Gustavo Petro, exguerrillero, será comandante en jefe del Ejército colombiano
Camilo Rengifo Marín
Suena muy raro para la jerarquía castrense colombiana: desde el 7 de agosto y por primera vez en dos siglos, los altos mandos deberán rendirle honores y obedecer a su nuevo comandante en jefe, Gustavo Pedro, quien además de economista ha sido guerrillero del M-19. Pero una cosa es el acceso al gobierno y otra la toma del poder.
Preocupa a los militares, pero también al mandatario, que hace tres décadas firmó un acuerdo de paz con el gobierno, tras lo cual tomó el camino de la Constitución y la lucha política democrática para constituirse en la figura principal de las fuerzas alternativas colombianas. Ahora, esgrime el Gran Acuerdo Nacional, como arma.
En Bogotá circulan toda clase de rumores y algunos insisten en escuchar el ruido de sables. Pese a todos sus esfuerzos, la extrema derecha no pudo detener el triunfo popular, pero todos asumen que no se va a quedar quieta. Pedro tendrá que hacer presencia en la presentación de tropas que tendrá lugar sobre la primera semana de mandato y será en la Escuela General de Cadetes General José María Córdova al norte de la capital. Diferentes versiones de prensa señalan que el recibimiento de las tropas hacia Petro puede ser hostil.
¿Cómo hacer para cambiarle el chip a los militares, aferrados a la teoría del enemigo interno que marcó la guerra interna, seis décadas de conflicto armado, donde tuvo enorme incidencia el narcotráfico que garantizara el abastecimiento de cocaína a Estados Unidos, en un país importante –al menos hasta ahora- en las estrategias hegemónicas de Washington?
Los grandes cacaos (los megaempresarios) colombianos, que manejan la prensa hegemónica, extrañan los años de prosperidad que le garantizaron los gobiernos conservadores, en especial el del genocida Álvaro Uribe Vélez, controlador del poder central, el de los departamentos, en connivencia con el paramilitarismo y el narcotráfico. Su última etapa, la de Iván Duque, fue particularmente nefasta.
Al estamento castrense –y a los grandes cacos que se beneficiaron siempre de él- le preocupa el presupuesto que el gobierno central y el Congreso le asignen a las Fuerzas Armadas. También un sistema de ascensos que ha sido muy cuestionado y la propuesta de trasladar la Policía del Ministerio de Defensa al del Interior.
Mientras, el gabinete entrante se analizará el desmonte o reforma de fondo del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), para reemplazarlo por una fuerza orientada a la solución pacífica de conflictos. Petro ha insistido en que la función de la Policía se enfocará en la seguridad y en la convivencia ciudadana.
Los militares retirados y sus organizaciones se han expresado con claridad, tanto contra el informe de la Comisión de la Verdad, como contra Petro, para quienes “es muy apegado a la línea del socialismo del siglo XXI y quiere convertir a la fuerza pública en su guardia pretoriana”. Esa es la postura del general Eduardo Zapateiro, todavía comandante del Ejército y de los muchos “zapateiros” que prometió dejar al mando una vez se retire.
Hace algunos meses en plena campaña, El próximo mandatario entró en disputa con Zapateiro, después de las declaraciones del extraditado paramilitar Dairo Antonio Úsuga, alias ‘Otoniel’, quien afirmó que varios militares tenían vínculos con el grupo insurgente. Petro señaló que “mientras los soldados son asesinados por el Clan del Golfo, algunos de los generales están en la nómina del Clan. La cúpula se corrompe cuando son los politiqueros del narcotráfico los que terminan ascendiendo a generales”.
El nuevo mandatario hereda unas fuerzas armadas envueltas en muchos interrogantes. La ciudadanía las mira con recelo por su gestión del estallido social del año pasado, en el que se privilegió el uso de la fuerza al diálogo. Su concepción es que el enemigo interno se esconde en la población y hay que exterminarlo: son vistas todavía como una fuerza de invasión.
Petro delegó el empalme del sector Defensa en un grupo de exmilitares que participó en la negociación de paz de La Habana, algunos de los cuales integran el Acuerdo Nacional. Obviamente, éstos fueron calificados como traidores por los voceros del actual mando. Sorprendió una misteriosa renuncia masiva de oficiales y suboficiales de inteligencia, expertos en operativos antinarcóticos, quizá para evitar que se los investigara.
Los movimientos de Petro, por ahora, han sido astutos. La semana siguiente a su elección se reunió con Uribe en busca de un acuerdo nacional que una el país después de una campaña muy polarizada. Sabe la ascendencia que tiene el expresidente en las fuerzas armadas. Sus tesis todavía impregnan los cuarteles. De hecho, Duque, un desconocido al que él colocó en la presidencia, ha tenido como ministros a dos uribistas muy leales que, más que ejercer un rol de autoridad sobre los militares, han sido sus defensores y portavoces.
Para Petro y su vicepresidenta Francia Márquez lo más importante es el logro de la paz integral con los grupos guerrilleros y un plan de sometimiento a la justicia de todas las organizaciones criminales (narcotraficantes y paramilitares). Por eso se aguarda con expectativa el nombramiento del ministro/a de Defensa y de la cúpula militar.
Una oportunidad para la paz
El país tuvo la oportunidad de cambiar, pero el acuerdo firmado en la Habana en 2016 por el gobierno de Juan Manuel Santos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), pero el poder fáctico lo bombardeó, lo saboteó. Duque tuvo espalda para pasar a retiro a los militares que participaron en el proceso de paz de La Habana.
De todas formas, el acuerdo incumplido, sobre todo por el gobierno de Duque, abrió la posibilidad de alcanzar la paz, lo que significa darle una oportunidad de asentar las bases para el desarrollo y la transformación social. El incumplimiento del acuerdo propició algo que no estaba en la agenda represora: una movilización social sin precedentes en todo el país, que coronó con el triunfo electoral del Pacto Histórico.
Para Uribe y Duque, el proceso de paz fue una humillación, supuso arrodillarse frente al enemigo. Eso se ha instalado en el imaginario de las fuerzas armadas, lo que ha apuntalado la mentalidad guerrerista que impera en los cuarteles. El acercamiento con la gente no se ha producido. La tasa de homicidios creció en 2021 por primera vez en siete años.
El informe de la Comisión de la Verdad titulado “Hay Futuro si hay verdad” cuenta con varias recomendaciones que atañen a los militares: implementar el Acuerdo de paz y abrir otros procesos de negociación; ampliar la democracia y proteger la protesta social; desmontar la guerra contra el narcotráfico y dejar de asumirlo como asunto de seguridad nacional; adoptar una nueva visión de seguridad para la construcción de paz; frenar la injerencia de EEUU.
Lo cierto es que la denuncia de las masacres, desplazamientos, asesinato de líderes/as sociales, connivencia con el narcotráfico y el paramilitarismo, corrupción exacerbada y criminalización de la protesta social compromete a fondo al estamento militar. El temor no es el temor a perder sus privilegios, sino a ser juzgados por sus delitos.
Consuelo Ahumada destaca que a propósito de la presentación del informe de la Comisión, se conocieron también ocho archivos secretos desclasificados de Washington, por cuenta del Archivo Nacional de Seguridad, donde deja en claro la enorme incidencia estadounidense en el conflicto armado colombiano y su conocimiento de la complicidad de los militares con el narcotráfico y el paramilitarismo.
El primero revela la participación de comandantes del Ejército, aliados con narcotraficantes, paramilitares y agentes de la agencia antinarcóticos estadounidense DEA en “una ola de asesinatos contra presuntos líderes de izquierda” en especial en Medellín y Urabá.
El segundo se refiere a la valoración del éxito del Plan Colombia, durante el gobierno Bush-Rumsfeld, en términos de bajas en combate, lo que incidió en los llamados falsos positivos. La justicia militar es aún un mecanismo para ocultar las violaciones a los derechos humanos de la tropa. Está documentado que los militares asesinaron a 6.402 ciudadanos inocentes para hacerlos pasar por guerrilleros y cobrar un bonus.
Lo cierto es que el gobierno de Duque ha purgado a todos los altos mandos que trabajaron en el proceso de paz con Santos. Los actuales mandos son toda gente de confianza de Zapateiro, que se retiró después de un mandato cuestionable y cuestionado. Petro deberá hacer nombramientos, absteniéndose de tocar algún nervio: le advierten que si hiciera una purga sería un enorme error y favorecería que grupos de extrema derecha se quedaran por fuera de la ley, lo que generaría una enorme división.
Los “expertos” coinciden en que no hay riesgo de un golpe de Estado, pero no sería la primera vez que se equivoquen. Repiten desde los medios que las fuerzas militares colombianas tienen una historia de respeto al poder político. Pero desde ahora ese poder político no será cómplice de militares ni de los grandes cacaos. Hay un riesgo mayor, y es que los generales utilicen una frase que ha pasado de generación en generación: “Obedezco, pero no acato”.
* Economista y docente universitario colombiano, analista asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)