Las elecciones en Ecuador y el progresismo latinoamericano
Federico Larsen|
Las elecciones en Ecuador han despertado todo tipo de suspicacias con respecto a la continuidad de ciertos gobiernos de izquierda en la región. Si bien es aún muy pronto para vaticinar escenarios a futuro, la desazón imperante en los sectores del oficialismo tras conocerse la noticia de que efectivamente habrá una segunda vuelta, dispara ciertas reflexiones acerca de algunos análisis que han circulado en los últimos días.
Más allá del escenario electoral, en verdad poco favorable hoy para Alianza Pais, la debilidad en que se encuentran las propuestas de gobierno nucleadas en el ALBA-TCP generan seguramente preocupación en quienes abogamos por un cambio social profundo en América Latina. Quizás más aún de lo sucedido en el Cono Sur en los últimos años. Si bien las comparaciones entre lo que está sucediendo en Ecuador y las elecciones de 2015 en Argentina abundan, entendemos que es necesario ser más cuidadosos y profundizar el análisis para comprender el verdadero valor de la puesta en juego.
Sobre el “fin de ciclo”
Mucho se ha dicho con respecto a la clausura de un periodo dominado por gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina y el fin de su fortuna en el continente. El golpe en Paraguay en 2012 ha inaugurado un periodo de retroceso de ciertas fuerzas sociales en la región que para algunos concluye definitivamente con la destitución de Dilma en 2016, para otros con la victoria de Macri en 2015. Existe también un amplio grupo de analistas que sostiene que el ciclo propgresista en América Latina no ha concluido, y que mientras sigan gobernando Evo Morales en Bolivia, Maduro en Venezuela y Correa -o Lenin Moreno- en Ecuador, las alternativas políticas al neoliberalismo seguirán vivitas y coleando.
Las campanas del “fin de ciclo” en realidad ya han tocado para aquellos gobiernos que no se atrevieron a modificar las estructuras jurídicas, económicas y sociales que habían heredado desde el periodo neoliberal. Argentina, Brasil, el Paraguay de Lugo e inclusive el Uruguay Frenteamplista, representaron en los últimos 15 años proyectos de reconstrucción institucional en sentido redistributivo, con mayor inversión social y participación estatal en la economía de mercado. Un “capitalismo serio”, como reclamó Cristina Kirchner en la cumbre del G20 de 2011, retomando la idea de “Capitalismo humano” desarrollada por el doctor Muhammad Yunus, Premio Nobel de la Paz de 2006 por su sistema de microcréditos para financiar emprendimientos de personas en situación de pobreza. Una solución “gatopardista” muy de moda tras la crisis financiera de 2008 en el mundo y que ha devenido en modelo para el progresismo a nivel internacional pero que tiene sus raíces bien firmes en la social-democracia europea de la segunda mitad del siglo XX.
En América Latina, la región más desigual del mundo aún hoy, esta estrategia tuvo un éxito inesperado. Se trató, el última instancia, de recuperar la gobernabilidad puesta en cuestión tras las crisis sociales de fines de siglo XX sin modificar estructuralmente el sistema de poder vigente incluyendo a sectores cada vez más amplios en la economía de mercado. No es casual que este tipo de gobiernos haya tenido un éxito extraordinario en los países miembros del Mercosur. Esta característica común los ha transformado en un bloque que muchos analistas asimilan indiscriminadamente en la categoría genérica de “gobiernos de izquierda”, pero que han tenido un desarrollo muy diferente a sus pares reunidos en el ALBA-TCP.
La opción ALBA
Bolivia, Ecuador y Venezuela, han avanzado en cambio en una rediscusión profunda de sus formas de desarrollo institucional y económico. Los tres reformaron sus constituciones en sentido social, ampliando la gama de derechos para un sector cada vez más amplio de la población y con la explicita intención de consolidar la eliminación de los históricos privilegios de los que gozaba un sector reducido y acaudalado de esos países.
La nacionalización de los recursos hidrocarburiferos, el otorgamiento de sujeción jurídica a la naturaleza, la declaración de plurinacionalidad y plurilingüismo, o la intención de transformación de la estructura del Estado hacia el socialismo y el Buen Vivir, quedaron impresas en la carta magna de esos países y guían -en teoría-, sus leyes y sus gobiernos. Una mala elección, un golpe parlamentario o un cambio de rumbo radical en el seno del mismo partido gobernante, no podrían borrar de un plumazo esas definiciones. No hay decretos que borren la palabra socialismo de la Constitución. Sólo largos procesos de restructuración y revisión de lo social. Y como ha quedado claro en Bolivia, Ecuador o Venezuela, esos procesos son largos y conflictivos.
Hay otros factores que diferencian profundamente a los procesos generados en los países del ALBA con los del Mercosur. El principal tiene que ver con la generación de los movimientos que llevaron al gobierno opciones alternativas al neoliberalismo de los 90. En los países progresistas del Cono Sur, los presidentes debieron apoyarse en estructuras históricas, en muchos casos muy vinculadas a la corrupción o con profundas diferencias internas acerca del rumbo a encarar. Los Kirchner construyeron su trayectoria política en la mastodóntica y prebendista estructura del Partido Justicialista, como todos los presidentes peronitas en Argentina.
En Brasil, Lula y Dilma, si bien provenían del sindicalismo y de la lucha del PT, se vieron obligados a pactar con la estructura partidaria del PMDB, que estuvo en todos los gobiernos democráticos desde 1985 sin jamás ganar una elección con fórmula presidencial propia. Este tipo de alianzas le costaron muy caro al progresismo latinoamericano, como en el caso de Fernando Lugo y su co-gobierno con el Partido Liberal, aliado del coloradismo en el golpe de 2012. O las vertientes que demostró el frenteamlismo uruguayo, hoy más proclive a negociar Tratados de Libre Comercio con las potencias que sus vecinos de derecha.
Chávez, Morales o Correa, reunieron hacia finales de los ’90 y principios de los 2000 a los movimientos sociales, sindicatos, sectores militares y partidos políticos opositores, aglutinados detrás de la necesidad de revertir las bases mismas del sistema social de sus países. Solamente después generaron estructuras partidarias de enormes dimensiones, que en algunos casos, como en el del PSUV en Venezuela, inclusive desvirtuaron el espíritu original con el que convirtieron a sus líderes sociales en funcionarios de gobierno.
Es decir, Ecuador no es Argentina, y el ALBA no es Mercosur. Reducir procesos político sociales tan complejos a comparaciones simplistas, por más similitudes que se encuentren a primera vista, podría desviar la atención de la envergadura de lo que está en juego en la segunda vuelta del 2 de abril. El gobierno ecuatoriano pudo consolidar, al principio de su primera gestión, buena parte de las reivindicaciones sociales que lo llevaron al poder en su constitución y en la estructura del Estado. Eso no quita que la mayoría de los sectores que acompañaron ese proceso se encuentren hoy en la vereda de enfrente y, aunque duela admitirlo, votaron a favor de la oposición -inclusive a favor de Lasso- en la primera vuelta.
El “fin de ciclo” progresista es una realidad seguramente dura para los sectores más débiles de la sociedad latinoamericana. Pero el debilitamiento de los gobiernos del ALBA significa el debilitamiento de propuestas alternativas que buscan modificar el orden establecido desde sus raíces -aunque eso haya quedado, en algunos casos, en la retórica-, y el fortalecimiento de la idea de que en este continente el cambio no es posible, que en esos países se persigue sólo una quimera absurda e inviable, una utopía peligrosa. Eso representan hoy los Lasso y los Capriles, el conservadurismo vestido de “realismo y cordura”, de los que este continente