Existe otra Rusia
Timothy Garton Ash
El que fuera un gran imperio debe realizar todavía una transición que ya experimentaron otras grandes naciones a lo largo de la historia. Y a pesar de lo que sucede en Moscú, hay personas preparadas para hacerla.
Rusia ha perdido un imperio y todavía no ha encontrado su papel. Los únicos que pueden decidir cuál debe ser son los propios rusos, y tardarán tiempo en hacerlo. Desde luego, la nueva Rusia no nacerá el próximo 9 de mayo, cuando Vladímir Putin y el Kremlin celebren el 70º aniversario del fin de la Gran Guerra Patriótica. Es posible que no aparezca hasta el 9 de mayo de 2025, o incluso de 2045, pero no debemos abandonar nunca la esperanza en esa otra Rusia, y debemos mantener la fe en todos esos rusos que están trabajando para conseguirlo.
La expresión “perdió un imperio y aún no ha encontrado su papel” la utilizó por primera vez un antiguo secretario de Estado norteamericano, hablando del Reino Unido. Los británicos saben como nadie lo incómodo que resulta perder un imperio y construirse un nuevo papel. Algunos dirían que Gran Bretaña todavía no lo ha logrado. El propio destino del imperio original, el que unió las cuatro naciones de las Islas Británicas —Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda, aunque de esta última hoy solo queda una parte— en un supuesto Reino Unido, está todavía por resolver, y es un tema importante en las elecciones generales.
Sin embargo, estas islas tan complicadas estaban rodeadas de agua, de modo que la mayor parte del imperio británico estaba en “ultramar”. El imperio ruso, por el contrario, era un imperio terrestre que fue creciendo trozo a trozo con los siglos. Como afirma el historiador Geoffrey Hosking en su libro Russia: People and Empire, el problema histórico de los rusos es que nunca han sabido distinguir con claridad entre la nación y el imperio. Es más, “la construcción de un imperio fue un obstáculo para la formación de una nación”.
Además, mientras que el imperio británico se disolvió a lo largo de 20 años, de manera paulatina, el imperio ruso soviético se desmanteló en poco más de dos años, entre 1989 y 1991, en una de las desintegraciones más espectaculares de la historia.
Sería un hecho histórico extraordinario si, después de él, no hubiera habido una reacción confusa e indignada por parte de muchos rusos. Una reacción que, con los gobernantes actuales, ha adquirido un cariz peligroso. Debemos afrontar ese peligro con energía, pero además debemos preguntarnos de qué forma pensamos y hablamos sobre Rusia. Una forma equivocada es la de quienes ya son conocidos en toda Europa como Putinversteher (literalmente, “los que comprenden a Putin”). Son los que confunden a Putin con Rusia y cometen el típico error de creer que “comprender todo es disculpar todo”.
Los hombres de negocios alemanes son especialmente propensos a esa confusión. El escritor ruso Vladimir Voinovich, autor de dos de las mejores novelas satíricas en la literatura europea del siglo XX, me contó una vez la historia de un banquero alemán que le invitó a cenar en los años ochenta. Un chófer le llevó en un Mercedes del tamaño de un tanque a la villa del empresario. Este le agasajó con una cena de lo más lujosa durante la que explicó al escritor, entonces en el exilio, que había que saber entender el trauma sufrido por la pobre Rusia, que durante toda su historia había sufrido la invasión de los mongoles, los polacos, los franceses y, la peor de todas, los alemanes. Había que verstehen, comprender. Hasta que Voinovich no pudo aguantar más. “Le pregunté: ‘¿Entonces, ¿cómo es tan grande?”
Hoy, Voinovich sigue siendo satírico pero es además un valeroso representante de la otra Rusia. Ha criticado la anexión de Crimea y la guerra en el este de Ucrania. En una entrevista reciente con una página web rusa, dijo que Rusia necesita una revolución, no violenta ni como la revolución naranja de Ucrania, sino “una revolución en la mente de las personas… Putin no es el único culpable, es toda la sociedad, porque le deja hacer lo que quiere”.
Voinovich expresa una verdad complicada. Existe otra Rusia. Es la que representan el asesinado Boris Nemtsov y las personas que depositan flores en el puente en el que murió, que ya llaman Puente de Nemtsov. El crimen y la atmósfera de intimidación violenta han asustado a algunos, por supuesto, pero unos cuantos valientes han reforzado su actitud desafiante. El bloguero y opositor Alexei Navalny acusó directamente al régimen de Putin de la muerte de Nemtsov. El asesinato ha impulsado los intentos de unir a una oposición fragmentada, con una nueva alianza electoral entre los partidos fundados por Nemtsov y Navalny.
Pero la otra Rusia también son los activistas que el domingo 19 hicieron una “marcha por la paz y la libertad”; el grupo de tratro Teatr Doc; Lena Nemirovskaya, que inspira a tantos desde su puesto al frente de la acosada Escuela de Estudios Políticos de Moscú; Pavel Durov, fundador de la principal red social rusa, Vkontakte, que hoy vive en el extranjero; Mijail Jodorkovski, el oligarca convertido en preso político y luego en activista exiliado; y muchos más, cada uno a su manera. Cuando Thomas Mann llegó exiliado de la Alemania nazi a Estados Unidos, dijo: “Donde yo esté, está Alemania”. Todos estos rusos tienen derecho a decir: “Donde yo esté, está Rusia”.
Ahora bien, cuando Jodorkovski dice a su público en Londres: “Putin no es Rusia; somos nosotros”, está haciendo una declaración de principios, no describiendo la realidad. La verdad es que Putin, por lo que vemos, tiene un inmenso apoyo popular y, en ese sentido, Putin también es Rusia. Los alemanes saben como nadie que a las naciones a veces les pasa eso, y luego se despiertan con una resaca monumental.
Para desentrañar qué debe ser Rusia y trazar una nueva línea entre la nación y el imperio, hay que desarrollar una relación nueva con unos vecinos que hablan la misma lengua y comparten gran parte de la cultura y la historia. En los últimos años, Putin se ha apropiado indebidamente del término “mundo ruso” (russkiy mir) y lo ha convertido en un eslogan político que viene a decir que “si hablas ruso, perteneces a Rusia”. Pero no tiene por qué ser así, y la mayoría de los vecinos no lo desean. Estuve visitando Minsk hace tres semanas, y el ministro bielorruso de Exteriores explicó a nuestro grupo que su visión a largo plazo es que Bielorrusia se convierta en una especie de Suiza. Quizá les queda aún un poco lejos… pero está claro lo que quiere decir. Suiza tiene muchos germanohablantes y, aun así, no tiene por qué formar parte de Alemania.
Lo mismo ocurre, desde luego, en los mundos de habla española, francesa, portuguesa e inglesa. Existen lazos culturales, económicos y políticos muy estrechos, pero no queremos pertenecer al mismo Estado o imperio. Yo tengo más primos canadienses que británicos. La relación entre Gran Bretaña y Canadá es tan especial, por lo menos, como la que hay entre Rusia y Ucrania. En mi caso, como en el de muchos rusos y ucranianos, es literalmente familiar. Pero en Londres nadie propone (para alivio de mis primos canadienses) la anexión de Toronto y la restauración de la Norteamérica británica. Nuestros países se llevan mucho mejor separados. Lo mismo les sucederá a los rusos y sus primos. Si los países de habla española, francesa, portuguesa e inglesa fueron capaces de hacer la transición de su complejo pasado imperial a las afinidades electivas de hoy, el mundo ruso puede hacerla también. Y un día lo hará.
*Catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige en la actualidad el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Escritos políticos de una década sin nombre.