¿La historia se repite? Una nueva asamblea constituyente

 

Chris Gilbert|

Al cierre de la concentración del Primero de Mayo, Nicolás Maduro anunció que se abre ahora un proceso constituyente. La propuesta la había mencionado de pasada una semana antes, pero había quedado en el aire. La Constituyente estará compuesta por 500 delegados, la mitad provenientes de organizaciones comunales y sectoriales, la otra mitad electos por voto territorial tradicional. Más tarde ese mismo día, Hermann Escarrá, un conocido jurista que es también parte de la comisión organizadora de la asamblea constituyente, dijo crípticamente que el objetivo no es crear una nueva Constitución, sino reorganizar el Estado.

La propuesta de Maduro suena revolucionaria, y ciertamente tiene un buen precedente en la convocatoria de Chávez a una asamblea constituyente para reemplazar lo que él llamó la “constitución moribunda” de la Cuarta República. La naturaleza de la convocatoria a constituyente evoca, sin duda alguna, una multiplicidad de ideas radicales, incluyendo democracia popular, de base; destrucción del Estado burgués; y el poder constituyente desafiando al poder constituido. Además, la idea tiene resonancia con tantas revoluciones, desde la Revolución Francesa de 1789 hasta la Soviética de Octubre de 1917, pasando más recientemente por ejercicios constituyentes en Nuestra América.

Sin embargo es evidente que no hay fórmula para una revolución, y también sabemos que una forma o institución puede cambiar en carácter de un momento histórico a otro, incluso pasando de “tragedia” a “farsa”, como diría Marx en un texto sorprendentemente relevante que ilustra cómo la política de Luis Bonaparte se convierte en parodia de la política de su famoso tío. Así, fue precisamente la conciencia del terreno cambiante en la Rusia de 1918 la que impulsó a Lenin a disolver la asamblea constituyente que su partido había impulsado pocos meses antes. Todo esto muestra que la pertinencia de un proceso constituyente debe ser evaluada en un contexto histórico con su correlación de fuerzas.

La gran diferencia entre el momento histórico del presente y el de la Constituyente de 1999 es el actual reflujo en el espíritu revolucionario y el declive de la efervescencia popular. Este es un acontecimiento prácticamente insoslayable en cualquier revolución; ocurre en parte porque algunos de los anhelos populares se han cumplido, y en parte porque el pueblo quiere cuidar sus jardines, sus familias, su educación y otras actividades que no son estrictamente políticas. Es el rol del partido –o de la dirección revolucionaria– mantener el curso de la revolución en los momentos de repliegue. Además, en la Venezuela de hoy la situación de retroceso en las luchas populares está atravesada por una situación muy particular: una crisis económica grave que obliga a que la gente deba abocar su vida a solucionar problemas básicos para su subsistencia material cotidiana.

Esta es una condición que podríamos llamar “prepolítica” o “extrapolítica”. El peligro de convocar una asamblea constituyente en un momento como el nuestro es que el proceso sea dominado por la élite institucional, o sus acólitos “populares” escogidos a dedo, mientras la mayor parte del pueblo no puede o no está interesado en participar. Podríamos afirmar que el mundo es así, pero el hecho es que en 1999 el pueblo venezolano estuvo interpelado por el proceso constituyente y se asumió parte activa del mismo. La efervescencia popular de aquel momento fue ciertamente extraordinaria.

Siendo así las cosas, ¿qué deberían hacer Nicolás Maduro y su gobierno? ¿Tienen las manos completamente atadas? No, su radio de acción debe orientarse hacia la construcción de una mejor situación para la mayoría. Renegociar la deuda soberana o entrar en proceso de impago liberaría recursos que harían la vida cotidiana más soportable para la mayoría; además, según los expertos, el riesgo país y el rating financiero no empeorarían con el paso. Simultáneamente es necesario limitar los niveles de corrupción –imposibles de erradicar completamente– y reestablecer los controles de precios eliminados en el transcurso del último año. Estos serían algunos pasos en la dirección correcta. El objetivo sería la restauración de las condiciones mínimas para que el pueblo se asuma de nuevo como agente político, con ciudadanía plena.

En el momento actual, una asamblea constituyente podría efectivamente ganar tiempo para el gobierno, funcionando como una suerte de distracción. Sin embargo, sin la posibilidad de una movilización duradera, de masas, la iniciativa producirá un efecto negativo, apuntando a un pacto entre las élites del chavismo e incluso un pacto de éstas con las élites tradicionales. Es posible que esto se haga bajo la bandera vacía de la paz y la estabilidad que Maduro ha convertido en un leitmotif perpetuo. La otra cuestión irresuelta –el elefante en la sala– es que todo apunta a que el sector militar ostenta actualmente una parte importante del poder del Estado. Si bien algunos representantes militares van a participar en el proceso, lo cierto es que su poder deriva de otro ámbito y no va a colocarse sobre el tapete; esto evidenciaría aún más el carácter de espectáculo del proceso constituyente.

Un comentario final: el gobierno continúa promoviendo una idea tipo País de las maravillas: que la representación social es algo que ocurre mágicamente. Así, tan solo 18 horas tras la convocatoria a constituyente de Nicolás Maduro, aparecieron en televisión “representantes” de los estudiantes, de las iglesias evangélicas, y de los pueblos indígenas (con sus caras pintadas para que no haya confusiones). Esta idea, además de ser absurda, tiene como efecto la negación de la posibilidad de una representación real y orgánica que emerja de estos y otros sectores. Efectivamente, esta presentación televisiva mata la idea de que la constituyente debe ser un proceso… y la verdad es que democracia sin proceso, como política sin fricción, es una propuesta vacía.

*Profesor de estudios políticos en la Universidad Bolivariana de Venezuela.