La esperanza del Che Guevara
Álvaro Ramis-Punto Final|
Paul Ricoeur definió alguna vez la esperanza como una “pasión por lo posible”. Seguramente tenía en mente a Tomás de Aquino, que la entendía como “el apetito hacia un bien difícil de obtener”, pero que no es imposible de alcanzar. De esa forma instaló una delgada línea que delimita la lícita esperanza de la vana ilusión. No saber distinguir esa frontera sería violar una ley no escrita que advierte contra las quijotadas de quienes quieren tomar el cielo por asalto, sin darse cuenta que ninguna escalera puede llegar tan alto. Pero, ¿y si existiera otra vía, que no conocemos hasta ahora, para subir hasta las estrellas?
Esa duda la tenía Kant cuando planteó sus famosas cuatro preguntas fundamentales: “¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué es el ser humano?” y finalmente, la última y más enigmática de todas: “¿Qué puedo esperar?”. Con esa pregunta nos obligó a pensar en qué esperanza vale la pena, qué futuro es deseable, y en consecuencia, por qué causa deberíamos luchar. Es lo que piensa José Carlos Mariátegui cuando dice: “El hombre no puede marchar sin una fe… porque no tener una fe es no tener una meta”. Por eso la esperanza va más allá del mero cálculo de probabilidades.
Ernesto Che Guevara es un gran maestro universal de esta pasión esperanzada por lo posible, que tiene en cuenta los escenarios, las posibilidades, las capacidades y las tácticas y estrategias que impone la realidad. Pero el Che da un pasito más, porque no era un mero apostador en el casino de la política. La esperanza guevarista se atreve a ir más allá de lo probable. Y en ese “más allá” radica la fascinación que ejerce su figura en un mundo que adora el riesgo de los emprendedores, de los especuladores y de los innovadores, pero que desprecia toda forma de esperanza política, tildándola de populismo, demagogia, aventurerismo e irresponsabilidad.
Para la derecha el Che es una especie de demonio porque, al decir de Hayek, tratando de construir el cielo en la tierra produjo el infierno. Cuba, Venezuela y todo lo que se les parezca, habrían seguido una vana ilusión que se tornó tragedia porque no reconocieron los límites de lo posible. Quisieron dar un paso más allá, y al hacerlo desconocieron las leyes inmanentes de la realidad que imponen, como la ley de la gravedad de Newton, un marco de plausibilidad a la acción humana. El voluntarismo guevarista sería contranatural, en bajas dosis una desviación peligrosa, y en casos más graves, un cáncer que habría que extirpar.
Pero esa no es la única crítica al Che. Para muchas izquierdas el Che es un compañero heroico, valeroso, un buen emblema que eleva la moral en momentos de desilusión. Pero nada más. En el fondo, es un personaje cuasi literario, un quijote latinoamericano, que enfrentó a los molinos de viento del imperio sobre un escuálido rocinante. Admirable moralmente, pero muy mala referencia a la hora de pensar la coyuntura. Icono pop de camisetas, pero políticamente imprudente, ineficaz y peligroso. La política, se nos dice, se hace con la cabeza fría. No se trata de un asunto de esperanza, ni mucho menos de utopismos románticos que nos lleven a terminar despeñados en una olvidada selva boliviana.
Desde hace décadas los márgenes que delimitan lo “posible” se han ido cerrando más y más hasta dejarnos atrapados en nuestro medio metro cuadrado de pequeños anhelos individuales. Espero, decimos al levantarnos por la mañana, que las cosas no empeoren. Ojalá que no se me acabe el empleo, que no tenga que endeudarme para estudiar, o si me enfermo de cáncer que no deba vender la casa o el auto para enfrentar la enfermedad. Y por otro lado, la fábrica consumista de los deseos nos roba cada uno de nuestros sueños y nos los devuelve en forma de mercancías.
La política actual nos enseña cada día a no ilusionarnos. Ya sabemos lo que pasa cuando se cree en una alegría que vendría, en que ganaría la gente, en los nuevos tiempos en que creceríamos con igualdad, en que estarían conmigo, o que llegaría un Chile de todos. El sentido común dicta que es mejor no autoengañarse y actuar con pragmatismo. Si se vota, se lo hace por un mal menor, y si no se lo hace, es porque se asume con resignación que nada puede cambiar. Pero los seres humanos, en el fondo, seguimos esperando. A pesar de las mil derrotas y desilusiones, atisbamos que puede haber un margen para ensanchar las fronteras de lo que hoy es posible. La realidad no es sólo lo que hay. Es siempre lo que hay, y lo que no hay, pero podría haber. La voluntad colectiva tiene entonces un papel que jugar.
El Che es un esperanzado lúcido porque siempre pensó que se puede, si se juntan las voluntades. Se puede vencer el asma infantil, a punta de disciplina. Se puede salir a recorrer América Latina en una destartalada moto, casi sin dinero en el bolsillo, si tienes un buen amigo que te acompañe. Se puede vencer a un ejército, con un puñado de guerrilleros mal armados, abandonados en la Sierra Maestra, si se sabe articular el apoyo popular de los cubanos. Y en economía, se puede ir más allá de los incentivos individuales, monetarios y materiales, si se crea un contexto subjetivo que valorice mucho más los incentivos colectivos y morales. En cada etapa de su vida el Che buscó ampliar las condiciones de posibilidad para ejercer otra política, para vivir otra economía, para cultivar otra cultura. Su búsqueda de un hombre nuevo no era un salto al vacío antropológico, sino la exploración de los confines de las capacidades humanas, puestas a prueba de forma exigente, pero sin perder la ternura.
¿Qué esperaba el Che?
Expuesto así, el Che podría parecer un buen entrenador deportivo. Una especie de Marcelo Bielsa de la política, que sacaba el máximo a su equipo, pero sin llegar a aplastarlo por la exigencia. Pero esto no basta para describirlo. La dimensión más desconcertante de su vida es el abandono de sus cargos en Cuba, su desaparición primero en Africa y su reaparición en la “aventura boliviana”. Esta última etapa de su vida parece difícil de comprender, más aún en un contexto político tan degradado como el chileno, donde el “todo vale” para satisfacer las ambiciones personales ha sido la norma por décadas.
¿Qué pasó por la mente del Che en esta etapa? ¿Se trató de una repulsa ingenua a la necesaria institucionalización de los cambios revolucionarios? ¿O una muestra de “infantilismo de Izquierda”, propio de un espíritu inmaduro? ¿Un caso de rebeldía incurable? ¿O un ejemplo de mesianismo milenarista, como tantos en la historia? Recordemos el contexto. A inicios de 1965 Guevara escribió su famosa carta a Fidel renunciando a todos sus cargos y anunciando su partida hacia “nuevos campos de batalla”. Empieza así a concretar un proyecto tricontinental que le llevó a internacionalizar los ciclos revolucionarios en América Latina, Africa y Asia.
En ese proceso el Che y sus compañeros analizaron fríamente las posibilidades. Se hizo un cálculo de recursos, se analizaron condiciones objetivas y subjetivas en cada país y situación. Se trataba de aprovechar una pequeña ventana de oportunidad, abierta en medio de la guerra fría por las luchas anticolonialistas y anti-imperialistas en el sur global del mundo. Pero era una grieta muy fina. La Unión Soviética no estaba dispuesta a sostener activamente esa iniciativa y Estados Unidos la veía como una justificación para intervenir a escala planetaria. ¿Por qué arriesgarse a tanto? Una manera de entender esa indomable voluntad rebelde es repasando un texto olvidado de Walter Benjamin, la Tesis 8 sobre filosofía de la historia. Dice lo siguiente: “La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el ‘estado de excepción’ en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces como cometido nuestro provocar el estado de excepción verdadero; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo”.
Por “estado de excepción” Benjamin entiende el momento en que el estado de derecho cesa para permitir un orden arbitrario, en el cual es posible el abuso, las violaciones de los derechos humanos, la explotación, el imperialismo, el racismo, el sexismo, la dominación en todas sus formas. Para los oprimidos de este mundo esta supuesta “excepción legal” no es un evento episódico, puntual, o un momento esporádico. Bajo el capitalismo ese es el curso normal y cotidiano de los acontecimientos. ¿Cómo acabar de una vez con ello? Benjamin, en medio de la mayor de las desesperanzas, se atreve a soñar con un punto de fuga: provocar un verdadero estado de excepción, el estado de excepción de los oprimidos, que mejore su posición en su lucha. El proyecto tricontinental buscaba ese objetivo. Se trataba de crear el “estado de excepción verdadero” a escala mundial, un momento de “ruptura democrática” del poder constituido, que poniendo fin a la legalidad de los opresores, permitiera a los pueblos el ejercicio de su poder constituyente originario.
Ese momento, en el que la justicia de los pueblos pone fin a la legalidad fáctica de los opresores, no se realiza de forma mecánica ni mágica. Puede alcanzarse con las armas en la mano en algunas circunstancias. En otras, con las armas de las urnas democráticas. Siempre, con las armas de la movilización política y social en la calle. No hay recetas preconcebidas, pero el objetivo es el mismo: un punto de quiebre con el orden jurídico vigente para permitir que los oprimidos “mejoren su posición en la lucha”. Entendida así, la revolución, armada, democrática, del tipo que sea, es sólo un hito que permite el nuevo comienzo. No es la solución inmediata a los problemas ni es el final de la ruta, sino una cabeza de playa para iniciar el desembarco.
Muchos han tratado de reducir el guevarismo a una apología simplificadora del foco guerrillero. Pero confunden acciones con objetivos, medios con fines, táctica y estrategia. La esperanza guevarista en la revolución tampoco es una creencia mítica en un horizonte futuro que nunca llegará. Es la confianza lúcida en que los límites de lo posible se pueden ampliar, si existe voluntad política colectiva, organización, fuerza y potencia popular. Un proceso de ensanche permanente de las alamedas, que debe llevar a un inevitable punto de quiebre con el orden jurídico existente.
En el Chile actual imagino ese instante de ruptura como un momento plebiscitario, en el cual la voluntad de la plebe pueda imponer su legitimidad por sobre el largo estado de excepción iniciado en 1973, e institucionalizado con la Constitución de 1980. Porque un plebiscito es una herramienta de poder plebeyo. La etimología latina lo deja claro: plebe, gente común, plebe scitum, decreto de la plebe. Un acto plebiscitario, como el que propone el movimiento No+AFP, y que permitiría una Asamblea Constituyente no es ni puede ser el fin de las luchas. Sería una herramienta democrática que provocando un estado de excepción verdadero, nos permitiría mejorar nuestra posición en la lucha.
La esperanza guevarista permite actuar a pesar de que todo muestre que la derrota es mucho más que probable. El lema “hasta la victoria siempre” funciona fuera del esquema medio-fin de la racionalidad dominante. Se trata de seguir actuando sin calcular la posibilidad de victoria o derrota, seguir en la resistencia, incluso cuando no hay esperanza de vencer. Vivir “hasta la victoria siempre” es renunciar deliberadamente al cálculo de las consecuencias, que paraliza. La lucha se mantiene incluso cuando las probabilidades de fracasar son enormes, porque la única posibilidad de lograr algún éxito pasa por asumir que aunque fracases en términos de cálculo de éxito, ha tenido sentido lo que hiciste. Y por eso, a pesar de su muerte trágica, podemos decir con certeza que Ernesto Che Guevara venció, porque su lucha tuvo sentido en sí misma, ayer, hoy y para siempre.
*Publicado en “Punto Final”, edición Nº 861, 30 de septiembre 2016.