España y su historia de ingratitud

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ERIC NEPOMUCENO| En tiempos de derrumbe, España y su gobierno ponen énfasis especial en el trato dispensado a los inmigrantes en situación irregular y tratan con saña perversa a los que intentan llegar. Los espacios para los extranjeros que no tienen visado de residencia encogen de manera veloz. Los beneficios desaparecen.

Desde 1999 los españoles tenían, entre sus varios orgullos, el de ofrecer a todos los que vivían en su tierra uno de los mejores y más generosos servicios públicos de salud de Europa. Los inmigrantes, inclusive los que no habían obtenido residencia oficial o la nacionalidad española, eran amparados. Eran: el gobierno de Mariano Rajoy fulminó esa concesión.

El sistema financiero español, con la salud profundamente afectada, merece del gobierno de Rajoy todas las atenciones, mimos y cuidados de un paciente en estado grave. Los pronósticos son buenos: la banca se salvará, alguien pagará la cuenta del tratamiento.

En relación con los miles y miles de extranjeros que han buscado amparo y una vida mínimamente decente –en muchos casos, más que eso: buscaron un lugar donde salvar la propia vida– el pronóstico es otro, bien distinto. Todos ellos ven cómo el futuro se achica y el horizonte se aleja cada vez más.

Los inmigrantes son alrededor del 9,2 por ciento de la población española, que ronda los 47 millones de habitantes. Se calcula que 56 por ciento de esos inmigrantes vive en situación de pobreza, de abandono. Para resolver al menos parte de ese problema, el gobierno de Mariano Rajoy adoptó una nueva táctica: impedir, directamente, la llegada de nuevos inmigrantes. Devolver a los que son atrapados, sin importar las razones que los llevaron a abandonar sus tierras y buscar la tierra de España.

Ironías de la vida: ha sido así, sin nada y sin vuelta, que miles de españoles vagaron lejos de su país hace unos setenta y pocos años, cuando la Guerra Civil que partió España en dos llegó a su fin. Expulsados de su tierra, sin otro equipaje a cuestas que la derrota, la humillación y el abandono, han sido acogidos en otros parajes. Aquí, en América latina, son muchas las historias y muchos son los beneficios que esos refugiados nos dejaron. Del México de Lázaro Cárdenas a la Argentina, el Uruguay o el Chile de aquella época, muchas han sido las patrias nuevas que se ofrecieron a los españoles sin patria.

En los días que vivimos, tiempos de mezquindad, de ausencia total de cualquier vestigio de solidaridad, vale la pena recordar una historia –una, entre tantas decenas– del abrigo que América latina supo ofrecer a los españoles en desgracia.

En la noche del sábado 2 de septiembre de 1939, un viejo y destartalado carguero francés, el Winnipeg, llegó a la bahía de Valparaíso, Chile, con su carga de 2365 republicanos españoles. Y en la mañana del día siguiente todos bajaron por una escalera que se mecía mucho y pisaron tierra firme por primera vez en 29 días.

Habían pasado la noche en la cubierta, contemplando el país que sería de ellos. Eran todos republicanos que antes habían buscado refugio en Francia, perdida la guerra ganada por Francisco Franco. El refugio que encontraron eran campos de concentración, cercados por alambre de púa, donde los confinaron en el frío, mal alimentados, abandonados a la propia e ingrata suerte.

Fueron rescatados por Pablo Neruda, un hombre que conocía la absoluta extensión, el peso desmesurado de la palabra solidaridad.

Neruda había vivido el sueño de la República Española, había padecido la derrota como si fuera de él, y sus noches eran de pesadilla desde la llegada de Francisco Franco al poder en una España hecha trizas. El, que había sido cónsul chileno en Barcelona y Madrid, vivía otra vez en su país, adonde le llegaban las noticias de la desgracia.

Recién había dirigido la campaña electoral del presidente Pedro Aguirre Cerda. Y decidió reivindicar un puesto en el gobierno. Fue hasta el presidente y dijo lo que quería: ser nombrado cónsul plenipotenciario. Pero no para alguna ciudad específica: quería ser cónsul para la emigración española hacia Chile. Un puesto diplomático que no existía y que fue inventado para él.

Chile vivía su propia tragedia: poco antes, un terremoto había arrasado parte del país y matado a 30 mil personas. La crisis económica era dura. Pero había gente en peor situación, decía Neruda. Y habría trabajo para todos, decía el presidente.

Neruda se instaló en París, entró en contacto con las autoridades francesas –que se mostraron diligentes y eficaces a la hora de librarse de parte de la desagradable presencia de 500 mil refugiados españoles en su territorio– y fletó el viejo carguero de la Compañía Francesa de Navegación, que había servido para transportar tropas en la Primera Guerra Mundial. Con sus veinte veteranos marinos y más de dos mil españoles alojados en las bodegas transformadas en dormitorios, empezó la travesía.

Veintinueve días después de zarpar, el Winnipeg lanzó anclas en la bahía de Valparaíso. La ciudad, iluminada, se exhibió, toda hermosa, para los que llegaban. Al día siguiente, según iban tocando tierra, cada uno de los 2365 pasajeros recibía una rosa. Así comenzaba su nueva vida.

A propósito: los que de-sembarcaron han sido 2366. Es que en la travesía nació una niña, que fue llamada Agnes América Wi-nnipeg Alonso.

Uno de los pasajeros contó, décadas después, que había llegado aquel domingo 3 de septiembre con un único franco francés en el bolsillo. Y que antes de bajar a tierra, lo tiró al mar. Quería comenzar de cero. Quería confiar en el futuro.

Pasados muchos años, Neruda dijo que si alguna vez los críticos y la gente se decidieran por borrar toda su poesía, allá ellos. Pero que aquel poema –el Winnipeg– nadie jamás podría borrarlo. Era lo mejor que había escrito.

En 2009, cuando se cumplieron 70 años de la travesía, unos cuarenta sobrevivientes hicieron un homenaje al poeta muerto. Sobre su tumba, en Isla Negra, esparcieron puñados de tierra española. Puñados de España –país que Neruda amó como si le perteneciera– para velar por el descanso del poeta que les dio una nueva tierra.

Tierra de España, la misma España que hoy niega abrigo a quien lo busca, que niega amparo a los que llegan huyendo de sus propias desgracias, sus propias derrotas.

¿Se habrá transformado España en tierra ingrata? ¿Será la España de hoy tierra de hombres sin alma, sobre cuyas tumbas nadie arrojará jamás un ínfimo puñado de gratitud y de memoria?