La deriva sin limites del neoliberalismo uruguayo dirigido por Lacalle Pou
Eduardo Camin
En poco tiempo se aceleró un proceso de grandes transformaciones mundiales que cambiaron las bases sobre las cuales se asentaban las relaciones internacionales. En realidad, vivimos en un mundo donde los poderosos ejercen el poder y utilizan su influencia –política, militar, tecnológica y comercial – en su propio beneficio, con escasa o nula atención a los problemas de los miles de millones de desamparados.
Vivimos en un mundo marcado por la hegemonía y la dominación. Hegemonía de los ricos que imponen sus condiciones, sus métodos y su filosofía, que someten a una dominación por parte de los países industrializados o del primer mundo sobre los países pobres y sus poblaciones.
En este sentido las relaciones de comercio internacional son una parte esencial, un aspecto sustancial, tal vez una pieza clave de este sistema de dominación. Es la piedra angular de esta construcción. La base en que se sustenta esta concepción es la presunción del absoluto y benéfico poder regulador del mercado y la bondad de la especialización en la producción en función de las ventajas comparativas que cada economía nacional goza.
La idea de los economistas de este corte se basa en que la competencia desata la innovación, eleva la productividad y conduce al descenso de los precios. La suposición, elevada al rango de doctrina, define la interdependencia como un elemento superior a la autonomía, la competencia mejor que la cooperación y el consumo, un ideal de vida.
Pero para dar lugar al libre comercio internacional, los países pobres deben abrir y desregular sus economías, es decir eliminar la protección del aparato productivo nacional y suprimir todos los condicionamientos que traban la circulación de servicios y mercaderías, zambulléndose – sin salvavidas– en el mercado global.
El Estado debe ceder paso al mercado y abstenerse de interferir en él y en este aspecto el gobierno uruguayo del presidente Luis Lacalle Pou hace gala de un elocuente pragmatismo. De esta forma, el orden social neoliberal se apropia de los avances científicos y tecnológicos para fundamentar una política de cambios estructurales más acordes con los tiempos de la revolución informática y cibernética.
El discurso inicial cambia y legitima las decisiones de gobernabilidad en el necesario proceso de reformas estructurales que permitan al Estado hacer frente a los nuevos retos de la devaluada pero aún vigente “globalización”. Gobernabilidad para estar al día en el tiempo de la cibernética, la informática, la realidad virtual y el ciberespacio de las comunicaciones.
En este sentido, impulsar las reformas en el orden estatal se convierte en un programa fundamentalista e irreversible. Y en esta dinámica surgen varios tipos de reformas, acuñadas bajo el manto o pretexto de la modernización, que se consideran básicas para garantizar una adecuación total de las funciones del Estado.
Reforma del proceso de gobierno o gestión pública, reforma de la enseñanza, reforma de la constitución política del Estado, y reforma de la Seguridad Social, entre otras.
La reforma del proceso de gobierno en la gestión pública centrada en aplicar políticas de privatización, desincorporación y desregulación de la actividad pública estata, que abarque la privatización de empresas públicas consideradas estratégicas como telecomunicaciones, transporte, hidrocarburos y eléctricas.
Reformas del régimen político, buscando nuevos pactos sociales más acordes con los procesos de desincorporación y desregulación de la actividad publica estatal, promoviendo los cambios precisos en los procesos electorales. En esta dinámica se impone la reforma de la Carta Magna. Se trata de dar legitimidad al conjunto de transformaciones en la relación publico-privado nacidas de la aplicación de la doctrina neoliberal del Estado.
El conjunto de institutos, normas y nuevos derechos de los inversores y las corporaciones que se han venido desarrollando – ya en el gobierno de centroizquierda del Frente Amplio- permitirán hacer realidad el sueño del neoliberal más fundamentalista que podamos imaginar.
Las consecuencias de esta política económica son inevitables: déficit endémico de la balanza comercial, endeudamiento para afrontarlo, necesidad de exportar cada vez más para pagar deudas que por vía complementaria están bajo bajó el control de la banca internacional, los grupos “buitres” de inversores, el FMI y el Banco Mundial.
La promesa del desarrollo sigue siendo una promesa falsa. Ofrece como meta ilusoria para los países pobres en vías de desarrollo, el nivel de vida y bienestar que ostentan las sociedades desarrolladas, lo que incluye el consumo y el despilfarro conocidos. Se oculta el hecho de que el desarrollo alcanzado por los países industrializados se obtuvo en sus orígenes y actualmente se sustenta, en buena medida, en la explotación del mundo subdesarrollado, la sobreexplotación de los recursos del planeta y la contaminación incesante. Ese desarrollo prometido es imposible.
Vivimos en una falacia para la galería, reciclando viejas recetas ya que esta política económica que nos impusieron formalmente desde 1989, con el llamado Consenso de Washington, no ha sido mas que una nueva colonización de los mercados disfrazada de un nuevo sistema de desarrollo.
*Periodista Uruguayo residente en Ginebra. Fue Miembro de la Asociación de Corresponsales de prensa de Naciones Unidas en Ginebra (ACANU). Analista Asociado al Centro Latinoamericano de Analisis Estratégico (CLAE)