¿Es la inflación el principal problema de nuestra economía?
LUIS SALAS RODRÍGUEZ| Partiendo de la premisa de la importancia determinante del diagnóstico a la hora de abordar problemas económicos y de recomendar medidas hemos optado por desarrollar esta lectura crítica sobre el problema de la inflación. Este sin duda es el camino más largo y alguno dirá que ocioso en la medida que el problema de la subida de los precios, la especulación y la escasez –aspectos todos los cuales se suelen contar, no sin razón, como parte de la misma problemática- alcanza a estas alturas cotas realmente graves.
Pero sobre este particular respondería que si bien en política la inacción es peligrosa también lo es la acción irreflexiva, o peor, aquella que se deja llevar por lo que parece obvio y de sentido común siendo por lo general esa la vía más expedita para condenarse a repetir lo que se dice combatir.
No soy muy amigo de citar al Che, no por nada particular sino más bien para no contribuir con el revolucionarismo retórico. Pero esa famosa frase tantas veces abusada sobre que no se puede realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas del capitalismo creo que viene perfectamente al caso. Y es que hasta donde recuerdo con lo de armas melladas el Che no parecía estarse refiriendo a otra cosa que a las ideas, por lo cual en ese mismo texto terminaba hablando de la necesidad de construir nuevas ideas en correspondencia con la nueva sociedad y los nuevos hombres y mujeres. Inteligente como era, Ernesto Guevara sabía que no podía pretenderse empujar la conciencia hacia un lado mientras a la realidad material se le empuja hacia el opuesto, un poco como quien ancla un vagón a dos locomotoras que viajan en direcciones contrarias.
Pero si lo decía es porque sabía que en el fondo ambas cosas son lo mismo, no porque la realidad sea un producto de la mente o viceversa, sino porque lo que solemos llamar “la realidad” es algo que se construye en la relación indisoluble y recíproca entre pensamiento y práctica, entre hacer y pensar. Pero además de ello, Guevara sabía que las ideas, las formas de pensar, no son neutrales, incluso y sobre todo aquellas que nos parecen más obvias.
A este respecto, es interesante recordar que Marx y Engels comienzan su Ideología alemana ironizando sobre lo que llamaba el núcleo mismo de la filosofía neo-hegeliana consistente, según el en la creencia de que los hombres se han forjado representaciones falsas de sí mismos alzando “quimeras de su mente” que han terminado alzándose sobre su mente misma, doblegando a los creadores (los hombres) ante las creaturas (las ideas). Ambos ridiculizan esta crítica “idealista” con la célebre figura del “tipo despierto” al que “una vez le dio por pensar que los hombres se ahogaban simplemente por estar poseídos de la idea de la gravedad”.
De quitarse esta idea –decían que razonaba dicho tipo listo- “se verían libres del peligro de ahogarse”, por lo que “durante toda su vida luchó contra la ilusión de la gravedad ilusión de cuyas grandes consecuencia venía, por su puesto, a darle pruebas irrefutables toda nueva estadística”. Pero a medida que avanzan M&E van evolucionando en su propia crítica reconociendo el peso de la ideas hasta llegar a su propio planteamiento sobre el peso político de lo ideológico, donde incluyen todo lo referente a la alienación, el fetichismo, la falsa conciencia y aquello de “no lo saben, pero lo hacen”. Y es que después de todo sí existen “quimeras de la mente”, solo que no son productos de la pura mente sino que se forjan en medio de las relaciones sociales.
Y así las cosas, la clase que tiene a su disposición los medios de producción material donde se desenvuelven y causan dichas relaciones “gozan con ello, a un tiempo, de la capacidad sobre los medios de producción espiritual, de tal modo que quienes carecen de medios de producción espiritual le viene, por término medio, sometidos” Por eso: “las ideas de la clase dominante son, en cada época, las ideas de la clase dominante, o lo que es igual, la clase con la que se identifica el poder material dominante en la sociedad es la clase que, al mismo tiempo, ejerce el poder espiritual en ella dominante” Y en consecuencia:
“Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, de las relaciones materiales dominantes concebidas como pensamientos; o sea, de las relaciones que hacen de una clase la clase dominante; o sea, los pensamientos de su dominio. Los individuos que forman la clase dominante tienen también, entre otras cosas, consciencia de ello y en ello piensan; en la medida pues, en que dominan como clase, y determinan el alcance global de una época histórica, va de suyo que lo hacen en toda su extensión, dominando, por tanto, entre otras cosas, también como pensadores, como productores de ideas, que regulan la producción y distribución de las ideas de su época; de ahí en suma, que sus ideas sean las ideas dominantes de su época”
Es sabido que M&E permanentemente afirmaban que el método –por así decirlo- de hacer dominante las ideas dominantes no es necesariamente imponiéndolas por la fuerza sino mostrándolas como naturales, como obvias. Así las cosas, se hace ver que la propiedad privada no es un producto histórico emanado de unas relaciones históricas concretas sino de la naturaleza. Lo mismo que pasa con valores como el egoísmo, elevado a la altura de categoría antropológica entre otros por Adam Smith para validar el capitalismo como un resultado “natural” del “natural” egoísmo del hombre. Pero incluso prácticas como el racismo o el sexismo se presentan del mismo modo, ya que hay quien piensa que “naturalmente” el hombre blanco es superior, al resto así como “naturalmente” el hombre es superior a la mujer, bien porque es más fuerte, más inteligente o en última instancia –como dice la canción- porque dios así lo quiso porque dios también es hombre.
Creo que no es necesario ahondar sobre el papel que juegan a este respecto los medios de comunicación y también los opinadores públicos. Pero no por no ahondarlo hay que olvidarlo, pues corremos el riesgo de terminar haciendo lo que dicen sin saberlo o sabiéndolo pero creyendo que no hay más opciones. Así las cosas, no hay que olvidar ni por un minuto que así como asistimos a lo que el gobierno ha llamado una “guerra económica contra el pueblo” que tiene como campo de batalla el mercado y como estrategia de ataque la especulación y el acaparamiento, en paralelo asistimos a otra batalla tal vez más importante y determinante: la de la propagación de versiones, interpretaciones y múltiples explicaciones que intentan dar cuenta (pero sobre todo darnos cuenta) de la anterior.
Es por esto que ambas batallas deben ser consideradas en su justa dimensión. Y es que como decíamos en nuestra nota primera de ninguna manera nos encontramos ante una disquisición son consecuencias sobre un problema académico o de mero lenguaje. Las explicaciones actúan en este caso como dispositivos de combate a través de los cuales se alinean determinadas tesis intentando cercar y demoler las plazas contrarias, ocupar sus territorios más fuertes empezando por los descuidados pero también para establecer sus propias áreas de influencias y delimitar sus propias provincias.
De tal suerte, detrás del problema y el debate inflacionista más allá de un interés electoral o conspirativo coyuntural lo que se esconde es un problema y un debate aún más profundo: qué tipo de sociedad queremos, esto es, si queremos una basada en el egoísmo, el arribismo, la explotación de unos por otros y la competencia a ver quién aplasta o roba más a quién o queremos otra basada en valores distintos, donde prive la solidaridad, el bien común, el respeto, la igualdad en la diferencia, etc. Así pues, si queremos esto último no podemos optar por teorías y puntos de vistas que son la expresión en el orden de las ideas “económicas” de la sociedad fundamentada desde el egoísmo, la especulación y la explotación. Debemos crear otras ideas, para evitar –volviendo a Guevara- que los árboles nos impidan ver el bosque y terminar en un callejón sin salida tras recorrer una larga distancia en la que los caminos se entrecruzan muchas veces y donde es difícil percibir el momento en que se equivocó la ruta.
En la primera entrega de esta serie se señalaba que el que se asegure que la inflación es el principal problema a resolver para tener una economía “equilibrada”, “sana” o “justa” es, desde mi punto de vista erróneo y peligroso. Esto no quería decir –se aclaraba de entrada- que no existiera un problema muy real de aumento desbocado en los precios de los bienes, tal y como acabamos de ver por cierto con las cifras de abril. Si no que el riesgo y el error provenía de entender a éste problema como expresión de un fenómeno inflacionario, según se le entiende desde las económicas dominantes tanto en las academias como en los medios y por tanto en el sentido común.
Mi argumento sobre este particular es el siguiente: entender dicho problema desde dicho punto el punto de vista implica no sólo quedarnos en el nivel más superficial del mismo, si no también y lo que es más grave dejarnos atrapar por el summum de la ideología burguesa, esa donde tras la declaración de una serie de postulados “científicos” o que no merecen si quiera la pena ser discutidos por que son evidentes y por lo tanto deben entenderse como axiomas en el sentido aristotélico del término, nos es vendida una gama de “explicaciones” y recomendaciones que trascienden la pura descripción de por qué pueden en un momento dado variar o no los precios para convencernos no digamos ya de la inevitabilidad de dicha variación si no inclusive del orden social y económico que la funda.
Este riesgo sin embargo no involucra únicamente y tal vez si quiera especialmente al gobierno. A él por su puesto lo implica directamente medida tanto por las responsabilidades inmediatas que tiene como porque su proyecto es expresión de un proceso de cambios que tiene como meta trascender el capitalismo. Por lo demás, incluso considerando esto último, hay que reconocer que el margen de maniobra del gobierno es restringido, y por más que puedan criticarse cosas sobre las propias responsabilidades del Estado en este tema –como la pasividad, por decirlo así de Indepabis y la Sundecop- también lo es que por sí solo no puede hacer frente.
Esta es una tarea que compete a todas las fuerzas revolucionarias en su conjunto, y más allá de ellas, al país en general, contando a los sectores democráticos y honestos que por alguna u otra causa legítima o no adversan al chavismo. Y es que aunque las instituciones del Estado sean las primeras llamadas a aplicar medidas que protejan de los efectos nocivos de la especulación y el acaparamiento a la ciudadanía, ésta última debe asumir una actitud mucho más activa en la defensa de sus intereses, pues tras el discurso inflacionista lo que se haya es la validación de una práctica de robo continuado y premeditado que en buena medida se cometen por la debilidad del Estado pero también por la propia pasividad de nosotros los consumidores. Claro que no pocas veces como consumidores no nos queda opción sino comprar lo que se encuentre y al precio que consigamos.
Pero tenemos que estar consciente que muchos comerciantes y productores (grandes y pequeños) se aprovechan de esa situación para obtener ganancias extraordinarias que en cuanto tales poco guardan relación ninguna con sus costos de producción o comercialización, sino con su deseo de enriquecerse ilícita y rápidamente a costilla de las necesidades de los demás.
Especulación, inflación y fascismo.
Tal y como hemos visto, a partir del desconocimiento de los resultados electorales del 14-A por parte de la dirigencia oposicionista, se desató en el país una ola de violencia fascista que pese a no ser mayoritaria cuenta con la suficiente vocería de medios y logística para producir secuelas un tanto inéditas en su forma, entre ellas diez muertos, decenas de heridos y cientos de denuncias de acoso a dirigentes y militantes del chavismo pero que alcanza a cualquier persona de a pie que con o sin razón sea identificada como tal. Desde luego, este fascismo no es nuevo y su incubación tiene múltiples orígenes que no viene al caso aquí tocar. Pero lo que me gustaría dejar claro es que la hipótesis inflacionista actualmente en boga en nuestro país es el correlato económico necesario utilizado por la derecha para darle viabilidad a dicho fascismo como proyecto político y social.
En este sentido, como se ha señalado, no es coincidencia que los precios se hayan disparado en vísperas de los últimos procesos electorales (tanto el de octubre de 2012 como el de abril), así como la escasez. Claro que medidas como la devaluación de febrero incidieron, pero es sabido que estamos hablando de un fenómeno que invariablemente se repite en cada proceso electoral pero que inclusive ha sido utilizado de manera deliberada y abierta como estrategia conspirativa. Así las cosas, tampoco es casual que cada vez que se genera subida de precios y escasez se comience a hablar de crisis y se propaguen en los medios pronósticos cada cual más catastrofista asustando a todo el mundo sobre la inminencia de un colapso económico. Y no lo es porque de un tiempo a esta parte los agentes económicos dominantes nacionales e internacionales han asumido que los momentos de crisis –reales o ficticias- son justo en los cuales se pueden aplicar o inducir medidas impopulares y socialmente perjudiciales para las mayorías pero necesarias para mantener o fortalecer su poder.[1]
En el caso nuestro la inflación cumple un papel estelar en esta estrategia de sometimiento mediante el terrorismo económico debido a que materialmente es muy fácil provocarla dadas las condiciones de nuestra economía, históricamente poco productiva, altamente concentrada y pobremente diversificada. Pero además porque para hacer subir los precios, generar especulación y escasez prácticamente lo único que se necesita es correr un rumor, que si bien comienza dando cuenta de un hecho falso lo termina causándolo como reacción. Es como lo que ocurre con las corridas bancarias: si alguien dice que un banco está quebrado aunque no lo esté podrá quebrarlo porque la gente asustada irá corriendo a sacar sus ahorros descapitalizándolo; de la misma manera, si dice que un producto –de primera necesidad sobre todo- escasea o va aumentar de precios así sea falso, va a hacer que escasee y aumente de precios cuando todo el mundo vaya desesperado a comprarlo. Sin embargo, más allá de nuestras estrechas fronteras al menos desde mediados de los setentas la inflación en cuanto amenaza ha cumplido el mismo papel de crear condiciones entre la población para que se vuelque a apoyar medidas que no le favorecen, siendo de hecho que el conjunto de reformas económicas y sociales que dieron forma a lo que hoy llamamos neoliberalismo pueden que no hayan sido del todo posibles sin su contribución.
El fantasma de las crisis como disparador del capitalismo de choque.
“Solo un crisis –real o percibida- da lugar a un cambio verdadero. Cuando esas crisis tienen lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelva políticamente inevitable”
Milton Friedman.
En efecto, aunque el problema del aumento de los precios y la desvalorización de la moneda es casi tan viejo como el capitalismo y el debate sobre la inflación puede rastrearse hasta los inicios mismos del monetarismo con Jean Bobín o Azpilicueta en el 1500, la versión teórica popularizada entre nosotros es mucho más reciente, un poco mezcla de Keynes y marginalismo y en algunos casos con agregados estructuralistas, pero en líneas generales y más allá de las vueltas retóricas está influenciada por la intervención de Milton Friedman y la Escuela de Chicago en la década de los setentas cuando junto a otros teóricos como Hayek impusieron la visión monetarista y librecambista para explicar la crisis que por entonces comenzó a sacudir a las economías centrales. Sobre este particular debe recordarse que a nivel mundial lo que había comenzado como una década de prosperidad acabó en una serie de crisis que vinieron a poner fin a los “treinta gloriosos”, que es como se conoce a las tres décadas de crecimiento ininterrumpido del capitalismo global –pero sobre todo central- tras la culminación de la Segunda Guerra. Este crecimiento fue posible por varios factores, pero resumiendo podemos señalar que la reconstrucción de Europa y Japón tras la devastación de la segunda guerra mundial, pero además el pacto tácito entre capital y trabajo cuya expresión práctica institucional en Europa y Norteamérica fue el Estado de Bienestar y su correlato teórico el keynesianismo, sirvieron para impulsarlo. Y es que como había previsto Keynes –pero antes de él varios otros, incluyendo al mismo Henry Ford- si el capitalismo espoleado por la competencia entre los capitales quería sobrevivir debía ampliar la realización del consumo de mercancías para ponerla a la altura del aumento de la productividad de las mismas, y para ello nada mejor que estimular la demanda de manera que, tras la generalización del salario, los mismos trabajadores consumieran los productos que fabricaban. Así se consolidaron el Estado de Bienestar, la sociedad de consumo moderna y el american way of life. Pero esta salida no solo salvó económicamente al capitalismo sino también políticamente, pues los conflictos de clase en buena medida pasaron a un segundo plano siendo que la legitimidad del sistema se derivaba de la posibilidad de mejorar la vida de los trabajadores y trabajadoras sin necesidad de pasar por una revolución, si no tan sólo con ir a trabajar, recibir un salario y después gastarlo en los almacenes llenos de cosas.
Pero a finales de los setentas este modelo virtuoso mostró signos de agotamiento. Entre otras cosas, las tasas de ganancia del capital disminuían o ya no crecían a los mismos ritmos que antes, siendo que entre otras cosas ya no parecía posible indexar los salarios al crecimiento de las economías. Esto provocó diversas crisis, expresada en cierre de empresas y en la quiebra incluso de ciudades, tal y como fue el caso del colapso presupuestario de Nueva York. En paralelo, por lo demás, el precio de las materias primas iba en aumento, siendo el mejor ejemplo de ello el petróleo. Ante esta situación, las corrientes dominantes comenzaron a buscar nuevas salidas, de forma más desesperada en cuanto los paradigmas que habían salvado el capitalismo de la postguerra y tras la crisis de los años treinta ya no las ofrecían. Fue en este contexto entonces que aparecieron una serie de figuras hasta entonces grises y poco conocidas pero con una gran fortuna entre sus manos: no tenían las respuestas correctas a la crisis, pero sí las más convenientes a efectos de la conservación del sistema. Y entre dichas figuras, tal vez ninguna destacó tanto y se volvió tan influyente como Milton Friedman.
Claro que raíz a una serie de literatura tanto de derecha como de izquierda a veces se cae en el error de elevar a Friedman y sus Chicago boys a la categoría de mitos. Pero para los efectos es importante resaltar que Friedman sin ser tampoco del todo original brindó el soporte teórico y toda la argumentación necesaria para aplicar las medidas para salvar al capitalismo de sus propias contradicciones manteniendo a salvo e inclusive fortaleciendo su poder. Y es en este punto donde más allá del mito es importante destacar de nuevo el poder de las ideas siempre y en todo lugar pero sobre todo en tiempos de crisis, confusión y malestar, pues como había señalado el propio Keynes cuando emprendió su “revolución teórica”, es en esos momentos cuando la gente se muestra excepcionalmente deseosa de alguna explicación y ávida de ensayar soluciones con tal que fueran al menos verosímil:
“(…) las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto como cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad el mundo está gobernado por poco más que eso. Los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto. Los maniáticos de la autoridad, que oyen voces en el aire, destilan su frenesí inspirados en algún mal escritor académico de algunos años atrás. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados se exagera mucho comparado con la intrusión gradual de las ideas. No, por cierto, de forma inmediata, sino después de un intervalo; porque en el campo de la filosofía económica y política no hay muchos que estén influidos por las nuevas teorías cuando pasan de los veinticinco o treinta años de edad, de manera que las ideas que los funcionarios públicos y políticos, y aun los agitadores, aplican a los acontecimientos actuales no serán seguramente las más novedosas. Pero, tarde o temprano, son las ideas y no los intereses creados los que representan peligro, tanto para mal como para bien.”[2]
No hace falta estar de acuerdo con la subestimación que hace Keynes de “los intereses creados” para coincidir plenamente con él en lo que refiere al poder de las ideas. Y es que, al revivir el monetarismo y el librecambismo, Friedman no descubrió nada ni otorgó mayor rigurosidad teórica a un conjunto de doctrinas que habían sido demolidas tanto por marxistas como por otros economistas que, sin ser de izquierda, eran lo suficientemente listos como para caer en cuenta que se trataban de un conjunto de afirmaciones que solo tras un heroico malabarismo argumentativo podían sostenerse, pero además que ya habían conducido al mundo a un caos entre finales del XIX y la primera parte del siglo XX con al menos dos guerras mundiales, una gran depresión y una larga lista de desastres demográficos en la periferia global (hambrunas, guerras civiles, revueltas, etc.). Pero la verosimilitud de los planteamientos neoliberales se la otorgó no su coherencia interna sino su correspondencia con “los intereses creados”, todo lo cual se consolidó a través de un admirable trabajo de predicación casi pastoril de Friedman y sus apóstoles, de penetración en las principales universidades y centros de investigación del mundo e inmediatamente también y como consecuencia de colonización de los organismos multilaterales (ONU, BM, FMI, BID, etc.), ministerios de finanzas, bancos centrales y por su puesto de la gran prensa mundial.
A este respecto, el secreto de Friedman fue ofrecer un diagnóstico que si bien no iba al corazón de la enfermedad, daba en el blanco de lo que inmediatamente más afectaba a las personas en las economías centrales. Así pues, del mismo modo como Keynes había basado sus argumentos en torno al problema del desempleo, Friedman lo haría en torno a la inflación, captando así el malestar de los asalariados por la pérdida progresiva de su poder adquisitivo tras el aumento constante de los precios. Pero al diagnóstico inflacionista se le sumó otro, que por lo demás daba cuenta de un problema también evidente: el del estancamiento económico, motivo por el cual se popularizó un término que hoy se le escucha recurrentemente a los profetas del desastre cada vez que se refieren a la economía venezolana: estanflación.
La estanflación –estancamiento más inflación- no es un término desarrollado por Friedman, sino más bien de otro gurú de los neoliberales: Paul Samuelson, aunque al parecer quien lo acuño realmente fue Ian McLeod, Ministro de Finanzas Británico de mediados de los sesentas, en un discurso de rendición de cuentas ante el parlamento de su país para tratar de explicar la tormenta que se estaba incubando[3]. Pero Friedman, al explicar la inflación, por extensión también dio cuenta del estancamiento e inclusive del desempleo, haciendo ver que había una relación intrínseca entre estas tres cosas. En resumen, la explicación de Friedman –ya todo un clásico- era la siguiente: la inflación, siempre y en todo lugar es un fenómeno monetario y como tal debe tratarse, en el sentido que es y sólo puede ser producida por un aumento más rápido de la cantidad de dinero que de la producción. Y este desbalance es producido por la tendencia del Estado del elevar el gasto público por encima de sus capacidades –incurriendo en déficit- y las capacidades de la economía para absorber al sobre estímulo que esto representa.
Esta tendencia del Estado a gastar por encima de su capacidad presupuestaria -seguía la argumentación- paradójicamente lo obligaba a necesitar e incluso propiciar la inflación como una especie de impuesto indirecto al no ser políticamente atractivo financiar el déficit a través de más impuestos directos. Pero además, la política de estímulo a la demanda que podía en el corto plazo reducir el desempleo y aumentar la productividad en el largo no conducía ni a una ni a otra cosa, pues el aumento “natural” de los precios tendería a volverse crónico al internalizar los actores económicos por vía de las llamadas “expectativas adaptativas” (más tarde denominadas “racionales” ) la lógica planteada y a actuar en consecuencia: por un lado, en el caso de los trabajadores, el aumento de los precios hace disminuir el salario real y por lo tanto pujan por recuperarlo por la vía del aumento salarial. Pero por el otro, en el caso de los productores y comerciantes, ante las expectativas de una mayor inflación y un nuevo aumento salarial suben los precios. De tal modo: todo se convierte en un círculo vicioso donde al aumento de salarios sigue el de precios y viceversa y todo se traduce en el largo plazo en un juego que al parecer no beneficia a nadie y perjudica a todos: estancamiento económico, hiperinflación y desempleo masivo.
La clave de esta descripción perfectamente lógica y sin duda en correspondencia con lo que a simple vista estaba ocurriendo, es cómo será transformada de descripción a explicación, convirtiendo a los síntomas en enfermedad del mismo modo como un médico que confunde la fiebre con la infección que la causa. Pero lo más audaz es cómo se sacarán de ella por la vía de la generalización y la falacia compositiva una serie de medidas a tomar para nada lógicas pero que, por obra y gracia de la repetición, el apabullamiento mediático y el oscurantismo intelectual se convirtieron en verdades sacrosantas. Así las cosas, del diagnóstico arriba narrado se concluyó que el problema era el Estado interventor convertido en un peligroso “Leviatán” que no dejaba a los mercados buscar su equilibrio natural mediante el libre juego de la oferta y la demanda. Pero además que los culpables reales eran los trabajadores, quienes con sus demandas constante no sólo obligaban al Estado a gastar sino también a las empresas, reduciendo la productividad de las mismas, disminuyendo los incentivos, cargándolas de costos y por tanto impidiendo el crecimiento económico.
Ergo: había que disminuir el Estado, pero también abaratar el “costo” de la mano de obra desmantelando los sindicatos, desregulando el trabajo, eliminando los subsidios, privatizando los servicios públicos y disminuyendo la protección social, que no sólo generaba costos innecesarios sino también propiciaba la creación de una especie de clase dependiente y parasitaria que en nada aportaba a la sociedad. A la par, había que eliminar cualquier control a la iniciativa privada, lo que incluía todo lo referente a regulación de precios pero inclusive en otros temas como la discriminación positiva o la protección del medio ambiente. Pero también había que disminuir la carga impositiva, de manera que los empresarios se vieran todavía más estimulados a invertir dadas que las expectativas de ganancia serían mayores. Otras medidas conexas implicaban declarar la “neutralidad” de los bancos centrales, eliminar toda barrera proteccionistas y abrirse lo más posible a la inversión extranjera, de modo que los capitales mas eficientes tuvieran posibilidad de circular por el mundo trayendo prosperidad para todos.
Hoy día son evidentes los resultados a mediano plazo de esa aventura: el mayor naufragio económico mundial de los últimos 70 años estableciendo un futuro de gran incertidumbre pero además colocando a las grandes mayorías en un presente de muchísimo sufrimiento mientras una minoría acumula riquezas en condiciones obscenas.
Y es que, aunque todavía los propagandistas del capitalismo sigan asegurando lo contrario las medidas tomadas a partir del los diagnósticos “estanflacionistas” de Friedman y sus secuaces lo único que provocaron a nivel mundial fue mayor turbulencia, violencia, precarización y desigualdad. Por eso es tan peligroso dejar que estas hipótesis vendidas como novedades y verdades evidentes (en contraprestación, se nos dice, a las fórmulas “erradas” y “caducas” del chavismo) se impongan en el imaginario político y económico de nuestro país, pero antes de pasar al tema específico nacional creo necesario decir todavía un par de cosas sobre de donde vienen y qué efectos han traído –y aún traen- las mismas.
II
Cuando se revisan en retrospectiva las consecuencias del diagnóstico “estanflacionista” basado en supuestos monetaristas y librecambistas a través de los cuales se le buscó salida al agotamiento del modelo de las economías de postguerra, uno no deja de sorprenderse del simplismo teórico implicado en dicha operación, pero así mismo del abuso de lo ideológico no ya en el viejo sentido de Marx “no lo saben pero sin embargo lo hacen” sino en el de la razón cínica “lo saben y sin embargo lo siguen haciendo”. Y es que los resultados han sido tan contradictorios y catastróficos que cuesta pensar que no haya conciencia de los mismos, pues hasta los propios indicadores de las corrientes dominantes desmienten su credo.
No es este el espacio desde luego para analizar este punto en toda su profundidad, pero lo que si quería resaltar es cómo la lectura sesgada y dogmática sobre las causas de la inflación no solo era falsa, si no que condujo a una series de medidas que afectaron fundamentalmente a los asalariados colocándolos en una situación de explotación mayor, lo cual incluye por su puesto a quienes se opusieron a las medidas y a quienes no, pero además no sólo a los obreros sino también a los sectores medios profesionales. Por otra parte tal vez lo más increíble es que toda la retórica el achicamiento del Estado nunca en realidad se cumplió. Así como nunca se cumplió tampoco la de la austeridad fiscal y de hecho la masa de dinero circulante creció exponencialmente no ya a causa del gasto social sino por intermedio del consumo a crédito y la popularización de las finanzas.
Pero si no se cumplieron no fue porque no se pudo aplicar la receta completa. Más bien fue porque conscientes de que uno de los argumentos básicos del monetarismo era completamente falaz –la llamada ley de Say, según la cual toda oferta genera su demanda- los neoliberales se vieron obligados a estimular el consumo, pero como habían recortado los salarios y precarizado el trabajo reduciendo por tanto el poder adquisitivo de la masa trabajadora lo hicieron por la vía del endeudamiento privado y familiar, dando así origen a la burbuja que se desinfló en 2008. Por otra parte, el costo social derivado de echar a familias enteras e incluso poblaciones al desempleo se tradujo en un aumento de la violencia, la delincuencia, el consumo y tráfico de drogas. Por eso fue necesario construir más cárceles, pues en algún lado había que encerar a los trabajadores y a los hijos de trabajadores que habían sido echados a la calle.
De este modo, la reducción del presupuesto público destinado a la seguridad social, la privatización de los servicios públicos y, en líneas generales, la reducción de la participación de los trabajadores en el ingreso nacional, no se tradujo en una reducción del Estado y ni siquiera de su presupuesto total, siendo más bien la verdad del caso que lo que operó fue una gigantesca transferencia de recurso y capacidades desde el “gasto social” hacia lo penal militar, de modo que el Estado pasó de ser un “Leviatán” de la protección social a un Leviatán penal-militar. Por eso se dice que el neoliberalismo a la final es una especie de keynesianismo al revés: opera gigantescas transferencias de recursos de lo social a lo penal militar, pero además redistribuye de abajo hacia arriba. No voy a entrar a exponer lo relativo al aumento del gasto militar (un tema harto conocido) pero si me gustaría citar el célebre estudio de Löic Wacquant Cárceles de la miseria donde se describe cómo los pobres y la clase trabajadora que dejaron de ser protegidos por el Estado de Bienestar pasaron a ser perseguidos y encarcelados por el nuevo Estado policial penal:
“Entre 1979 y 1990, los gastos penitenciarios de los estados se incrementaron un 325 por ciento en concepto de funcionamiento y un 612 por ciento en el capítulo de la construcción, vale decir, tres veces más rápido que los créditos militares en el nivel federal, pese a que éstos gozaron de favores excepcionales en las presidencias de Ronald Reagan y George Bush. Desde 1992, cuatro estados dedicaban más de un millardo de dólares al encarcelamiento: California (3,2 millardos), el estado de Nueva York (2,1), Texas (1,3) y Florida (1,1). En total, Estados Unidos gastó en 1993 un cincuenta por ciento más para sus prisiones que para su administración judicial (…) En un período de escasez fiscal debida a la fuerte baja de los impuestos pagados por las empresas y las clases altas, el aumento de los presupuestos y el personal destinados a las prisiones sólo fue posible gracias al recorte de las sumas dedicadas a la ayuda social, la salud y la educación.
Así, en tanto que los créditos penitenciarios del país aumentaban un 95 por ciento en dólares constantes entre 1979 y 1989, el presupuesto de los hospitales se estancaba, el de los colegios secundarios disminuía un dos por ciento y el de la asistencia social un 41 por ciento. Para sus pobres, Estados Unidos eligió construir establecimientos de detención y penales, en vez de dispensarios, guarderías y escuelas. Un ejemplo: a lo largo de una década (1988-1998), el Estado de Nueva York incrementó sus gastos carcelarios en un 76 por ciento y recortó los fondos de la enseñanza universitaria en un 29 por ciento. El monto bruto en dólares es prácticamente equivalente: 615 millones menos para los campus de la State University of New York y 761 millones más para las cárceles -y más de un millardo, si se contabilizan los 300 millones aprobados separadamente para la urgente construcción de 3.100 plazas de detención suplementarias. Como en California, las curvas de ambos presupuestos se cruzaron en 1994, año de la elección del gobernador republicano George Pataki, una de cuyas primeras medidas, además del restablecimiento de la pena de muerte, consistió en aumentar los costos anuales de inscripción universitaria en setecientos cincuenta dólares, lo que ocasionó al comienzo del siguiente año lectivo un estrechamiento en la inscripción de más de diez mil estudiantes.”[4]
Debe tomarse en cuenta con respecto a esto último que aunque los sectores de menos recursos y la clase trabajadora fue afectada en su conjunto, los efectos más severos de tales medidas se sintieron entre las poblaciones afro-descendientes, en la medida en que, como conjunto, eran mayoritariamente beneficiarios de las políticas de asistencia social y discriminación positiva. Pero además, los republicanos y los operadores mediáticos de las políticas hicieron todo lo posible por presentar la imagen de las personas de color como vagos y vividores del asistencialismo estatal, de manera de legitimar el desmantelamiento de dicho sistema.
Lo perverso es que dicho racismo estuvo especialmente dirigido a azuzar las tensiones raciales entre la clase trabajadora blanca –que pagaba impuestos- y la población afro descendiente tildada de “negros vividores” que no trabajaban pero que dependían de los impuestos de quienes sí. Y aunque como toda generalización de este tipo también era falsa, lo cierto es que se convirtió en tópico del discurso dominante de modo que buena parte de los sectores medios y la clase trabajadora empleada validaron el desmantelamiento del welfare state, apoyando una reducción de impuestos para su mantenimiento que no sólo los perjudicaba a ellos mismos sino que era fraudulenta, ya que en la práctica operó realmente para las empresas y quienes percibían mayores ingresos.
El diagnóstico estanflacionista y el desastre capitalista actual.
Como mencionamos párrafos atrás, la hipótesis estanflacionista posicionada por las corrientes monetaristas y librecambistas en su diagnóstico del agotamiento del modelo de postguerra situaba las responsabilidades en el Estado interventor, por una parte, y el costo laboral por la otra, representado tanto por el peso de los salarios como de los beneficios del Estado benefactor.
En consecuencia, procedieron a su desmantelamiento, lo cual se hizo con mayor o menor grado en casi todos los países si bien todavía algunas instancias subsisten y que son justo las que se están desmantelando ahora en Europa. La idea en este sentido era disminuir el costo de los salarios a los precios y a su vez la carga impositiva al capital para financiar el Estado de Bienestar de modo de hacerlo más competitivo, eliminar las distorsiones representadas por los subsidios y los controles y, en líneas generales, dejar que la ley de la oferta y la demanda por sí misma ajuste los mercados hasta que estos tiendan a su equilibrio natural.
Sin embargo, hoy día sabemos que dicho diagnóstico era falso e interesado y que como tal condujo a aplicar medidas erradas y contradictorias que, por lo demás, terminaron por agravar la situación trayéndola al precario estado presente. Así por ejemplo, el economista pakistaní-norteamericano Anwar Shaikh en su conocido trabajo “¿Quién paga el bienestar en el Estado de bienestar?”[5] ha demostrado cómo la afirmación clásica en el mundo académico y de la economía según la cual la razón de la desaparición del crecimiento en los años 60-70 del siglo pasado se debió a la expansión excesiva del Estado Benefactor es cuanto menos controvertible, pues si bien el gasto social creció de forma significativa después de la segunda guerra, también lo hicieron los impuestos, convirtiéndose éstos en el rubro que financió al gasto social. O dicho de otra manera, en el caso de los países por él abordados (Estados Unidos, Suecia, Australia, Reino Unido, Alemania y Canadá), los datos arrojan que los impuestos que pagaron los receptores de sueldos y salarios son estrictamente paralelos a los gastos sociales que se destinaron a ellos, de manera tal que fueron los mismos trabajadores y no los capitalistas quienes financiaron su bienestar a través de sus impuestos, siendo por lo de más en los propios Estados Unidos donde esta realidad era todavía más clara, dándose el caso que como dice Shaikh durante los mejores años de crecimiento fueron los trabajadores quienes subsidiaron a la economía y no al revés.
Como se puede observar, la correlación se vuelve positiva para los trabajadores sólo después de que cesa el auge y la tasa de desempleo aumenta notablemente a comienzos de los años setenta, es decir, cuando ya estalla la crisis y no antes, lo cual hace difícil considerar que la causa haya sido su elevado costo. Pero este balance “positivo” se debe no a una mejora en la lucha distributiva sino simplemente a que aumentó el número de personas desempleadas y empobrecidas que llegaron a ser elegibles para pagos de cesantía, al mismo tiempo que la disminución de sus ingresos redujo los impuestos que pagaban. Este mismo efecto eleva el déficit del gobierno. De modo que un salario social neto positivo llega a asociarse con un aumento del déficit del gobierno durante el retardo del crecimiento, lo que da lugar a la “errónea” impresión de que la correlación observada entre ambos era causal.
Ahora bien, como se mencionó en este esquema general de reducción de la participación de los salarios en el valor agregado trajo como como consecuencia inmediata otro problema: el de la caída en la venta de la producción,[6] pues lógicamente los trabajadores al ver mermado sus salarios y por ende su poder adquisitivo la venta de mercancías correspondiente a su demanda tiende a reducirse, todo lo cual afecta la rentabilidad de las empresas y por tanto la inversión y por tanto la producción, generándose un nuevo espiral inflacionista por sub-consumo a no ser que para evitar este retorno se precarice todavía más el trabajo para reducir los costos lo cual nos vuelve al mismo punto pero en un peor nivel considerando que a medida que se avanza en esa dirección la conflictividad social aumenta y por ende la gobernabilidad se complica y el sistema en su totalidad se compromete.
Así las cosas, la clase dominante se encuentra de nuevo ante la pregunta ¿qué hacer? Pues bueno, aquí es donde entraron a jugar su papel estelar las grandes finanzas y la popularización del consumo a crédito, todo lo cual si bien sirvió para disfrazar durante un tiempo esta contradicción sistémica a la postre terminó por revelarla con mayor crudeza en la medida en que llega un punto en que dicha deuda tiene que pagarse pues no se puede generar eternamente. Si los trabajadores tiene poca capacidad de pago real pues el salario que ganan lo utilizan para pagar parte de deuda vieja mientras el consumo inmediato (comida, ropa, salud, etc.) lo hacen a través de más deuda (que se suma a la parte no pagada de la anterior) ¿no es obvio que en algún punto esta estrategia también colapsará?
Obvio o no, lo cierto es que la llamada “crisis de las hipotecas” de 2008 y todo el desplome neoliberal posterior tiene su origen inmediato en ésta paradoja. Y es que los asalariados desposeídos igual tenían que consumir, no sólo para vivir sino para realizar el ciclo completo de acumulación de capital. Pero como no se podía volver a instalar el desmantelado esquema anterior, su tuvo que huir hacia delante estimulando entre la población asalariada la comprar de cosas que no tenía a un mayor precio (que, como sabemos, es la condición del crédito por aquello de la “facilidad” de pago) con dinero que no era suyo y por tanto tenía que pagar. Por decirlo así, es como comprar lo mismo dos veces y más caro.
La obsolescencia programada, la innovación permanente y la publicidad harían el resto. Se hizo momentáneamente virtud del vicio y el sistema ganó legitimidad poniendo a disposición masas de dinero para estimular la demanda. Pero inevitablemente el vicio tenía que retornar, ésta vez como incapacidad de pago, sobreproducción (el caso inmobiliario por ejemplo) y todo el caos presente. En resumen, lo que comenzó siendo una estrategia para estimular la economía y equilibrarla terminó siendo peor remedio que la enfermedad. Como el problema no era ese sino la competencia entre capitales buena parte de estos migraron a las finanzas, favoreciendo la desregulación y provocando burbujas para obtener negocios, generando deuda y crearon múltiples mecanismos para facilitar el acceso de la población a los prestamos. Este esquema se refuerza a sí mismo: el sobreendeudamiento y la especulación conducen a mayor desregulación mediante la creación de nuevos productos financieros mientras que al elevar el nivel de rentabilidad especulativo se reducen aun más las oportunidades de inversiones rentables en la esfera productiva y se ejerce más presión sobre los salarios. Los trabajadores –espoleados por la necesidad, la publicidad y el terror a perder el nivel de vida o el status- se endeudan más (hipotecan las viviendas, los autos y todo lo que puedan) o trabajan más, lo que se traduce por lo general en tener más de un empleo. Los patrones, conscientes de esto, entonces aprovechan para reducir todavía más los salarios, ya que los trabajadores estarán menos renuentes a ello pues la masa desempleada o subempleada es grande y ya no existen sindicatos. Por un momento, el hiper-consumo de los más rico compensa. Pero a la larga no alcanza. El resultado: lo que estamos viviendo en el mundo hoy día.
Hoy que en Venezuela se agita el fantasma de un colapso económico estanflacionista es bueno dar este rodeo esquemático y tal vez un tanto desordenado por el origen de las teorías que animan estos diagnósticos catastrofistas tanto para ver cómo se originan, en razón de qué intereses así como las consecuencias que han provocado. En este sentido, es cuanto menos cínico que se pretenda anunciar colapsos desde dicho punto de vista, pues el único colapso realmente existente es el provocado a nivel mundial por dichas teorías. En una próxima entrega nos dedicaremos a completar este análisis con una lectura sobre las teorías inflacionistas en sí, es decir, sobre sus supuestos teóricos y principales postulados para demostrar lo alejado de la realidad que están, un alejamiento que no obstante no es causado por un extravío de las teorías sino por la necesidad de ocultar la realidad de los mercados capitalistas y de la formación de precios.
Notas
[1] No me voy a referir todavía al caso concreto de la supuesta “crisis” de la economía venezolana o a la posibilidad de su derrumbe según lo que se afirma en la mayoría de los medios privados, voceros de la derecha y economistas maistream. Eso lo haremos hacia el final de esta serie, pero por lo pronto remito al siguiente artículo: Simón Andrés Zúñiga. Venezuela: rebrote inflacionario y el falso problema de la crisis externa. En: http://www.aporrea.org/actualidad/a165565.html
[2] KEYNES. J. M. Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Fondo de Cultura Económica. México 1980. P: 337.
[3] La expresión de McLeod exactamente fue: “Ahora tenemos el peor de ambos mundos: no sólo inflación por un lado o estancamiento por el otro sino ambos juntos. Tenemos una especie de estanflación. Y, en términos modernos, se está haciendo historia.”
[4] WACQUANT, Löic. Las cárceles de la miseria. Manantial. Buenos Aires. P: 95.
[5] SHAIK, Anwar. ¿Quién paga el bienestar en el Estado de bienestar? Un estudio multipaíses. Revista Apuntes del CENES. Universidad Pedagógica y Experimental de Colombia. Vol. 24, No 38 (2004). Disponible en: http://www.erevistas.csic.es/ficha_articulo.php?url=oai:ojs.localhost:article/518&oai_iden=oai_revista726
[6] Sigo aquí, entre otros, a: HUSSON, Michel. El capitalismo tóxico. Revista Viento Sur. Nº 101. Noviembre de 2008. Y: La disminución de los salarios en el origen de la crisis. Disponible en la página del autor: http://hussonet.free.fr/salsphere.pdf