“Ira islámica”: ¿existe eso?
MARCELO COLUSSI | Un fantasma recorre el mundo: ¡la amenaza del fundamentalismo islámico! Recientemente, al menos lo que nos han dicho hasta el hartazgo todos los medios comerciales de Occidente, la “ira islámica” se ha despertado con motivo de una ofensiva película de contenido denigrante contra la figura de Mahoma y del Islam en general que se ha puesto a circular por distintos medios.
Marcelo Colussi – [email protected]
“Mientras los medios de comunicación internacionales siguen obsesionados con las manifestaciones contra la película, amplios sectores del país están yendo a la huelga, pero nadie lo cuenta”, protestaba indignado el activista egipcio Hossam El-Hamalawy. Desde hace ya unos años, terminada la Guerra Fría y acabado el fantasma del “peligro comunista”, un nuevo demonio ha entrado en escena en el ámbito global: el terrorismo de los así llamados “fundamentalistas islámicos”.
Aunque no se sepa bien qué significa, el término “fundamentalismo” ha pasado a ser de uso común. Y más aún el de “fundamentalismo islámico”. Para adelantarlo de una vez: según el imaginario colectivo que los medios han ido generando en Occidente, el mismo es sinónimo de atraso, barbarie, primitivismo, y se une indisolublemente a la noción de terrorismo sanguinario.
Como primera aproximación podríamos decir que, de un modo quizá difuso, está ligado a fanatismo, ortodoxia, sectarismo. De alguna manera está en la antípoda de un espíritu tolerante y abierto, que suele ligarse, sin el más mínimo sentido crítico, con democracia. O, al menos, con lo que el discurso global dominante presenta como democracia: economías de mercado con elecciones de los puestos públicos de dirección cada cierto tiempo. En general suele asociárselo –lo cual es correcto– con el ámbito religioso. En sentido estricto, el término “fundamentalismo” tiene su origen en una serie de panfletos publicados entre 1910 y 1915 en Estados Unidos; con el título “Los Fundamentos: un testimonio de la Verdad”, los documentos escritos por pastores protestantes se repartían gratuitamente entre las iglesias y los seminarios en contra de la pérdida de influencia de los principios evangélicos en ese país durante las primeras décadas del siglo XX. Era la declaración cristiana de la verdad literal de la Biblia, y las personas encargadas de su divulgación se consideraban guardianes de la verdad. De tal modo, entonces, fundamentalismo implicaría: “retorno a las fuentes, a los fundamentos”.
Existen distintas definiciones y sinónimos para el fundamentalismo religioso. Para tomar alguna, por ejemplo, podríamos citar la que propone Ernest Gellner: “la idea fundamental es que una fe determinada debe sostenerse firmemente en su forma completa y literal, sin concesiones, matizaciones, reinterpretaciones ni reducciones. Presupone que el núcleo de la religión es la doctrina y no el ritual, y también que esta doctrina puede establecerse con precisión y de modo terminante, lo cual, por lo demás, presupone la escritura”.
Todas las religiones, en mayor o menor medida, pueden comportar rasgos fundamentalistas. En Occidente, por ejemplo, el cristianismo ha conocido momentos de fanatismo e intolerancia increíbles; la Santa Inquisición abrasó en la hoguera a quinientas mil personas en nombre de la lucha contra el demonio, y si bien eso no sucede en la actualidad, la ortodoxia llevada a extremos delirantes persiste. Sólo para muestra: durante la guerra en Bosnia el Papa Juan Pablo II mandó una carta abierta a las mujeres que habían quedado embarazadas después de ser violadas, en la que les pedía que no se practicaran un aborto y que cambiaran la violación en un acto de amor haciendo a ese niño carne de su carne. Una primera hipótesis que esto nos plantea es que el “salvajismo” fundamentalista, en todo caso, no es patrimonio islámico como la verdad mediática nos lo presenta cotidianamente. Ahora bien, y como pregunta colateral: tirar bombas atómicas sobre población civil, ¿no es también salvajismo?
El Islam (palabra árabe que significa “entrega a Dios, sumisión a su voluntad”) no es sólo una religión; es, más precisamente, un proyecto sociopolítico de base religiosa. El Islam se define a sí mismo como una ideología que engloba religión, sociedad y política y que se basa en un texto sagrado: el Corán. Por tanto, el Corán no es un libro exclusivamente religioso. El profeta Mahoma, entre los años 622 y 632, organizó la sociedad musulmana con numerosas reglas sociales. La tarea de un gobierno musulmán es organizar toda la vida social según esas normas y expandir el Islam lo máximo posible. Todo debe ser islamizado: desde lo que se habla por los altavoces de las mezquitas hasta los periódicos, la televisión, la escuela, las relaciones interpersonales.
Para el presente análisis es imprescindible partir de la base que la actual y difundida hasta el hartazgo caracterización de la cultura musulmana como intrínsecamente “atrasada”, “bárbara” –visión sesgada y ahistórica por cierto– borra tiempos de grandeza inconmensurable, hoy ya idos. El Islam desplegó por siglos un poderoso potencial creativo, filosófico y científico-artístico, superior en su época al del Occidente cristiano; ahí están su colosal arquitectura, el álgebra, los avances médicos, su arte, como testigos de un gran momento de esplendor. Sin embargo la moderna revolución científico-técnica de la era industrial no surgió en suelo islámico sino que ha irrumpido en éste desde fuera, la mayoría de las veces bajo el signo del colonialismo. Hoy por hoy –es la cruda realidad– el mundo árabe no marca la delantera cultural del planeta; su lugar en el concierto mundial se ve relegado, al menos para la lógica que imponen los centros internacionales de poder, a ser productores de materia prima, petróleo fundamentalmente. Riquezas naturales que contribuyen a mantener dinámicas sociales pre-industriales, en numerosas ocasiones con corruptas monarquías feudales enquistadas en Estados, a veces dictatoriales, que usufructúan la explotación de esos recursos y a cuya sombra vegetan mayorías empobrecidas, desesperadas en muchos casos.
En este contexto surge el fundamentalismo islámico, en tanto movimiento político-religioso que preconiza la vuelta a la estricta observancia de las leyes coránicas en el ámbito de la sociedad civil. Deriva su nombre de la aspiración de volver sobre las fuentes, es decir, el Corán, la Sunna (la tradición del Profeta, los dichos y hechos de Mahoma) y la Ley Revelada. Dentro de sus planes están el rescate de los valores propios e intrínsecos al Islam, la restauración del Estado Islámico y la oposición a todo lo que haya entrado en la sociedad musulmana como innovación. En el seno de este amplio movimiento se encuentran tendencias diversas, antagónicas incluso: sunnitas, chiitas, wahabitas, el Yihad islámico, los Hermanos musulmanes de tendencia sunni surgidos a finales de los años 20 del pasado siglo e implantados fundamentalmente en Egipto pero también en otros países del occidente musulmán (Sudán, Yemen, Siria,), el movimiento Hamas, la red Al Qaeda, la secta nigeriana Maitatzine, etc.
Si bien está extendido en modo difuso por buena parte de África y Asia contando entre sus seguidores a millones de personas, es muy difícil encontrar un hilo conductor único que reúna a todo este movimiento. No obstante, a pesar de la amplísima pluralidad, existen varios aspectos inmutables del derecho islámico que podemos ver transversalmente en todo el amplio arco del fundamentalismo: el rechazo a admitir el matrimonio de la mujer musulmana con el no musulmán, el rechazo a la posibilidad de que un musulmán pueda cambiar de religión reconociendo su derecho a la libertad de conciencia, el rechazo a admitir la legalidad de los sindicatos para los trabajadores, la pena capital por apostasía, la aceptación de los castigos corporales, y tres desigualdades inmodificables: la superioridad del amo sobre el esclavo, del musulmán sobre el no-musulmán y del varón sobre la mujer, la que es sometida al proceso de ablación clitoridiana a partir del supuesto que no debe gozar sexualmente (el placer debe ser sólo varonil).
El fundamentalismo apegado al Islam primigenio no establece distinción entre política y religión. Por ello en algunos casos, como en Irán, los líderes islamistas suponen que la dirección política de la sociedad debe recaer en los ulemas o líderes religiosos. Para el fundamentalismo la restauración del Islam originario es la única alternativa viable, la respuesta religiosa frente a los fracasos y las crisis en el que Occidente es el principal causante de los males. En ese marco, Estados Unidos es el enemigo natural, aborrecido ya como símbolo de la dominación occidental.
En esta línea, para los fundamentalistas muchos problemas del mundo árabe actual son achacables al abandono de la fe islámica. Por tanto, lo esencial es volver a las fuentes de la fe, depurar todas las escorias y deformaciones provenientes y resultantes de siglos de decadencia (entienden que la pobreza, el atraso económico, la dominación extranjera, se deberían al abandono del Islam), y recuperar así una edad de oro vista hoy como paraíso perdido.
Este fundamentalismo se ha difundido principalmente entre los estratos más pobres y explotados de las sociedades donde se arraiga, tales como asalariados, campesinos expropiados y empujados a emigrar a la ciudad, trabajadores y sectores medios que giran alrededor de la economía de los bazares, y una parte del clero islámico; pero muy especialmente: en la juventud. Dato importante: el 60 % de la población musulmana de menores de 20 años está desocupada y con un porvenir incierto. Como comentario marginal, pero no por ello menos importante, es interesante (¿sugestivo?) comprobar cómo el fundamentalismo de corte neopentecostal (cultos evangélicos autodenominados “cristianos”) se ha difundido al mismo tiempo por Latinoamérica, abarcando más o menos los mismos sectores que en el mundo árabe: capas más empobrecidas de las sociedades, provocando también una vuelta a fundamentalismos religiosos que tienen como consigna fundamental olvidar lo terrenal. ¿Pura coincidencia?
Difundido entre los estratos más pobres de la sociedad, entonces, el fundamentalismo es un movimiento interclasista que, incluso mediante acciones violentas, se opone a la “modernidad laica” en vez de oponerse a la explotación capitalista y al injusto sistema de comercio internacional (hoy en su versión neoliberal globalizada), verdaderas causas de los actuales sufrimientos de las masas oprimidas. Como en el Corán está escrito que quienes mueran en la defensa de su fe tendrán bienaventuranza eterna, los feligreses-ciudadanos se ven inducidos a los mayores sacrificios para alcanzar las ambiciones terrenales de sus líderes, hábilmente parapetadas detrás de los textos sagrados y de los ideales religiosos. Esto explica el terrorismo autoinmolatorio de los fundamentalistas, tan difícil de entender desde la cosmovisión occidental. Cuando un joven islámico se lanza cargado de explosivos contra un objetivo tiene la convicción de que lo hace porque esa es la “voluntad de Dios” y que después de su muerte irá directamente al paraíso para estar junto a Alá.
En el contexto de miseria económica, desempleo y pobreza, las masas de los países musulmanes se encuentran en una situación compleja. La arrogancia y desprecio de los monarcas y dictadores en el mundo islámico y árabe añade más combustible al odio y la cólera de las masas; de ahí la “primavera árabe” iniciada en el 2010, que constituye una genuina reacción política alternativa a este estado de postración, y para nada un movimiento de reivindicación religioso fundamentalista. Si esa espontánea reacción popular fue luego cooptada, manipulada y desviada de su posible curso de propuesta alternativa, eso abre todo otra línea de investigación en la que no entraremos ahora.
Visto entonces el fenómeno del fundamentalismo islámico en esta dimensión sociopolítica, la razón principal para entenderlo está dada por el enorme vacío creado por la falta de propuestas alternativas que se da en estas sociedades, y por la manipulación de las poblaciones apelando a un fanatismo fácil de exacerbar (similar a los grupos evangélicos en América Latina). Es ahí donde deben empezar a vislumbrarse las respuestas a las preguntas: ¿a quién beneficia este fundamentalismo? ¿Es realmente un camino de liberación para las grandes masas? Pero… ¿no era que la religión constituye “el opio de los pueblos”?
Como dijera el politólogo pakistaní Lal Khan: “este virulento fundamentalismo es la culminación reaccionaria de las tendencias que en la época moderna, caracterizada por la política y la economía mundiales, intentan recuperar el islamismo. En los años cincuenta, sesenta y setenta en el mundo musulmán existían corrientes de izquierda bastante importantes. En Siria, Yemen, Somalia, Etiopía y otros países islámicos, se produjeron golpes de Estado de izquierdas, y el derrocamiento de los regímenes capitalistas-feudales corruptos llevó a la creación del bonapartismo proletario o Estados obreros deformados. En los demás países también hubo movimientos de masas importantes encabezados por dirigentes populistas de izquierda. En el clima de la Guerra Fría algunos de estos dirigentes, como Gamal Abdel Nasser, incluso desafiaron al imperialismo occidental y llevaron a cabo nacionalizaciones y reformas radicales. A partir de ese momento, una de las piedras angulares de la política exterior estadounidense fue organizar, armar y fomentar el fundamentalismo islámico moderno como un arma reaccionaria contra la insurrección de las masas y las revoluciones sociales.” (…) “Después de la derrota de Suez los imperialistas dieron prioridad a esta política. Gastaron ingentes sumas de dinero en operaciones especiales dirigidas por la CIA y el Pentágono. Suministraron ayuda, estrategia y entrenamiento a estos fanáticos religiosos. La mayor operación encubierta de la CIA en la que ha estado implicado el fundamentalismo islámico ha sido en Afganistán.”
La principal fuente de finanzas del fundamentalismo islámico procede del tráfico de drogas ilegales. Este proceso fue iniciado por el imperialismo estadounidense, pero ahora esta economía negra ya ha pasado a ser parte fundamental del funcionamiento del propio sistema capitalista global, siendo uno de sus grandes negocios. Se ha convertido en parte de la política de la CIA el uso de las drogas y otras formas de crimen para financiar la mayoría de las operaciones contrarrevolucionarias en las que participa. Esta política de drogas en Afganistán ha tenido un impacto desastroso en la juventud de todo el mundo. Hoy el 70 % de la heroína mundial procede de la mafia afgano-pakistaní. Los modernos laboratorios en la frontera de Afganistán y Pakistán (donde se transforma el opio en heroína) fueron instalados con la ayuda de la CIA.
En sociedades donde los Estados son incapaces de proporcionar los servicios básicos a su población (salud, educación y empleo), el fundamentalismo islámico ha utilizado estas privaciones para construir sus propias fuerzas. Con grandes cantidades de dinero la propuesta fundamentalista ha creado escuelas religiosas (madrassas o escuelas coránicas) para entrenar y desarrollar fanáticos desde muy temprana edad, que después se convertirán en materia prima de la locura religiosa.
Según el economista egipcio Samir Amin este resurgimiento del fundamentalismo no es casual. “Imperialismo y fundamentalismo cultural marchan juntos. El fundamentalismo de mercado requiere del fundamentalismo religioso. El fundamentalismo de mercado dice: ‘subviertan el Estado y dejen que el mercado en la escala internacional maneje el sistema’. Esto se hace cuando los Estados han sido desmantelados completamente. Sin Estados nacionales, las clases populares son minadas por la carencia de su identidad de clase. El sistema puede gobernarse si el Sur está dividido, con naciones y nacionalidades peleando entre sí. El fundamentalismo étnico y el religioso son instrumentos perfectos para propiciar y dirigir el sistema político. Estados Unidos, como muestra el caso de Arabia Saudita y Pakistán, siempre ha apoyado el fundamentalismo islámico”.
Definitivamente en el clima de desesperación de grandes masas de musulmanes –y más aún de su juventud– la salida violenta puede aparecer siempre como una tentación. En ese complejo caldo de cultivo, entonces, hunden sus raíces los movimientos integristas, y la muerte no tarde en campear: estamos así en el campo de la acción armada, en la estrategia de la respuesta visceral, lo que la industria mediática ha bautizado como “terrorismo”. Pero ante ello se repite la pregunta: ¿a quién beneficia este fundamentalismo con visos violentos? ¿Es realmente ése un camino de liberación para las empobrecidas y postergadas masas musulmanas?
La idea generada por las usinas mediáticas del poder en Occidente –con Washington a la cabeza– une fundamentalismo islámico con el siempre impreciso y mal definido “terrorismo”, insistiendo tanto en esta prédica que, hoy por hoy, el mensaje ha terminado por instalarse. El nuevo peligro que acecha al mundo, según esta ingeniería comunicacional, ya no es el comunismo: es el terrorismo internacional, más aún aquél de cuño islámico. Ahí apareció entonces la diabólica figura del nuevo ícono con ribetes hollywoodenses: Osama Bin Laden, y el inicio de la gran campaña mediática que nace el 11 de septiembre de 2001 con la caída de las Torres Gemelas.
En términos que no dejaron duda, quien fuera asesor de Seguridad Nacional durante la presidencia de James Carter y coautor de los ultra derechistas documentos de Santa Fe, el polaco nacionalizado estadounidense Zbigniew Brzezinski, describió la política de su país en una entrevista con el periódico francés Le Nouvel Observateur, en 1998, admitiendo que Washington deliberadamente había fomentado el fundamentalismo islámico para tenderle una trampa a la Unión Soviética buscando que ésta entrara en guerra. “Ahora tenemos la oportunidad de darle a la URSS su propia guerra de Vietnam”, aseguró. Cuando se le preguntó si lamentaba haber ayudado a crear un movimiento que cometía actos de terrorismo por todo el mundo, desestimó la pregunta y declaró: “¿Qué es lo más importante para la historia mundial, los talibanes o el colapso del imperio soviético? ¿Varios musulmanes fanáticos o la liberación de Europa Central y el fin de la Guerra Fría?”.
En realidad no estamos ante un “choque de civilizaciones” Islam-Occidente como cínicamente ha presentado en su análisis de la situación mundial el catedrático Samuel Huntington, con lo que, en definitiva, se pavimenta el camino para la supremacía militarista de Washington, autoerigido como campeón en la defensa de la paz mundial. Si hoy día el “terrorismo islámico” es el nuevo demonio (con Al Qaeda como su estrella principal), eso no es sino un maquiavélico montaje mediático. La relación entre el imperialismo estadounidense y el terrorismo del fundamentalismo islámico es simbiótica. La llamada “guerra antiterrorista” no es más que una cubierta para la violencia militar para lograr los objetivos estratégicos mundiales de los grandes capitales globales con Estados Unidos a la cabeza como su brazo armado; y eso sólo creará más reclutas para los movimientos fundamentalistas islámicos. Junto a ello creará también, como parte indisoluble de la relación, nuevos actos de terror contra objetivos estadounidenses y occidentales, que pasarán a ser la excusa para mayor agresión por parte de los Estados Unidos en todo el mundo.
Ese clima empezó con los ya icónicos avionazos sobre el Centro Mundial de Comercio en New York y el ataque al Pentágono en Washington, en el 2001. Luego siguió en Madrid con los bombazos en la estación de metro de Atocha, después cualquier ciudad europea… luego cualquier ciudad del mundo. En esa lógica puede inscribirse la actual “ira islámica” supuestamente desatada por una película anti-musulmana. El clima de terror que se va creando es un montaje cinematográfico al mejor estilo de Hitchcock. La paranoia ha invadido Occidente, y una población aterrada es lo más fácilmente manejable.
Esa pretendida ira de musulmanes fundamentalistas y anti-occidentales es claramente funcional a los intereses estratégicos de Washington y las potencias occidentales. De la misma manera que lo utilizó para sus operaciones encubiertas en Asia y en Los Balcanes, ahora la geoestrategia militar de Washington se vale de su imagen para fabricar psicosis terroristas que le sirven a los Estados Unidos para justificar sus nuevas invasiones militares en el rediseño planetario que está poniendo en marcha con los halcones que dominan la escena, independientemente que el actual inquilino de la Casa Blanca sea un demócrata.
¿A quién beneficia este pretendido “fundamentalismo terrorista sanguinario”? Más allá del sensacionalismo mediático con que se ha presentado la supuesta ola de “indignación popular” de amplias masas musulmanas ante la ofensa producida por la polémica película en cuestión –manifestaciones que, en realidad, fueron muy poco numerosas– valen las palabras de Santiago Alba: “La recuperación del viejo discurso de la “confrontación del culturas” sólo puede perjudicar a todos los que luchan a nivel global y local por la democratización del mundo musulmán, la soberanía regional frente al imperialismo y la liberación de Palestina. Los movimientos populares del mundo árabe deberán estar muy atentos para no ceder a esta polarización”.
La estrella de la función en esta farsa mediática (el nuevo demonio llamado terrorismo islámico) es la red Al Qaeda, así como hasta hace poco tiempo lo fuera su hoy desaparecido líder, el ex agente del servicio secreto de los Estados Unidos Osama Bin Laden. Investigaciones realizadas por el FBI y el organismo antilavado Financial Crimes Enforcement Network, determinaron las conexiones del clan Bush con Salem Bin Laden (el padre de Bin Laden) y el Bank of Credit & Commerce (BBCI). La investigación reveló que los sauditas estaban utilizando al BCCI para realizar lavado de dinero, tráfico de armas y canalización de los fondos para las operaciones encubiertas de la CIA en Asia y Centroamérica, además de manejar los sobornos a gobiernos y de administrar los fondos de varios grupos terroristas islámicos. El ex jefe de Al Qaeda es un ejemplo arquetípico de ese proceso de laboratorio de las nuevas puestas en escena mediáticas. Hijo de millonarios, educado en el selecto colegio Le Rosey, en Suiza, su juventud fue la de un play-boy del jet set, en medio de lujos y escándalos en las capitales occidentales y en Arabia Saudita, pasando a ser posteriormente el referente de Washington en la nueva estrategia de manipulación de los fundamentalismos, jugando luego un papel clave en la avanzada anticomunista en Afganistán. Evidentemente el engendro dio resultado: la Unión Soviética encontró su Vietnam. Y hoy día el papel que sigue jugando aún muerto es absolutamente funcional a la nueva estrategia del complejo militar-industrial y las petroleras estadounidenses y los capitales globales asociados. El miedo está instalado; ahora hay que perpetuarlo. La maniobra de la película de marras perfectamente se inscribe en esa lógica.
Digno de mencionarse es que estos planes están más allá de las administraciones de turno. Por supuesto que, por razones ideológicas, el Partido Republicano es más funcional para llevarlas a cabo; así fue, por ejemplo, con la era Bush (padre e hijo). Pero con los actuales demócratas y un ¿socialdemócrata? como Barack Obama en la Casa Blanca (denostado como “comunista y musulmán” por el discurso neoconservador estadounidense) los planes no dejan de cumplirse. En ese marco resultan altamente significativos los afiches aparecidos primero en Chicago y luego en el metro de Nueva York: “En cualquier guerra entre un hombre civilizado y un salvaje, apoye al hombre civilizado. Apoye a Israel. Derrote a la Yihad”. De hecho, cada aviso está decorado con dos estrellas judías de David. ¿Preparación de los ataques del Estado de Israel a las centrales nucleares iraníes?
“Debemos ser honestos con nosotros mismos y con el pueblo norteamericano acerca del mundo en que vivimos”, dijo George Tenet, ex director de la CIA. “Un éxito completo contra esa amenaza es imposible. Algunos atacantes alcanzarán sus fines, a pesar de nuestros decididos esfuerzos y las defensas que establezcamos”. Por lo tanto, vivimos en alerta permanente, asustados. El único camino, entonces, es terminar con esta fiera feroz que acecha de continuo. Y como eso es casi imposible, cobra sentido la estrategia de “guerra infinita” lanzada durante la administración de George Bush hijo: vivimos en guerra permanente. La actual “ira islámica” nos lo recuerda.
Valga agregar que con la estructura económico-social que presenta nuestra aldea global –no muy justa, por cierto– actualmente se dan a nivel planetario 6.000 muertes diarias por diarrea, 11.000 muertes diarias por hambre, 3.800 personas mueren a diario por la infección de VIH/SIDA, mientras que cada día 150 fallecen por consumo de drogas y otros 720 seres humanos mueren por accidentes automovilísticos, en tanto que el siempre mal definido “terrorismo” produce, en promedio, 11 muertos diarios. Aún a riesgo de ser reiterativos: ¿quién se beneficia de este despertar fundamentalista musulmán? ¿A algún musulmán quizá? ¿A algún ciudadano de a pie de alguna parte del mundo? Todo indicaría, así las cosas, que esta “religiosidad” en juego en el mundo musulmán, lo que menos tiene es, justamente, religión. Igual a como sucede con los grupos evangélicos en Latinoamérica: son prácticas de control político-social disfrazadas de fervor religioso.
Así como el ex director de la CIA fue honesto, pidámosle a los medios que sean también honestos (aunque no podamos esperar que eso suceda, obviamente): no fueron masivas manifestaciones las que salieron a protestar ni pueblos enardecidos los que tomaron la embajada estadounidense en Libia cobrándose la vida del embajador y de otros tres funcionarios más. Eso no fue la primavera árabe espontánea de Túnez y de Egipto. De hecho –informes filtrados así lo indican– los mismos servicios de inteligencia sabían ya que el ataque a la embajada iba a suceder. ¿No hace recordar al montaje de los atentados del 11 de septiembre del 2001?