¿Hay algo nuevo en la relación Estados Unidos-América Latina?

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MARCELO COLUSSI | La región latinoamericana tiene características bastante peculiares en tanto bloque. Si bien hay diferencias, marcadas incluso, entre algunas zonas -el Cono Sur con Argentina, Chile y Uruguay es muy distinto a Centroamérica, por ejemplo; o sus países más industrializados, Brasil y México, difieren grandemente de las islas caribeñas-, en su composición hay más elementos estructurales en común que dispares.

“El poder del país se basó ante todo en este hemisferio, a veces llamado Fortaleza América”
Documento Santa Fe IV: “Latinoamérica hoy”. Estados Unidos, 2000

Una historia de violencia

Los rasgos comunes que unifican a toda la región son, al menos, dos: a) todos los países que la componen nacieron como Estado-nación modernos luego de tres siglos de dominación colonial europea (española fundamentalmente, o portuguesa); y b) todos se construyeron integrando a los pueblos originarios en forma forzosa a esos nuevos Estados por parte de las élites criollas. Estas características marcan a fuego la historia y la dinámica actual del área. En otros términos: la violencia estructural es una matriz para toda la región, que sin solución de continuidad se viene manteniendo hasta la actualidad desde hace cinco siglos.

En un sentido, toda la historia de Latinoamérica en su recorrido como unidad político-social y cultural, es una historia de monumental violencia, de profundas injusticias, de reacción y luchas populares. Siempre, desde las primeras épocas post colombinas cuando puede pasar a ser considerada una unidad en sí misma, el destino de Latinoamérica estuvo signado a una potencia externa: España (o Portugal) durante los primeros 300 años posteriores a la llegada del primer “hombre blanco”; Gran Bretaña luego, ya no como invasor militar sino a través de mecanismos de sujeción económica. Y desde mediados del siglo XIX, acrecentándose en forma exponencial en el XX, Estados Unidos de América.

Todo el siglo pasado fue, en realidad, una profundización de la doctrina del tristemente célebre presidente estadounidense James Monroe; es decir, con un país como Estados Unidos convertido en potencia, creciendo sin parar durante cien años, el subcontinente latinoamericano corrió la maldita suerte de pasar a ser su “patio trasero” sin que le quedaran muchas opciones.

En otros términos: desde el momento mismo del nacimiento de las aristocracias criollas, su proyecto de nación fue siempre muy débil. Estas aristocracias y “sus” países no nacieron -distintamente a las potencias europeas, o al propio Estados Unidos en tierra americana- al calor de un genuino proyecto de nación sostenible, con vida propia, con vocación expansionista; por el contrario, volcadas desde su génesis a la producción agroexportadora primaria para mercados externos (materias primas con muy poco o ningún valor agregado), su historia está marcada por la dependencia, incluso por el malinchismo. Oligarquías con complejo de inferioridad, buscando siempre por fuera de sus países los puntos de referencia, racistas y discriminadoras con respecto a los pueblos originarios -de los que, claro está, nunca dejaron de valerse para su acumulación como clase explotadora-, toda su historia como segmento social, y por tanto la de los países donde ejercieron su poder, va de la mano de las potencias externas, y desde la doctrina Monroe en adelante, de Estados Unidos.

Para Latinoamérica todo el siglo XX estuvo marcado por la referencia al imperio estadounidense. “Los Estados Unidos […] parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias en nombre de la libertad”, decía ya en el año 1829 Simón Bolívar; palabras premonitorias, sin dudas. Los nuevos Estados latinoamericanos, más allá del sueño integracionista del Libertador, nacieron divididos, con clases dirigentes entregadas visceralmente a las potencias extrajeras. La Gran Patria Latinoamericana, popular, con acento indígena y sin complejo de inferioridad ante la “civilización de los blancos”, de momento al menos no ha pasado de ser una aspiración. Toda vez que se intentó algo en sentido contrario, fue brutalmente decapitado.

Las oligarquías nacionales fueron siempre portavoz del imperio del norte, su gerente, su socio menor. Se dio así una imbricada articulación entre Washington y aristocracias criollas, donde poder y ganancias fueron más o menos compartidos. Y para custodiar a ambos actores, ahí estuvieron las fuerzas armadas nacionales, muchas veces preparadas incluso en territorio estadounidense. Pero incluso, también estuvieron las tropas del norte. Europa, a regañadientes, debió replegarse de estas tierras, quedándose sólo con pequeñas posesiones en el Caribe que la despojaron de su papel de potencia dominante.

En términos generales esa fue la matriz que fijó la historia del subcontinente durante cien años. Pero no fue una historia pasiva, donde los dominadores impusieron sus condiciones sin resistencias; por el contrario, fue una historia de luchas feroces, de violencia extrema, de sufrimientos extremos. Historia que, por cierto, lejos está de haber terminado. Desde la suprema violencia inaugural que trajo la conquista europea (genocidio militar y cultural, con el agregado de la gripe como arma más mortífera que los arcabuces), la violencia ha sido una constante en las relaciones sociales. Con los tiempos cambiaron sus formas, pero se mantuvo invariable como rasgo distintivo.

De las primeras rebeliones indígenas a la actual propuesta del ALBA (la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, como proyecto de integración no salvajemente capitalista), o el CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, en tanto mecanismo de integración política sin la tutela de Washington), las fuerzas progresistas han jugado siempre un importante papel. Las izquierdas políticas, entendidas en sentido moderno (con un talante socialista podríamos decir, marxistas incluso), han estado siempre presentes en los movimientos del pasado siglo. De hecho, con diferencias en sus planteamientos pero con un mismo norte, en casi todas las sociedades latinoamericanas se dieron procesos populares de construcción de alternativas socialistas, o nacionalistas antiimperialistas, o reformistas al menos, pero siempre en búsqueda de mayores niveles de justicia. En algunas llegando a ocupar aparatos de Estado: en Guatemala con la “primavera democrática” entre 1944 y 1954 con su reforma agraria, en Chile en la década del 70 con Salvador Allende, Cuba con su heroica revolución, Nicaragua con los sandinistas en toda la década de los 80, la actual Venezuela y su Revolución Bolivariana, o Bolivia y Ecuador, con sus dinámicos movimientos indígenas que terminaron en propuestas políticas socializantes. Y en otras experiencias, peleando desde el llano: movimientos sindicales, reivindicaciones campesinas, insurgencias armadas.

Sin ánimo de hacer un pormenorizado estudio de esta historia, lo que vemos entrado ya el siglo XXI es que la izquierda no está en franco ascenso (de todas esas experiencias, sólo Cuba es una experiencia popular y revolucionaria que se mantiene, en tanto Venezuela, Bolivia y Ecuador intentan profundizar sus procesos políticos, con suertes distintas). Pero en modo alguno ha muerto la lucha por mayores niveles de justicia, tal como el omnímodo discurso neoliberal actual pretende presentar. Es más: luego de la furiosa y sangrienta represión de los proyectos progresistas de las décadas de los 70/80 del siglo pasado y de la instauración de antipopulares políticas fondomonetaristas en los 90, después del derrumbe del campo socialista y un período donde los movimientos por mayores cuotas de equidad parecían totalmente dormidos, en estos últimos años asistimos a un renacer de la reacción popular.

¿Estamos entonces realmente ante un resurgir de las izquierdas, de nuevos, viables y robustos proyectos de cambio social?

Las nuevas izquierdas

Suele hacerse la diferencia entre izquierdas políticas e izquierdas sociales. Hay, sin dudas, un cierto retraso de las primeras en relación a las segundas. Para decirlo de otro modo: los planteos políticos de fuerzas partidarias a veces han quedado cortos en relación a la dinámica que van adquiriendo los movimientos sociales. Muchas veces las reacciones, protestas, o simplemente la modalidad que, en forma espontánea, han tomado las mayorías, no se ven correspondidas por proyectos políticos articulados provenientes de las agrupaciones de izquierda. Con variaciones, con tiempos distintos, pero sin dudas como efecto generalizado apreciable en toda Latinoamérica, hay un desfase entre masas y vanguardias. Lo cierto es que desde hace algunos años (podríamos decir desde fines del siglo pasado) la reacción de distintos movimientos sociales ha abierto frentes contra el neoliberalismo rampante que se extiende sin límites por toda la región.

Vale destacar que esos movimientos, novedosos en muchos casos, no se corresponden totalmente con esquemas teóricos de dos o tres décadas atrás. Ahí está, por ejemplo, el despertar de los movimientos indígenas, o las reivindicaciones de las eternamente postergadas mujeres, que se constituyen en nuevos sujetos sociales de cambio, con tanto o más empuje que las reivindicaciones de clase. Lo cual lleva colateralmente (aspecto que no se abordará aquí) a la revisión crítica de los instrumentos tradicionales de la izquierda y su lectura de la realidad en términos exclusivos de lucha de clases. Sólo para dejarlo esbozado: no hay dudas que los conceptos fundamentales del marxismo, definitivamente válidos en su raíz (lucha de clases como motor de la historia, apropiación del plustrabajo de una clase por otra), necesitan una lectura circunstanciada para la coyuntura actual, globalizada, hiper informatizada, donde nuevos actores y eternas injusticias olvidadas (inequidad de género, diferencia Norte-Sur) plantean nuevos interrogantes.

Toda esta izquierda social ha tenido impactos diversos, con agendas igualmente diversas, o a veces sin agenda específica: frenar privatizaciones de empresas públicas, organización y movilización de campesinos sin tierra, o de habitantes de asentamientos urbanos precarios, derrocamiento de presidentes como fueron los casos de Argentina, Bolivia o Ecuador, oposición a políticas dañinas a los intereses populares. Y algo fundamental desde donde empezar a considerar los nuevos tiempos post Guerra Fría: la suma de todas estas movilizaciones impidió la entrada en vigencia del Área de Libre Comercio para las Américas -ALCA- tal como lo tenía previsto Washington para enero del 2005.

El abanico de protestas y movilizaciones es amplio, y a veces, por tan amplio, difícil de vertebrar. Los piqueteros en Argentina o los movimientos campesinos con una importante reivindicación étnica en Bolivia, Ecuador, Perú o Guatemala, el zapatismo en el Sur de México o la movilización de los Sin Tierra en Brasil, son formas de reacción a un sistema injusto que, aunque haya proclamado que “la historia terminó”, sigue sin dar respuesta efectiva a las grandes masas postergadas. ¿Hay un hilo conductor, algún elemento común entre todas estas expresiones?

Hoy por hoy, diversas expresiones de la izquierda política, de posiciones moderadas que se podrían hacer caer en el difuso campo de la “centro-izquierda” (¿o del “capitalismo serio”?) -la que en estos momentos es posible: moderada y de saco y corbata- tienen en sus manos el aparato de Estado en varios países: Brasil, Uruguay, Argentina, Nicaragua, El Salvador. A todo esto habría que sumar otras expresiones, definitivamente mucho más intragables para Washington: Cuba en primer lugar, junto a procesos más moderados como Venezuela, Bolivia o Ecuador.

Las posibilidades de transformaciones profundas desde las estructuras estatales, tal como están las cosas (deudas externas abultadas, creciente presencia militar del imperio en la región), y dada la coyuntura con que arribaron a las administraciones gubernamentales (voto en elecciones de democracias representativas, que no es lo mismo que revoluciones políticas populares), esas expresiones de las izquierdas eleccionarias son limitadas. Más aún: son izquierdas que, en todo caso, pueden administrar con un rostro más humano situaciones de empobrecimiento y endeudamiento sin salida en el corto tiempo. Pero quizá no más que eso.

En modo alguno podría decirse que son “traidores”, “vendidos al capitalismo”, “tibios gatopardistas”. Eso, más que análisis serio, es una consigna principista. La izquierda constitucional hace lo que puede, y seguramente no puede pedírsele más. Hoy, en los marcos de la post Guerra Fría, con el triunfo de la gran empresa y el unipolarismo vigente -más aún en la región latinoamericana, histórico “patio trasero” de la superpotencia hegemónica- es poco lo que tiene por delante: si deja de pagar la ominosa deuda externa, si piensa en plataformas de expropiaciones y poder popular y si se atreve a armar a sus pueblos, sus días están contados. Pero los actuales mandatarios “progresistas” ¿hablaron en algún momento de revolución socialista en sus campañas proselitistas? ¿Levantó alguno de ellos recientemente las mismas consignas que, tres décadas atrás, proponían los movimientos armados que, sin ningún complejo ni temor, hablaban de comunismo y de confiscaciones, y a la que directa o indirectamente ellos pertenecían o apoyaban? Sin ningún lugar a dudas que no. Por eso es demasiado superficial quedarse con la idea de “traidores”.

La feroz represión que vivió toda la región entre las décadas de los 70 y los 80 en el pasado siglo tuvo un efecto fríamente buscado por el imperio -en combinación con los factores de poder locales-, y sin dudas conseguido: amansó al movimiento popular, quebró su resistencia, lo llenó de terror. Hoy, con los planes neoliberales que se padecen, aún se siguen pagando las consecuencias de esa estrategia de terror. Las guerras sucias que en mayor o menor grado vivieron todos los países latinoamericanos, con desapariciones de personas, centros clandestinos de detención y tortura, arrasamiento de aldeas rurales y un virtual etnocidio en Guatemala (180.000 indígenas mayas muertos, invisibilizados en la prensa internacional dado que ese país no es de los “importantes”), todo eso no pasó en vano: logró lo que buscaba, que era justamente desmovilizar. Si no, no hubiera sido posible implementar las políticas de ajuste estructural impuestas por los organismos financieros del gran capital internacional: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Sobre esos miles de muertos, desaparecidos y torturados se domesticó la protesta; de ahí que, en estos últimos años, aparece esta izquierda bien presentada, de saco y corbata, que prescinde del incendiario discurso de años atrás y que ve en la labor política en el marco de las democracias representativas el campo -a veces el único campo- de posible trabajo político.

¿Un nuevo escenario o más de lo mismo?

Luego de los años de dictadura y de terror que barrieron Latinoamérica, el retorno de las raquíticas democracias que tiene lugar para la década de los 80 del siglo pasado puede ser sentido como un importante paso adelante. Aunque sean democracias de cartón, vigiladas, condicionadas absolutamente, sin la más mínima posibilidad de alterar la estructura real de poder de cada país, luego de la monstruosa tormenta vivida con las guerras civiles pueden ser consideradas como un momento de calma. Y muchas expresiones de la izquierda, por desconcierto, por agotamiento, por oportunismo o por considerarlas un paso táctico en una lucha que no se da por perdida, comenzaron a aprovechar esos resquicios de las democracias formales.

De todos modos debe quedar claro que los sistemas políticos que brindan esas democracias representativas constituyen un espacio más, uno de tantos, en una estrategia de construcción revolucionaria, pero no más que eso, y se debería ser muy precavido respecto a los resultados finales que las luchas en esos ámbitos pueden traer para una verdadera transformación estructural. Los movimientos insurgentes que, desmovilizados, pasaron a la arena partidista con su actual nuevo perfil de “presentables bien portados con saco y corbata”, no han logrado grandes transformaciones reales en las estructuras de poder contra las que luchaban armas en mano tiempo atrás (veamos el caso de las guerrillas salvadoreñas o guatemaltecas, por ejemplo, o el movimiento M-19 en Colombia). ¿Fueron “traidores” sus dirigentes? Insistamos una vez más (aunque no lo acometamos en este trabajo) con la necesidad de revisar conceptos básicos del marxismo: ¿qué significa “revolucionar” una sociedad? ¿Por qué pareciera que es tan fácil, o al menos se repite tanto la “traición” de las dirigencias? ¿No habrá que replantear -con un hondo sentido crítico constructivo, obviamente- el tema del sujeto humano y el poder? ¿Cómo es posible que se reitere tanto esto de las “traiciones”? Lo cual lleva a pensar que se debe abordar el análisis con nuevos instrumentos conceptuales; la categoría de “traición”, quizá, sigue estando cargada de la antinomia “bueno-malo”, probablemente desechable. Los “imprescindibles” que llegan hasta el fin en realidad son pocos, más bien rara avis. ¿Se trata de buscar super hombres al modo del Che Guevara para garantizar las revoluciones? ¿Y qué pasa si no aparecen esos líderes casi mesiánicos? Dejamos indicado una vez más la necesidad de revisar algunos postulados básicos de la izquierda: para el caso, la relación de las vanguardias con las masas.

Lo que está claro es que en el escenario de esta post Guerra Fría luego del derrumbe del Muro de Berlín, con el papel hegemónico unipolar que ha ido cobrando Estados Unidos y su plan de profundización de poderío global, Latinoamérica es ratificada en su papel de reserva estratégica. Ante la desaceleración de su empuje económico (el imperio no está muriéndose, pero comienza a ver amenazado su lugar de intocable a partir de nuevos actores más pujantes como la República Popular China, en menor medida la Unión Europea, o las grandes nuevas economías emergentes), el área latinoamericana es una vez más un reaseguro para la potencia del Norte, apareciendo ahora como obligado mercado integrado donde generar negocios, proveedor de mano de obra barata y fuente de recursos naturales a buen precio (o robados), por supuesto bajo la absoluta supremacía y para conveniencia de Washington, y secundariamente de los pequeños socios locales, las tradiciones aristocracias criollas. De esa lógica se deriva la nueva estrategia de recolonización que se dio en años recientes con los Tratados de Libre Comercio.

En realidad la iniciativa de esta absoluta liberalización comercial representa un proyecto geopolítico de Washington que, aunque comience con la creación de una zona de “libre” comercio para todos los países del continente americano, busca en realidad el establecimiento de un orden legal e institucional de carácter supranacional que permitirá al mercado y las trasnacionales estadounidenses una total libertad de acción en todo el área, en cuenta Latinoamérica como su ya tradicional área de influencia donde nadie puede entrar (“América para los americanos” sentenciaba la doctrina Monroe. Del Norte, claro está). Los marines, por supuesto, son la garantía final.

Con la firma de estos acuerdos -para nada muy “libres” que se diga- los países que los suscriban deben “constitucionalizar” los arreglos surgidos de esas normativas, viendo así debilitada su capacidad de negociación y debiendo renunciar a su soberanía en la implementación de políticas de desarrollo. ¿Quién podría creer que pequeñas economías como Bolivia, Haití o incluso Colombia, por ejemplo, negocian de igual a igual con el gigante Estados Unidos? ¿De qué libertad se habla ahí?

Dicho en forma muy sintética el ALCA, aunque no se haya firmado como originalmente estaba planteado reemplazándose por acuerdos bilaterales o regionales (el RD CAFTA, por ejemplo) apunta a los siguientes temas básicos: 1) Servicios: todos los servicios públicos deben abrirse a la inversión privada, 2) Inversiones: los gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión extranjera, 3) Compras del sector público: las compras del Estado se abren a las transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se comprometen a reducir, llegando a eliminar, los aranceles de protección a la producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y eliminación de subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad intelectual: privatización y monopolio del conocimiento y las tecnologías, 7) Subsidios: compromiso de los gobiernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas en cualquier ámbito, 8) Política de competencia: desmantelamiento de los monopolios nacionales, 9) Solución de controversias: derecho de las transnacionales de enjuiciar a los países en tribunales internacionales privados. Según expresara con la más total naturalidad Colin Powell, ex Secretario de Estado de la administración Bush (hijo): “Nuestro objetivo con el ALCA es garantizar para las empresas americanas el control de un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio.”

Pero ahí está la fuerza de las izquierdas, políticas y sociales: unirse como bloque regional. Esa unión, que no es un proyecto de expropiaciones precisamente, no deja de resultar una piedra en el zapato para la geopolítica del imperio.

Uno de los primeros movimientos que se dio el ALBA fue, justamente, el proyecto Petrocaribe, que consiste en suministrar crudo venezolano a precios preferenciales y con facilidades financieras para la región centroamericana. Las luces de alarma se encendieron inmediatamente en Washington. Cuando, por ejemplo, en el 2009 el presidente hondureño Manuel Zelaya coqueteó con esa idea, inmediatamente fue reemplazado con un golpe de Estado (no cruento, sino de nuevo tipo, tal como hace unos años viene ensayando el gobierno estadounidense: los golpes “suaves”, en su nueva terminología).

Si bien la propuesta original del ALCA a nivel continental no se implementó como algunos años atrás habían planificado los técnicos de Washington, eso no impidió que se pusieran en marcha otros mecanismos alternos de desunión y nueva postración de cada país: se firmaron por toda la región tratados comerciales bilaterales, al par que se daban todas las facilidades necesarias para la instalación de nuevos destacamentos militares norteamericanos. Nunca como hoy Latinoamérica estuvo penetrada de bases estadounidenses. ¿Puede acaso cada una de las débiles economías latinoamericanas, incluida la más grande del área, la brasileña, negociar en un pie de igualdad con el gigante del Norte? Sin dudas que no. ¿Pueden, o quieren, negociar con dignidad los gobiernos latinoamericanos y las oligarquías a quienes representan, como países autónomos, y rechazar las imposiciones de Washington? Sin dudas que no. ¿Pueden las actuales  tibias izquierdas en el poder fijar nuevas perspectivas? Eso es, justamente, lo que abre un nuevo escenario.

A las imposiciones de “libre” comercio impulsadas por el gobierno de Estados Unidos se unen las iniciativas militares de la gran potencia y los nuevos demonios que circulan la región preparando el escenario para eventuales futuras intervenciones bélicas: la lucha contra el narcotráfico y contra el terrorismo internacional. A partir de estos nuevos fantasmas, las fuerzas armadas estadounidenses profundizan su presencia en el subcontinente. Ahí está el Plan Colombia y su intento de extirpar a los movimientos guerrilleros colombianos FARC y ELN -que controlan un tercio del territorio nacional-, y base de operaciones para una nada improbable intervención contra la Revolución Bolivariana en Venezuela (el Plan Balboa, ya listo y a la espera de ser efectivizado en algún momento). Ahí está la enorme base -con capacidad para 16.000 soldados- creada en Paraguay (para asegurar el acuífero guaraní, principal reserva de agua dulce del planeta, y el gas boliviano); ahí están el reguero de bases por toda el área, los ejercicios provocativos en aguas del Caribe (léase: demostración contra Cuba y Venezuela), las bases en la Patagonia argentina. Si el gigante del Norte está en decadencia, en la región latinoamericana su presencia no ha desaparecido; quizá por ese mismo declive el tradicional “patio trasero” sale más perjudicado que nunca, dado que es su retaguardia. En un futuro no muy lejano, el petróleo que a Washington se le podrá complicar en Medio Oriente sin dudas saldrá de América Latina. Y el agua dulce también, así como minerales estratégicos, o los biocombustibles.

¿Hacia una nueva relación Estados Unidos-Latinoamérica, o “más de lo mismo”?

Latinoamérica es la región del orbe con mayor inequidad; sus diferencias entre ricos y pobres son mayores que en ninguna otra parte. Con los planes de achicamiento de los Estados y las recetas neoliberales que la atravesaron estas últimas décadas, la exclusión social creció en forma agigantada: en los inicios de la década del 80 había 120 millones de pobres, pero esta cifra aumentó a más de 230 millones en los últimos 20 años, y de ellos más de 100 millones son población en situación de miseria absoluta. Así como creció la pobreza, igualmente creció la acumulación de riquezas en cada vez menos manos. El caso casi anecdótico del mexicano Carlos Slim (la persona más adinerada del mundo en la actualidad) es un elocuente símbolo de esa tendencia. La deuda externa de toda la región hipoteca eternamente el desarrollo de los países, y sólo algunos grandes grupos locales -en general unidos a capitales transnacionales- crecen; por el contrario, las grandes masas, urbanas y rurales, decrecen continuamente en su nivel de vida. Lo que no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados Unidos, ya sea como pago por servicio de deuda externa o como remisión de utilidades a las casas matrices de las empresas que operan en la región.

Como contrapartida de este enriquecimiento de muy pocos, las masas trabajadoras han retrocedido en derechos mínimos: sus salarios son equivalentes a lo que recibían 30 años atrás al mismo tiempo que han perdido conquistas ganadas en décadas de lucha en el transcurso del siglo XX. Se han envilecido o perdido la estabilidad laboral, la negociación colectiva, los seguros sociales, el derecho a la sindicalización. En el campo se encuentran situaciones de tanta precariedad como a principios del siglo pasado y el éxodo ilegal hacia Estados Unidos como recurso último de salvación se agiganta día a día, pese a la crisis financiera que atraviesa el país del Norte. En ese marco de retroceso social han aparecido nuevos elementos, sin dudas ligados indirectamente a las políticas neoliberales: aumento de la narcoactividad y del crimen organizado, creciente delincuencia y clima de violencia urbana, explosión de niñez desprotegida que termina viviendo en la calle. No son infrecuentes los casos de esclavitud encubierta así como el turismo sexual, las adopciones ilegales de niños por familias del Norte, las pandillas juveniles armadas y violentas, el aumento escandaloso del trabajo infantil, todos ellos síntomas de un deterioro social y humano explosivo.

Ante todo este desolador panorama -en algún sentido nada distinto en Latinoamérica de lo que la caída del socialismo soviético permitió por parte del gran capital transnacional en todas las latitudes del mundo, incluido el Norte desarrollado-, y después de unos primeros años de repliegue del campo popular producto del terror dejado por las guerras sucias, vemos en los últimos años del pasado siglo y en los primeros del presente nuevas oleadas de luchas. Independientemente que las llamemos “socialistas” o no, son luchas con un claro signo popular, reivindicatorio, antiimperialista. He ahí el ejemplo más vivaz de la izquierda social que, como decíamos, no siempre se ve correspondida por las izquierdas políticas.

Aunque no hay en la actualidad una clara propuesta articulada de proyecto político transformador -como lo hubo décadas atrás, a partir del que se desatara la salvaje represión ya mencionada-, las luchas populares continúan. Es más: en estos últimos años se van viendo incrementadas. Ya son varios los presidentes -De la Rúa en Argentina, Bucaram, Mahuad y Gutiérrez en Ecuador, Sánchez de Losada y Meza en Bolivia- removidos de sus cargos producto de esas movilizaciones al no dar respuestas a los acuciantes problemas sociales. Y vuelve a hablarse sin temor de antiimperialismo, de la política exterior y del gobierno de Estados Unidos como “enemigos”. De todos modos, toda esa efervescencia, por sí sola no constituye un proyecto revolucionario en sí mismo. Pero es un germen, sin dudas. De ahí que para la estrategia hemisférica de Washington este alza en las protestas constituye siempre un foco de preocupación.

Las actuales administraciones políticas con talante izquierdizante a que asistimos en Latinoamérica (izquierdas no cuestionadoras de la estructura del sistema, repitamos), sin ser “traidoras” a la causa revolucionaria en sentido estricto (¿quién y desde dónde dice eso?), están en una situación ambigua. Llegaron al poder con el apoyo popular, pero su proyecto no es gobernar en función de un cambio profundo. Ninguno de estos presidentes ha hablado, por ejemplo, de suprimir la propiedad privada. De todos modos no son descarnados neoliberales sentados sobre las bayonetas de dictaduras militares: representan propuestas con una “tendencia social”, con una “preocupación social” (digámoslo con ese neologismo), y por tanto tienen en el gran capital estadounidense, les guste o no, su gran enemigo. Pero su misma ambigüedad no les permite ir abiertamente contra él. De hecho, en una relación de marchas y contramarchas no exenta de tensiones, la misma administración republicana de la Casa Blanca ha alabado en más de un caso a estas izquierdas alineadas (y las seguirá alabando, siempre y cuando continúen pagando la deuda, no impidan seguir ganando cantidades siderales de dinero a las empresas estadounidenses y le abran sus puertas a las fuerzas armadas del Pentágono). Esas izquierdas, si no se quitan el “saco y la corbata”, seguirán siendo bendecidas por el imperio.

Pero hay otras izquierdas que hacen gobierno desde otra perspectiva: Cuba, o recientemente Venezuela con su Revolución Bolivariana. Justamente por ello son el blanco de ataque del gran capital y de todas las administraciones estadounidenses. Jamás serán bendecidos; al contrario, están en la mira de los cañones imperiales. En el caso de Venezuela, principal reserva de petróleo del mundo, su situación podría llegar a resultar trágica incluso (¿un nuevo Irak?). El socialismo del siglo XXI y esas reservas son demasiada provocación para la élite de la gran potencia.

Lo que sí preocupa a Washington, ahora tanto como en todo el transcurso del siglo XX, es el movimiento popular, la organización de base. Las izquierdas que ocupan aparatos de gobiernos pueden ser más manejables; las masas, no tanto.

Por eso, como parte de una política que no ha cambiado en lo sustancial en los últimos cien años, la opción militar nunca ha desaparecido. Si bien es cierto que hoy por hoy en la estrategia hemisférica de Estados Unidos no son necesarias las dictaduras militares como lo fueron durante el auge de la Guerra Fría en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional, en estos últimos años las frágiles democracias latinoamericanas han permanecido siempre vigiladas por la atenta mirada castrense. Pero no la de las fuerzas armadas vernáculas, sino directamente por militares del norte. Y cuando fueron necesarias intervenciones -el “golpe suave” de Honduras, por ejemplo, o los intentos de desestabilización que tuvieron Evo Morales en Bolivia o Rafael Correa en Ecuador- permiten ver que la opción militar, disfrazada quizá, o con ropajes nuevos, nunca ha desaparecido.

Distintos documentos de la política exterior a largo plazo y planificación estratégica de Washington reafirman tanto su supuesto derecho a intervenir en la región (su eterno “patio trasero”), así como la apelación a la acción armada toda vez que lo estime necesario. Tanto el “Documento Santa Fe IV ‘Latinoamérica hoy'” -clave filosófica de los actuales halcones republicanos que son quienes realmente fijan la política exterior- como el “Documento Estratégico para el año 2020 del Ejército de los Estados Unidos” o el Informe “Tendencias Globales 2015” del Consejo Nacional de Inteligencia, organismo técnico de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), presentan las hipótesis de conflicto social desde una óptica de conflicto militar, completamente. La reducción de la pobreza y el combate contra la marginación recogidas en la ambiciosa (y quizá incumplible en los marcos del capitalismo) agenda de los “Objetivos y Metas del Milenio” de Naciones Unidas es algo que no entra en los planes geoestratégicos del imperio. Al que proteste, palo; no hay otra respuesta. Y los recursos naturales ubicados en Latinoamérica (petróleo, agua dulce, biodiversidad de sus selvas y minerales estratégicos) son considerados como propios. Por supuesto que a quien proteste: también palo. El Plan Colombia, las estrategias de Tres Fronteras, Alcántara, Misiones, Cabañas 2000, la Iniciativa Regional Andina o la cohorte de bases militares por toda la región, entre otras cosas, nos lo recuerdan.

El principal enemigo de Washington siguen siendo los movimientos populares, lo que podríamos llamar la izquierda social y no tanto las izquierdas políticas (hoy, al ocupar posiciones de gobierno, fieles pagadoras de la deuda externa y preocupadas, más que nada, por salir en televisión). Según el referido informe de la CIA: “Tales movimientos se incrementarán, facilitados por redes transnacionales de activistas de derechos indígenas, apoyados por grupos internacionales de derechos humanos y ecologistas”. El “papel amenazante a la estabilidad regional” (léase: amenaza a los intereses de la oligarquía estadounidense), según esta lógica, está dado por “organizaciones sociales, pueblos indígenas y organismos no gubernamentales de derechos humanos y ambientalistas”; a lo que, como parte de una bien articulada propuesta de manipulación informativa, se suman el “narcotráfico” y el “terrorismo internacional” (hasta las pandillas juveniles -las famosas “maras”- están ligadas a Al Qaeda, según esta orquestación). De hecho, aunque resulte risible, en algún momento el gobierno estadounidense habló de la presencia de escuelas coránicas de fundamentalistas musulmanes en la triple frontera argentino-brasileño-paraguaya, justamente donde está la enorme reserva de agua dulce apetecida por la estrategia imperial. ¿Es el principal problema de Latinoamérica la violencia delincuencial que se vive en casi todos los países, o eso es un efecto de la pobreza estructural? O más aún: ¿cuánto hay de manipulación mediática en todo el fenómeno?

Las actuales izquierdas que gobiernan algunos países latinoamericanos no son la principal fuente de preocupación del imperio; pero sí la idea de unión que entre ellas se podría dar. El fantasma de la integración latinoamericana sí inquieta.

Como bien lo dijo el premio Nobel de la Paz, el argentino Adolfo Pérez Esquivel: “el único país que tiene un proyecto estratégico para América Latina, lamentablemente, es Estados Unidos, y no es, precisamente, el que necesita nuestro continente”.

Las actuales propuestas de profundización del ALBA, y eventualmente su complemento, el CELAC, constituyen una interesante iniciativa en la dirección de la integración hemisférica con un sentido social. Las mismas pretenden fundamentarse en la creación de mecanismos para crear ventajas cooperativas entre las naciones que permitan compensar las asimetrías existentes entre los países del hemisferio. Se basa en la creación de Fondos Compensatorios para corregir las disparidades que colocan en desventaja a las naciones débiles frente a las principales potencias; otorga prioridad a la integración latinoamericana y a la negociación en bloques subregionales, buscando identificar no solo espacios de interés comercial sino también fortalezas y debilidades para construir alianzas sociales y culturales. Como sintetizó el presidente Chávez el corazón de todo esto: “Es hora de repensar y reinventar los debilitados y agonizantes procesos de integración subregional y regional, cuya crisis es la más clara manifestación de la carencia de un proyecto político compartido. Afortunadamente, en América Latina y el Caribe sopla viento a favor para lanzar el ALBA como un nuevo esquema integrador que no se limita al mero hecho comercial sino que sobre nuestras bases históricas y culturales comunes, apunta su mirada hacia la integración política, social, cultural, científica, tecnológica y física”.

“Hay una alianza izquierdista y populista en la mayor parte de América del Sur. Esta es una realidad que los políticos de Estados Unidos deben enfrentar, y nuestro mayor desafío es neutralizar el eje Cuba-Venezuela”, escribió algunos años atrás Otto Reich, ex secretario de Estado adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental, en el artículo titulado “Los dos terribles de América Latina”, en la revista derechista estadounidense National Review. No era esa sólo la opinión en solitario de un funcionario de la administración Bush; por el contrario habla de la verdadera política de los halcones de la Casa Blanca hacia la considerada su natural zona de influencia. Y son ellos, su estrategia como clase, los que realmente fijan la dirección del imperio, más allá que la administración de turno sea republicana o demócrata.

Ahí están las claves de la relación del imperio con sus súbditos. Una nueva izquierda remozada, que dejó atrás las armas de la guerrilla, que no habla de confiscaciones y poder popular (porque no puede, porque se quebró, por ambas cosas, etc.) es tolerable. Incluso, como parte de las dinámicas del interjuego político, hasta deseable en la lógica de dominación; es una manera de demostrar que aquellos “sueños juveniles” del socialismo eran irrealizables, y ahora, sin barba y bien peinados, estos nuevos funcionarios ratifican “el fin de la historia”. Lula, el ahora ex presidente de Brasil, lo dijo sin pelos en la lengua: “socialismo moderado, dejando atrás los sueños juveniles”.

Pero cuando las relaciones se plantean de igual a igual, cuando la dignidad no se negocia, vuelven a sonar los tambores de guerra por parte de la gran potencia. Esa matriz no ha cambiado. La historia tampoco ha terminado, y de lo que se trata es de ver cómo esa izquierda social (movimientos indígenas, campesinos sin tierra, desocupados, insurgentes que no se han resignado, lo que para Washington continúan siendo las “amenazas a la estabilidad regional”, y lo que quede de clase obrera organizada, movimientos de mujeres, intelectuales progresistas) puede articularse en una propuesta de integración regional, de Patria Grande, como pretendió Bolívar. En un mundo de globalización, de grandes bloques y políticas a escala planetaria, la izquierda social, la izquierda desde abajo, popular, sólo unida puede enfrentarse con posibilidades de éxito al todavía poderoso imperio estadounidense.