La precariedad laboral, símbolo de nuestros días

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MARCELO COLUSSI | El mundo moderno basado en la industria que inaugura el capitalismo hace ya más de dos siglos ha traído cuantiosas mejoras en el desarrollo de la humanidad. La revolución científico-técnica instaurada y sus avances prácticos no dejan ninguna duda al respecto. Las relaciones laborales que se constituyen en torno a esta nueva figura histórica igualmente condujeron a adelantos en el ámbito del trabajo.

Si bien es cierto que en los albores de la industria moderna las condiciones de trabajo fueron calamitosas, no es menos cierto también que el capitalismo rápidamente encontró una masa de trabajadores que se organiza para defender sus derechos y garantizar un ambiente digno, tanto en lo laboral como en la vida cotidiana. El esclavismo, la servidumbre, la voluntad omnímoda del amo van quedando así de lado. Los proletarios asalariados también son esclavos, si queremos decirlo así, pero ya no hay látigos.

Ya a mediados del siglo XIX surgen y se afianzan los sindicatos, logrando una cantidad de conquistas que hoy, desde hace décadas, son patrimonio del avance civilizatorio de todos los pueblos: jornadas de trabajo de ocho horas diarias, salario mínimo, vacaciones pagas, cajas jubilatorias, seguros de salud, regímenes de pensiones, seguros de desempleo, derechos específicos para las mujeres trabajadoras en tanto madres, derecho de huelga. A tal punto que para 1948 –no ya desde un incendiario discurso de la Internacional Comunista decimonónica o desde encendidas declaraciones gremiales– la Asamblea General de las Naciones Unidas proclama en su Declaración de los Derechos Humanos que “Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo. Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria que le asegure una existencia conforme a la dignidad humana. Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas.” Es decir: consagra los derechos laborales como una irrenunciable potestad connatural a la vida social.

Mal o bien, sin dudas con grandes errores no corregidos en su debido momento pero al menos no olvidándolos en sus idearios, los socialismos reales desarrollados durante el siglo XX –los Estados obreros y campesinos– impulsaron y profundizaron esas conquistas de los trabajadores. En otros términos: hacia las últimas décadas del pasado siglo esos derechos ya centenarios podían ser tomados como puntos de no retorno en el avance humano, tanto como cualquiera de los inventos del mundo moderno: el automóvil, el televisor o el teléfono. Por cierto no sólo en los países socialistas: las conquistas laborales son ya avances de la humanidad. Pero las cosas cambiaron. Y demasiado. Cambiaron demasiado drásticamente, a gran velocidad en estas últimas décadas.

Con la caída del bloque soviético y el final de la Guerra Fría el gran capital se sintió vencedor ilimitado. En realidad no fue que “terminaron la historia ni las ideologías”, como el triunfalista discurso del momento lo quiso presentar: en todo caso, ganaron las fuerzas del capital sobre las de los trabajadores, lo cual no es lo mismo. Ganaron, y a partir de ese triunfo –la caída del muro de Berlín, vendido luego en fragmentos, es su patética expresión simbólica– comenzaron a establecer las nuevas reglas de juego. Reglas, por lo demás, que significan un enorme retroceso en avances sociales. Los ganadores del histórico y estructural conflicto –las luchas de clases no han desaparecido, aunque no esté de moda hablar de ellas– imponen hoy las condiciones, las cuales se establecen en términos de mayor explotación, así de simple (y de trágico). La manifestación más evidente de ello es, seguramente, la precariedad laboral que vivimos.

Todos los trabajadores del mundo, desde una obrera de maquila latinoamericana o un jornalero africano hasta un consultor de Naciones Unidas, graduados universitarios con maestrías y doctorados o personal doméstico semi analfabeto, todos y todas atravesamos hoy el calvario de la precariedad laboral.

Aumento imparable de contratos-basura (contrataciones por períodos limitados, sin beneficios sociales ni amparos legales, arbitrariedad sin límites de parte de las patronales), incremento de empresas de trabajo temporal, abaratamiento del despido, crecimiento de la siniestralidad laboral, sobreexplotación de la mano de obra, reducción real de la inversión en fuerza de trabajo, son algunas de las consecuencias más visibles de la derrota sufrida en el campo popular. El fantasma de la desocupación campea continuamente; la consigna de hoy, distinto a las luchas obreras y campesinas de décadas pasadas, es “conservar el puesto de trabajo”. A tal grado de retroceso hemos llegado que tener un trabajo, aunque sea en estas infames condiciones precarias, es vivido ya como ganancia. Y por supuesto, ante la precariedad, hay interminables filas de desocupados a la espera de la migaja que sea, dispuestos a aceptar lo que sea, en las condiciones más desventajosas. ¿Progresa el mundo? Visto desde la lógica de acumulación del capital: sí, porque cada vez acumula más. Visto de las grandes mayorías trabajadoras: ¡definitivamente no! Por el contrario, se vive un claro retroceso.

Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) alrededor de un cuarto de la población planetaria vive con menos de un dólar diario, y un tercio de ella sobrevive bajo el umbral de la pobreza. Hay cerca de 200 millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en pleno siglo XXI –se habla de cerca de 30 millones en el mundo–) o la explotación infantil continúan siendo algo frecuente y aceptado como normal. El derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas sufren más todavía por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente desvalorizadas. Definitivamente: si eso es el progreso, a la población global no le sirve.

¿Qué hacer ante todo esto? Resignarnos, callarnos la boca y conservar mansamente el puesto de trabajo que tenemos, o pensar que la lucha por la justicia es infinita, y es un imperativo ético no bajar los brazos. Si optamos por lo segundo, podemos:

Informar pormenorizadamente de lo que está pasando aprovechando todos los canales alternativos, contar las cosas desde otra perspectiva, ya que los medios de comunicación oficiales presentan la noticia según los intereses políticos y económicos del poder.

Crear foros de debate para discutir sobre las injusticias y el reparto de la riqueza en el mundo, para ver cómo sensibilizar y hacer tomar conciencia a las grandes masas respecto a estas problemáticas.

Movilizar a la gente por medio de la manifestación y huelga en protesta por los recortes sociales.

Conocer y hacer conocer en detalle, exigir y reivindicar la Tasa Tobin para redistribuir mejor la riqueza mundial.

Globalizar las resistencias, unir nuestras fuerzas, apoyarnos mutuamente en nuestras reivindicaciones y denuncias.

Retomar banderas históricas de la lucha sindical, hoy caída prácticamente en el olvido, desvalorizada y cooptada por un discurso patronalista.

Si es cierto –siguiendo el análisis hegeliano– que “el trabajo es la esencia probatoria del ser humano”, hoy, dadas las actuales condiciones en que vivimos, ello no parece muy convincente. De nosotros, de nuestra lucha y nuestro compromiso depende hacer realidad la consigna que “el trabajo hace libre”.