a cómo habíamos tocado tal o cual parte.
Borges, inmutable.
Después de algunos días de grabación, Astor no pudo soportar más la hermética impasibilidad de Borges.
Habíamos realizado una toma de A Don Nicanor Paredes. Edmundo Rivero lo cantaba con el sabor que únicamente él podía darle a este estilo de música, una milonga sureña, y además, como tocaba muy bien la guitarra, Astor lo invitó a que tocara la guitarra española en ese tema. Después de la tercera o cuarta toma, y mientras escuchábamos lo que habíamos tocado y, sobre todo, cómo lo habíamos hecho…
Borges, inmutable.
Astor no aguantó más y dándose vuelta hacia donde este seguía sentado sin decir palabra, le preguntó: ‘¿Y, Borges? ¿Qué le parece? ¿Le gusta?’
Borges, inmutable, apenas si levantó la vista y dirigiéndose a Astor con su voz aflautada tan peculiar y su tono entre aristocrático y estilo ‘el traga del colegio’, le contestó: ‘Sí, claro, por supuesto; muy lindo, muy lindo. Pero qué quiere que le diga m’hijo, a mí me gustaba más cómo lo cantaba la chica’ (la ‘chica’ era la mujer de Astor, Dedé, quien amén de ser una mujer encantadora, dulce, muy mona y excelente pintora, no era para nada una cantante).
Se recontra pudrió todo. Fue tal la explosión de carcajadas, Rivero incluido, que los cristales de la sala de control que separaban a esta de la de grabación, casi se parten en mil pedazos. Fue muy difícil retomar la compostura necesaria como para poder encarar una nueva toma. Tuvimos que hacer un paréntesis e irnos a tomar un café en algún bar de las cercanías, y después de reírnos y comentar hasta el cansancio la ocurrencia de Borges, retornamos a la sala y recomenzamos la tarea.
¿Qué había pasado con Borges?
Borges, ¡inmutable!
*Publicado en revista Cabal