El líder y su pueblo: un destino sudamericano (que en Europa no se consigue)

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ERNESTO ESPECHE| Uno de los rasgos más evidentes de la tradición popular latinoamericana es la gestación de fuertes liderazgos políticos. Se trata de figuras carismáticas y dotadas de cierta sensibilidad para reconocer el sentir más profundo de las grandes mayorías. En América Latina, un líder popular se referencia en su pueblo y comparte afecto.APAS
Los manuales del pensamiento liberal -desde aquellos nacidos en el siglo XIX hasta los actuales- asocian la figura del líder político con regímenes despóticos, gobiernos populistas o expresiones cuasi primitivas violatorias del republicanismo democrático. Son -según la dicotomía sarmientina- la expresión de la barbarie, que hoy se reactualiza a partir de figuras como Hugo Chávez, Evo Morales, Cristina Fernández, Rafael Correa o José Mujica. Todos ellos son emergentes indiscutibles de movimientos populares de larga tradición en cada uno de los países que conducen.

Son el gobierno de los “negros”, los “pobres”, los “brutos”, la “chusma”, los “indios”, los “putos”. Un profundo desprecio por las mayorías subyace en los intentos liberales por entender -primero- y superar -después- esos complejos fenómenos sociales que lograron acumular poder para refundar la democracia. Entonces, casi de modo inevitable, aflora el racismo, el gorilismo y el odio de clase.

Para ellos, la relación entre el líder político y su pueblo sólo puede ser comprendida desde una absoluta sumisión ejercida con malicia desde el primero, y consentida sin cuestionamiento crítico por el segundo. Residiría en ese vínculo una manifiesta perversión: el ansia de un poder desmedido se alimenta de la incapacidad de millones de personas de actuar por fuera de los impulsos desatados por la búsqueda de satisfacer sus necesidades materiales más elementales.

Así, por ejemplo, si el pobrerío se moviliza y gana la calle lo haría por mínimas dádivas. En cambio, cuando los sectores más acomodados participan de cacerolazos o concentraciones opositoras, se trataría de una demostración de conciencia ciudadana frente a la barbarie despótica y tiránica. Cuando las barriadas reclaman por condiciones básicas para su calidad de vida, estaríamos ante un reclamo irracional de vagos y delincuentes. Pero, si los vecinos de una coqueta zona residencial protestan por la seguridad en “su” lugar, asistiríamos a una legítima demanda por parte de “la gente” que merece bienestar. Nótese que “la gente” es una denominación que excluye a vagos y delincuentes, a pobres e inmigrantes.

Aparecen, entonces, asociaciones cargadas de absurdo y desprovistas de toda historicidad. Comparan lo incomparable: “son nazis”, “usan metodologías fascistas”. No logran apartarse del más vulgar simplismo y caen, con ello, en un sectarismo aberrante. Piensan América Latina desde la mirada universalizante de las democracias occidentales modernas. Ese pensamiento no situado, trasplantado, funciona como un prisma que distorsiona las formas históricas y los procesos sociales.

Con grotesca similitud, las élites sudamericanas se lanzaron a una suerte de contraofensiva antipopulista. Los mismos sectores que hoy reclaman libertad, democracia y pluralidad a los gobiernos populares avalaron, en otras épocas, las más sangrientas dictaduras de cuño nazi-fascista y las violaciones más escandalosas de los derechos humanos. No dudaron, cuando tuvieron la oportunidad, en apoyan golpes de Estado y maniobras desestabilizadoras.

Sin embargo, la misma miopía que les impide distinguir las claves de la matriz popular conspira contra sus intentos destituyentes. No logran construir liderazgos que puedan traducir sus movimientos espasmódicos en poder político. Sus referentes no encabezan actos multitudinarios, en cambio, se maquillan para aparecer con la mayor frecuencia posible en las pantallas de televisión. No lideran ni conducen, porque esa potestad les está vedada por la imposibilidad ontológica de construir sus propios cuadros dirigenciales desde una lógica plebeya e inclusiva de las mayorías.

Sin embargo, esos límites no impidieron que, a lo largo de la historia, una minoría impusiera sus intereses particulares como valores comunes a toda la sociedad. Administraron por décadas el orden dominante. Construyeron consensos y reprimieron los intentos de resistencia valiéndose de las más sofisticadas herramientas de control social.

Sólo la emergencia de fuertes liderazgos populares puso en riesgo o revirtió esa tendencia. En esos casos, todos impregnados de un clima regional propicio, convergen una serie de factores: la integración latinoamericana como eje de soberanía política y económica; el reconocimiento del clivaje cultural y étnico que caracteriza a nuestros pueblos; y la ampliación de derechos a gran parte del conglomerado social. Es decir, los pueblos se empoderan para hacer frente a los diversos modos de opresión a los que fueron sometidos en esta parte del mundo. Los líderes son, a la vez, un resultado de ese empoderamiento y un actor central en su consolidación.

Por ello son, al mismo tiempo, intérpretes y conductores. Tienen la cara de su pueblo porque es ese pueblo el que los hace posibles. Se sostienen con organización popular porque nacen de la experiencia colectiva.

* Doctor en Comunicación Social de la UNLP, docente e investigador de la UNCuyo y director de Radio Nacional Mendoza, Argentina.