La guerra inevitable

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 Enrico Tomaselli

Podemos afirmar sin lugar a duda que la larga fase de transición que estamos viviendo, que intenta llevar al mundo de la era de la ilusión unipolar estadounidense a una nueva era basada en el multilateralismo, se caracteriza más que nunca por la presencia significativa de la guerra.

Podemos afirmar sin lugar a duda que la larga fase de transición que estamos viviendo, que intenta llevar al mundo de la era de la ilusión unipolar estadounidense a una nueva era basada en el multilateralismo, se caracteriza más que nunca por la presencia significativa de la guerra.

No es que esta haya estado ausente del horizonte global, y en particular del occidental, pero, como siempre ha sido históricamente, la proximidad de grandes cambios geopolíticos siempre va precedida de un aumento de las tensiones conflictivas. Y lo que estamos viviendo es, sin duda, especialmente significativo, trascendental: estamos hablando del ocaso de Occidente (por usar la expresión de Emmanuel Todd), es decir, del fin de una hegemonía militareconómica y, por tanto, política, que se ha prolongado durante siglos.

La guerra, ya sea cinética o híbrida, es, por tanto, el terreno en el que se consume la transición, en el que se definen las nuevas relaciones de poder. Es el paso inevitable para llegar a la definición de un nuevo orden mundial.La guerra inevitable | Enrico Tomaselli | El Topo Express

La Paz de Westfalia, el Congreso de Viena, la Cumbre de Yalta fueron el punto de llegada de un proceso que, en esos lugares, redefinió el panorama geopolítico, pero que se delineó en los campos de batalla. Pensar que hoy se puede eludir este paso es una gran ingenuidad. Lo máximo por lo que se puede luchar es la reducción del daño.

Lo primero que debemos tener claro es la necesidad de despersonalizar el conflicto. Eliminar la idea de que este depende, de un modo u otro, de tal o cual líder político, y que, por lo tanto, el ascenso de uno o la destitución de otro tienen alguna incidencia significativa en el proceso en curso. Son fuerzas profundas, arraigadas en la historia y la geografía, las que están en acción, y debemos pensar en ellas como un choque entre fallas tectónicas, más que como un duelo entre líderes político-militares. Su liderazgo puede modificar el desarrollo táctico del enfrentamiento, pero no puede detenerlo ni modificar su naturaleza estratégica.

Por poner un ejemplo, aunque sea a riesgo de banalizar, el liderazgo de Biden ha representado el predominio (dentro de Estados Unidos) de una línea táctica que creía poder detener la pérdida de hegemonía global mediante una política agresiva, que apuntaba a golpear a las potencias competidoras una por una, en la convicción de que aún disponía de la capacidad suficiente (militar, industrial, económica…) para hacerlo; a su vez, el liderazgo de Trump representa (también tras el fracaso macroscópico de esa línea) el reconocimiento de que esa capacidad ya no existe y que, por lo tanto, la prioridad es reconstituirla.

Si despejamos el terreno de la propaganda, de la que se ha alimentado Occidente en las últimas décadas, y sobre todo del legado del supremacismo occidental, y miramos en cambio los acontecimientos de los últimos años —en los que, precisamente, se ha manifestado de forma aguda la táctica agresiva de la Administración estadounidense—, podemos ver claramente lo que Washington ve, pero no puede reconocer: la capacidad hegemónica (en sentido global) de Occidente, es decir, su capacidad para imponer sus propias decisiones estratégicas y sus propias prioridades, que ya desde hace mucho tiempo había comenzado a mostrar signos de debilitamiento, ha alcanzado ahora un nivel de crisis manifiesta. Y, añado, manifiestamente irreversible.

Frente a la historia y a nosotros mismos: Dominación de espectro completo, desde la Supremacía Blanca hasta Hiroshima y NagasakiEstados Unidos, que desde 1945 han representado el centro imperial de Occidente, precisamente durante la Segunda Guerra Mundial (que los consagró como gran potencia), desarrollaron la idea fundamental de su hegemonía militar, es decir, mantener la capacidad de librar dos guerras simultáneas en dos teatros diferentes. En aquel entonces fueron Alemania en Europa y Japón en el Pacífico.

Esta capacidad comenzó a degradarse significativamente ya en los años noventa del siglo pasado, cuando, con la caída de la URSS, se impuso en Washington la idea de un mundo esencialmente unipolar, en el que ya no existían potencias globales capaces de hacer frente al imperio estadounidense, sino solo potencias regionales, que podían controlarse fácilmente.

Con esta convicción, por un lado, y la caída de cualquier equilibrio político residual del poder económico, por otro, la potencia militar-industrial que había ganado el conflicto mundial emprendió el camino suicida de la financiarización de la economía y la globalización.

Esto ha dado lugar, por un lado, al desmantelamiento de la capacidad manufacturera de los Estados Unidos (cuando Trump se queja de los déficits comerciales, finge no saber que son consecuencia directa de la reducida productividad estadounidense) y, por otro, al giro high-tech del instrumento militar.

Al considerar que ya no tenían ante sí países capaces de enfrentarse a Estados Unidos en igualdad de condiciones, sino solo pequeñas potencias contra las que librar guerras rápidas y destructivas, las fuerzas armadas estadounidenses se convirtieron poco a poco en un instrumento bélico que confiaba en su (supuesta) superioridad tecnológica y que, por lo tanto, se basaba en un número (relativamente) reducido de personal profesional y en armamento de alta tecnología.

Sin embargo, como se ha visto, este no solo tenía numerosas limitaciones (alto coste, largos tiempos de producción y cantidades limitadas, necesidad de un mantenimiento muy frecuente, etc.), sino que, a la larga, ni siquiera resultó tan superior tecnológicamente.

Ignorando totalmente este aspecto de su condición militar y subestimando enormemente el otro, los estrategas neoconservadores que han influido en la política estadounidense en las últimas décadas creyeron posible obtener un resultado abriendo una guerra con Rusia a través de un proxy que pusiera la carne en la trituradora y movilizando detrás de él a toda la OTAN y otros países aliados, en el papel de proveedores de hardware (sistemas de armas) y software (sistemas de inteligencia).

La falacia de este plan resultó evidente de inmediato para cualquiera que no tuviera los ojos vendados por la propaganda, pero se necesitaron tres años para que en Washington se comprendiera el alcance del fracaso (en Bruselas, sin embargo, la noticia aún no ha llegado…).

Rusia recupera terreno en Kursk | Mientras mantiene su avance ofensivo en el este de Ucrania | Página|12Moscú, de hecho, ha optado por una lenta guerra de desgaste, que le ha dado la oportunidad de reducir al mínimo las pérdidas, así como el tiempo para desarrollar plenamente su capacidad industrial de apoyo al conflicto. Una capacidad que hoy en día supera con creces a la occidental en su conjunto.

En términos estratégicos, el conflicto en Ucrania ha puesto de relieve una serie de factores. En primer lugar, que Rusia es mucho más que “una bomba de gasolina con un arma atómica”, como se decía en Washington, donde se codeaban Ron De Santis, John McCain y Joseph Borrell.

Rusia no solo es más que una simple potencia regional, sino que ha demostrado tener todas las cartas para ser un actor global, de igual poder, o al menos capaz de desafiar el poder estadounidense y vencerlo.

Pero lo que ha quedado claro en esta guerra es también que la tecnología militar “made in USA” ya no es tan superior ni tan eficaz. Es más, en algunos casos es incluso inferior y/o está más atrasada, basta pensar en los misiles hipersónicos.

Y que la capacidad industrial occidental está terriblemente por debajo del mínimo necesario para afrontar una guerra de desgaste, aunque sea contra un solo adversario.

El conflicto reavivado en Oriente Medio ha dado el golpe definitivo a la mitología de la superioridad occidental. El acuerdo separado que la administración Trump se apresuró a buscar con el Gobierno yemení de Ansarullah, tras el vano intento de doblegarlo, fue emblemático desde este punto de vista.

Pero aún más pesa como una losa el triple fracaso en la guerra de los doce días. Triple porque ha fracasado el intento israelí-estadounidense de provocar un cambio de régimen en Teherán, ha fracasado la defensa aérea del Estado hebreo (a pesar del uso masivo de todo el arsenal estadounidense —aéreo y antimisiles naval y terrestre— en Oriente Medio, así como de las aviaciones británica y jordana), ha fracasado la búsqueda de la supremacía estratégica (con Israel pidiendo el alto el fuego tras iniciar las hostilidades y Estados Unidos, para sacar a ambos del apuro, teniendo que montar un ataque-espectáculo preacordado, con la correspondiente contraofensiva iraní igualmente previsible).

La sanción definitiva del revés estratégico llega en un momento en el que, al tener que elegir, el Pentágono prefiere enviar los sistemas antimisiles a Israel en lugar de a Ucrania.

No se trata simplemente de una maniobra para desengancharse del teatro europeo, sino del fin definitivo de la doctrina estadounidense de las dos guerras simultáneas.

Lo que, como se decía al principio,en Washington saben, pero no pueden decir, es que el instrumento milita—que ha permitido a Estados Unidos ejercer un poder global durante casi un siglo— simplemente ya no existe. Al menos tal y como ha existido hasta ahora. Ni siquiera la disuasión nuclear es ya una carta que se pueda jugar, ya que Rusia supera a Estados Unidos tanto en número de ojivas como en número de vectores.

Incluso una guerra contra una potencia regional media, como Irán, tendría hoy un precio demasiado alto como para siquiera considerarla. Y, de hecho, tras el fracaso de la jugada israelí, se apresuraron a poner un parche y cerrar el partido.

De todo ello se deriva una reflexión adicional. Si consideramos el lamentable estado —mucho peor que el de Estados Unidos— en que se encuentran los ejércitos europeos de la OTAN, resulta evidente que esta alianza, siempre que sobreviva, sería simplemente derrotada si tuviera que enfrentarse al bloque contrario (Rusia, Irán, Corea del Norte, China).

Y dado que varios países europeos están empezando a firmar pactos de asistencia militar mutua, lo que indica que la confianza en la garantía del artículo 5 se ha evaporado, la duda sobre la duración de la Alianza Atlántica es más que legítima.

Por otra parte, es bastante evidente que reina el caos. Washington demuestra que ya no tiene ninguna consideración por el teatro europeo y, tras haber castrado económicamente a sus aliados cortando el cordón umbilical energético con Rusia, ahora se dedica exclusivamente a intentar chuparle hasta la última gota de sangre, imponiendo grandes cuotas de importación de sus productos militares.

Bruselas, al igual que las distintas cancillerías, a pesar de parecer tener posiciones radicalmente diferentes a las de Estados Unidos en una cuestión tan crucial como el conflicto ucraniano, no logran oponer nada a los dictados del otro lado del Atlántico y suscriben en silencio el compromiso de aumentar su contribución a la OTAN al 5 % del PIB.

No está claro si este compromiso se suma al del ReArm Europe, o si uno incluye al otro, pero en cualquier caso se trata, en ambos casos, de una operación que poco o nada tiene que ver con la defensa.

Aparte de la obvia consideración de que el compromiso del 5 % se pretende alcanzar “para 2035” (es decir, cuando casi todos los gobiernos que lo han aceptado habrán caído, Trump ya no será presidente y la guerra en Ucrania habrá terminado hace tiempo), mientras se nos sigue repitiendo que Rusia nos atacará antes de 2029, es precisamente el orden de los factores lo que lo denuncia.

De hecho, ni a nivel de la OTAN, ni mucho menos a nivel europeo, existe el más mínimo atisbo de un plan estratégico en el que se fijen los objetivos y, por lo tanto, se defina el marco de las necesidades para alcanzarlos (qué y cuántos sistemas de armas, qué infraestructuras logísticas, qué cantidad de mano de obra…), y solo después se indique el gasto necesario.

En cambio, se parte de la indicación del volumen de gasto, establecido según criterios que no se entienden, y que podría resultar insuficiente o, por el contrario, redundante.

Informe: EEUU refuerza su dominio en el mercado de armamento | HISPANTV
EUU refuerza su dominio en el mercado de armas

Pero, como se ha dicho, la única defensa con la que cuenta todo esto es la de los intereses industriales. Washington confía en ellos para financiar el relanzamiento de su producción manufacturera, y Bruselas, a su vez, cultiva la ilusión de que una inyección masiva de miles de millones puede resucitar la agonizante industria europea.

Como si producir tanques en lugar de coches eléctricos fuera una solución viable, y totalmente independiente de los costes energéticos, los costes sociales y la reconstrucción de una cadena comercial para todos los componentes que necesita.

La cuestión es que, evidentemente, las clases dirigentes occidentales han perdido completamente el norte y oscilan constantemente entre la convicción de que pueden invertir el proceso de declive y la convicción de que siguen al frente de la potencia hegemónica mundial. Y todo ello se traduce en la incapacidad de elaborar una estrategia coherente y eficaz, capaz siquiera de garantizar su supervivencia.

Y es precisamente esta incapacidad estratégica la que genera los mayores riesgos. Lo que tenemos ante nuestros ojos, de hecho, es un panorama en el que los líderes occidentales realizan movimientos temerarios y aventureros, que alimentan siempre nuevos conflictos, pero sin ninguna capacidad para resolverlos de forma positiva.

Y, además, dentro de este panorama, hay que tener en cuenta que actúa la variable loca representada por Israel, que percibe con mayor claridad y urgencia que su parábola histórica se acerca a su fin y que, por lo tanto, pone en marcha acciones dictadas por una mezcla de delirio mesiánico y desesperación, solo aparentemente revestidas de cierta racionalidad política o militar.

En definitiva, es desde Occidente desde donde emanan los peligros de una deriva devastadora, que puede arrastrar a gran parte del planeta a una guerra cinética; la cual, a su vez, precisamente por su insostenibilidad para el propio Occidente, conlleva el riesgo adicional de deslizarse hacia un enfrentamiento nuclear.

Vale la pena repetirlo una vez más: en las condiciones actuales, una guerra cinética que viera en acción a todo el frente de naciones que se oponen al dominio occidental, vería prevalecer a estas últimas.

Pero los líderes de estas naciones son conscientes de que ello supondría una devastación generalizada para ambas partes, por lo que actúan para evitar en la medida de lo posible este desenlace, convencidos además de que el tiempo juega a su favor y de que, cuanto más se consiga mantener el conflicto por debajo de un cierto umbral, desgastando día a día la capacidad occidental, más probable será que esta llegue por sí sola a un punto de precolapso.

De este modo, esperan que la guerra inevitable sea, en cualquier caso, más breve y restringida territorialmente.

China is not the US': Europe has challenges but none come from Beijing, Wang Yi tells EU | South China Morning PostCuando el ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, le dice a la insignificante Kaja Kallas que China “no puede permitir que Rusia sufra una derrota en Ucrania”, está enviando un mensaje muy claro, con la intención de apaciguar los ánimos belicistas de la Unión Europea.

El mensaje es: no piensen que pueden cambiar el rumbo del conflicto (aunque fueran capaces de hacerlo). El sentido es: intentar evitar que el aventurerismo de algunos líderes cause más daño del estrictamente necesario.

Las clases hegemónicas europeas y estadounidenses, encerradas en su burbuja dorada, están presas del pánico ante la idea de perder, aunque sea una parte de sus privilegios.

En su mundo, la idea de que mañana ya no puedan permitirse alquilar una ciudad para convertirla en el escenario de su boda (o incluso de ser invitados a ella) les parece intolerable. Esto, unido a la sensación de poseer un poder ilimitado, les empuja inexorablemente a la guerra. La guerra se considera mucho más que una simple oportunidad de enriquecimiento adicional, sino más bien una gran operación policial para despejar el terreno de bandas de bárbaros saqueadores que quieren arrebatarles sus riquezas y privilegios.

Antes de llegar a ceder —ya sea riqueza, poder o tierras robadas—, lucharán con uñas y dientes. Y antes de llegar a una nueva Yalta, que redefina los equilibrios no hegemónicos, el camino es aún largo y está plagado de peligros.

Prepararse para esta perspectiva significa mucho más que preparar la mochila con el kit de supervivencia, como sugieren en Alemania. Significa decidir de qué lado estar. O la revolución impedirá la guerra, o la guerra provocará la revolución, decía Mao Zedong

*Director de arte del festival Magmart, diseñador gráfico y web, desarrollador web, director de video, experto en nuevos medios, experto en comunicación, políticas culturales, y autor de artículos sobre arte y cultura.