Marcos Salgado

La administración Trump ya gastó -según cálculos conservadores- unos mil millones de dólares en el despliegue en curso en el Mar Caribe. El resultado hasta aquí luce módico: una decena de lanchas atacadas a distancia con supuestos cargamentos de drogas no precisados. Algunas, incluso, con pescadores y no narcos a bordo. Si ese despliegue se hubiera realizado frente a sus propios puertos, sí hubieran conseguido frenar el ingreso de drogas. Mucho más si se dedicaran a desmantelar el gigantesco aparato de lavado del dinero obtenido por la venta de los narcóticos dentro de las fronteras de Estados Unidos.

Pero no es así, por el contrario, Trump y su secretario de Guerra intentan reforzar la narrativa de que el objetivo del despliegue en el Mar Caribe es atacar a los carteles de la droga. Con esa cantinela comenzó el avance contra Venezuela, hace ya 45 días, y se reforzó en los últimos días también contra Colombia. El presidente Gustavo Petro se convirtió en objetivo para Trump, que le espetó adjetivos que no utiliza siquiera para su archienemigo Nicolás Maduro.

“Tienen un líder pésimo allí, un tipo malo, un matón. Producen cocaína a niveles nunca antes vistos. No se van a salir con la suya por mucho más tiempo”, dijo Trump. Inmediatamente, el Departamento del Tesoro “sancionó” a Petro, algunos de sus familiares y al ministro del Interior, Armando Benedetti y el mandatario colombiano contestó con una concentración masiva en el Plaza de Bolívar en Bogotá.

“El pueblo debe salir a las calles, porque es en unión que uno se protege de un monstruo como Trump”, convocó Petro. Luego, ante una plaza repleta defendió su gestión y señaló que las declaraciones de Trump son “groseras e ignorantes con Colombia”. También retomó con más decisión la iniciativa política de una convocatoria a Asamblea Constituyente, para ejercer la soberanía popular y sortear los obstáculos del Congreso a las reformas progresistas.

También un portaaviones

Mientras tanto, Estados Unidos movió otra ficha en su estrategia de presión creciente. El Pentágono movilizó al Caribe y bajo la órbita del Comando Sur al principal y más moderno grupo de ataque de su marina, compuesto por el portaaviones Gerald Ford y cinco destructores, un crucero de misiles guiados y alrededor de 4500 efectivos. Además de 75 aeronaves embarcadas, como cazas F-35C, Super Hornets, aviones de patrulla P-8, helicópteros y drones.

Esto se suma a un despliegue de unos 10.000 hombres, tres fragatas misilísticas, tres anfibios de desembarco, un submarino nuclear, cazas que operan desde Puerto Rico y hasta bombarderos B-1.

La desmesura del despliegue puede entenderse de muchas maneras. Puede tratarse solo de un alarde más, pero también de un apresto para una intervención directa de proporciones catastróficas para tumbar a los presidentes Nicolás Maduro y Gustavo Petro. En el gobierno en Caracas lo dicen con todas las letras, en público y en privado.

El ministro de Defensa y General en Jefe de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, Vladimir Padrino López gráficó así el momento: “Estamos enfrentando la peor amenaza en más de 100 años, amenaza militar del despliegue aeronaval de los Estados Unidos, cada día acercándose más a costas venezolanas”. Y advirtió: “Nos estamos preparando todos los días”.

Venezuela completó esta semana con una maniobra de defensa de las costas un despliegue que comenzó hace un mes, y que incluyó desplazamientos navales históricos a sus islas en el Caribe. Maduro recordó esta semana que Venezuela tiene “más de 5000 misiles antiaéreos Igla-S”, de fabricación rusa. También llamó en un acto con sindicatos a una «huelga general insurreccional y revolucionaria” en caso que EE UU concrete sus amenazas.

Los hechos y las declaraciones llevan a pensar que -como nunca antes- el Caribe está a las puertas de una intervención armada de gran escala de los Estados Unidos. Las consecuencias son imprevisibles y ponen a América Latina de cara a un escenario conocido en otras latitudes, pero no aquí: la guerra.