La vergüenza que otros no sienten: Política y agua en Uruguay

Eduardo Gudynas

En ciertas circunstancias, se vuelve inevitable enfrentarse a la noción de vergüenza en el ámbito político. Justamente eso ocurre al observar lo que ocurre en Uruguay, ante la reciente firma del gobierno saliente de Luis Lacalle Pou, de un millonario contrato para la construcción de una toma de agua y potabilizadora en la costa del Río de la Plata, en la localidad de Arazatí.

Por cierto que la vergüenza es una noción de difícil manejo. Refiere a turbarse o sentir culpa, humillación e incluso deshonra por lo actuado o dicho, según la definición clásica del término. Es un sentimiento que, al final de cuentas, depende del propio marco moral sobre el bien común de cada individuo y de cada sociedad. Además, la hay de diversos tipos, algunas muy personales, otras más colectivas. A pesar de eso, a lo largo de estos años, en los que se ha  debatido sobre la tozudez del actual gobierno uruguayo en otorgar una inconcebible y costosa obra a un grupo empresarial, al menos en mi caso, continuamente ha asomado esa sensación de vergüenza.

No me refiero a la llamada vergüenza ajena, que surge de observar lo que otros individuos hacen o dicen, sino a una condición reveladora para reflexionar sobre la política del bien común. A mi modo de ver, me hubiera dado tanta vergüenza defender ese emprendimiento y ese sentimiento sería tan opresivo que determinaría no firmar nunca un contrato como el que acaba de acordar la presidencia de Luis Lacalle Pou.

Es que la vergüenza me embargaría si tuviera que defender un emprendimiento que dice que tomaría continuamente agua dulce del Río de la Plata cuando comprendo que eso es imposible, dadas las intrusiones salinas platenses que ocurren durante períodos de dos a tres meses. Los informes académicos una y otra vez han alertado que el agua salobre del Océano Atlántico invade esa zona.

Vergonzoso sería disimular ese problema de salinidad y apelar a construir un gran reservorio de agua que, si bien es presentado como una solución, implicaría que productores rurales pierdan sus tierras y que seguramente se contamine el acuífero de toda esa región. Defienden un enorme represamiento que inevitablemente escurrirá agua hacia el subsuelo.

Vergüenza sentiría al conocer los riesgos de las mareas verdes con sus cianobacterias en el Río de la Plata o de su reproducción en aquel reservorio de agua. Un fenómeno que hace imposible consumir esa agua.

Marea verde por cianobacterias, un problema casi permanente en el río Negro - EL PAÍS UruguayVergüenza, ya que aproximadamente el 40 por ciento del agua que se bombeará desde esa emprendimiento se perderá en las roturas, los agujeros y otras fugas de la red de la empresa estatal de agua (OSE). El hecho que casi la mitad del agua potable se pierda en goteras y roturas en una capital es, por decir lo menos, escandaloso.

Más vergüenza sentiría al asomarme a la necesidad de disimular o minimizar todas esas limitaciones y riesgos para así evitar una oleada de rechazos y reacciones en contra desde las organizaciones ciudadanas y las comunidades locales. Es que, si esos riesgos y limitaciones se hubieran explicado y dejado en claro desde un inicio, la presión pública para no aprobar el proyecto sería enorme.

Otra vez la vergüenza, porque como la obra no representa ninguna innovación tecnológica en la gestión responsable del agua, no podría presentarse con orgullo como ejemplo a nivel internacional. En ese escenario global, sea un foro ambiental o un congreso empresarial, ¿quién tomaría en serio un emprendimiento para manejar agua en el que, al mismo tiempo, se pierde casi la mitad?

Aún más vergonzoso sería aceptar esta obra, con un costo de unos 300 millones de dólares, más un acuerdo financiero que, con sus ajustes e intereses, impone pagar otros 900 millones de la moneda estadounidense durante un poco más de 17 años, con una tasa de interés exorbitante. El total será de más de 1.000 millones de dólares, de los que unos dos tercios quedarán en manos de empresas privadas.

Vergüenza porque las enormes pérdidas de agua llevarían a que se señale que el Estado (y nosotros) enfrenta que en esas fugas de la red de agua potable se pierda el equivalente a unos 400 millones de dólares, derramadas hacia las profundidades.

Balneario Arazati - San José 4k DroneLa porfiada vergüenza, porque al pagar esa altísima cifra y por tan largo tiempo se pone a la empresa estatal de agua (OSE) en serio riesgo financiero. Me resultaría intolerable imponer un fuerte aumento del cobro mensual del agua, abandonar las reparaciones en la red metropolitana o asumir el colapso de esa empresa estatal.

Vergüenza porque, a pesar de todas las oposiciones locales, de los rechazos de la comunidad científica y del sindicato de los trabajadores de la empresa de agua, de la posible inconstitucionalidad del proyecto, y más recientemente, del desacuerdo del próximo gobierno que estará en manos del Frente Amplio, se esperó hasta el último momento para firmar el contrato.

Son muchas vergüenzas asociadas, solapadas unas sobre las otras, las que llevarían, al menos en mi caso, y creo que en el de muchos otros, a abandonar la pretensión de construir esas obras en la costa del Río de la Plata. Nunca se debería haber aceptado ese emprendimiento. Pero del otro lado están los que defienden esas obras, convencidos, cada uno a su modo, de su necesidad e, incluso, de sus bondades. Allí no hay vergüenza, y es por eso que se festejó la
firma del contrato con el consorcio de empresas privadas.

En esto se expresan diferentes sensibilidades y moralidades, y, sin entrar a discutir aquí si una es mejor y otra es peor, a los efectos de una mirada sobre la política es posible interrogarse por qué unos sienten vergüenza y otros no. ¿Qué implica la ausencia de vergüenza en la gestión estatal que debería salvaguardar el bien común? Lo que llama la atención en este contexto político es esa vergüenza que otros no sienten.

Recordemos que el sentido de la vergüenza revestía roles clave en las nociones clásicas de la política. Para Platón, contribuía a la convivencia, la sabiduría y la valentía, tal como nos recuerda Frédéric Gros, quien da unos pasos más al afirmar que, en los tiempos actuales, la vergüenza es necesaria e incluso revolucionaria (1).

Sin olvidar que existen varios usos de esta noción, al enfocarnos en la política contemporánea se observa que los  actores más conservadores se han despojado del sentido de lo vergonzoso –basta observar a Donald Trump, como ejemplo extremo en el norte, o Javier Milei, aquí, más cerca, en Argentina–. Las opciones volcadas a la extrema derecha perdieron los sentidos del bien común y el compromiso con honrar esos mandatos, y por ello no hay vergüenza social ni política en sus acciones. En ellos prevalecen la impunidad y el beneficio propio.

El drama nos acecha cuando un gobierno carece de esa vergüenza política. En cambio, sentirla, como propia o por lo que otros hacen, sirve a la construcción democrática de un bien que sea común y que no esté atado a las ventajas de unos pocos. Permite debatir sobre decisiones aceptables e inaceptables, y todavía más, porque contribuye a la rebeldía de ambicionar un mundo mejor. Una mejor política necesita asumir la vergüenza.

Notas
1. Frédéric Gros, La vergüenza es revolucionaria, Taurus, 2023

*Analista en CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social). Versión revisada de un artículo publicado originalmente en el semanario Brecha (Montevideo).