El despecho y el terrorismo económicos: a tres años del Golpe de Timón

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Luis Salas Rodríguez

La mayoría de los críticos de los planes de ajustes suelen hacer hincapié en los nefastos efectos sociales que los mismos causan: exclusión, desempleo, desigualdad y pobreza, aumento de la desnutrición, la deserción escolar, desprotección de grupos vulnerables, violencia, etc. Eso desde luego está bien y es de por sí lo central, partiendo del hecho elemental pero no por eso menos ignorado, de que la economía en una sociedad debe tener por principio y razón de ser deberse al bienestar de las mayorías y no de las minorías.

Pero el problema con esta crítica es que suele encerrarse en una polémica estéril con los neoliberales cuando estos esgrimen un argumento que, no por cínico, deja de tener adeptos, tanto entre los hacedores de política económica como en el sentido común mediatizado: que eso puede ser verdad en el corto plazo (lo de la generación de mayor pobreza, etc.,) pero no en el mediano y largo, cuando sería de inevitable crecimiento y la prosperidad.
Y es que en efecto, los neoliberales y los profetas de la ortodoxia económica en términos amplios, nunca han negado que sus políticas causen todos los males que todo el mundo denuncia que causan: solo que los consideran parte de un proceso de ortopedia social y económica inevitablemente doloroso pero necesario para alcanzar el “Bien”. Hasta le tienen un nombre y una partida de gastos contables: costo social, que son todas aquellas medidas destinadas a compensarlos, entendiendo por tal básicamente que su impacto no cause problemas graves de gobernabilidad.

El razonamiento implícito tras esta argumentación es ampliamente conocido: el mercado es un ente inteligente que se auto-regula, que lo único que se necesita para tal fin es se le eliminen las trabas que no lo permiten. Y en razón de lo mismo, es eficiente y justo por naturaleza: premia y promueve a los buenos, castiga y elimina a los malos e ineficientes. Y si en medio de esta “justicia” se cometen algunas injusticias, pues se justifica en nombre del Bien Superior que se causa más temprano que tarde. Cuando todas las variables chuecas se hayan enderezado, todos los desequilibrios equilibrado, los desajustes ajustado, el Crecimiento Económico advendrá y goteará sobre todos y todas como una Gracia Divina.

Sin embargo, lo que la experiencia y la evidencia histórica muestran es exactamente otra cosa. Es decir, por un lado, es radicalmente cierto todo lo que se denuncia de los planes de ajuste ortodoxos como causa de mayor sufrimiento, exclusión social y pobreza. Pero a su vez, es radicalmente falso que dicho sufrimiento sea un precio a pagar en nombre de un bien económico mayor. La verdad simple pese a todos los esfuerzos ideológicos de hacer creer lo contrario, es que los planes de ajustes no solo no son eficientes a la hora de arreglar los desequilibrios económicos que se dicen deben corregir, sino que suelen ahondarlos y generar otros nuevos. Veamos algunos casos:

Cuando tras el fin de la Primer Guerra Mundial, Inglaterra quería embarcarse en recuperar su hegemonía comercial y monetaria malogradas volviendo al patrón otro y haciendo competitivas sus exportaciones, Keynes alertó sobre las consecuencias negativas que dicha pretensión tendría a lo interno siendo que, por lo demás, la misma era inútil, pues la realidad del comercio y el orden económico mundial habían cambiado aunque aún no fuera aún del todo evidente. Así las cosas, sin embargo, la autoridad monetaria igual se embarcó en la medida, que lo único que produjo fue un gran malestar social al hacerse el ajuste reduciendo el poder adquisitivo de la clase trabajadora inglesa, lo que degeneró en una serie de protestas y en el paro general de 1927, y más adelante, en la deflación de 1929. El razonamiento de Keynes era simple: menos poder adquisitivo de los salarios causaría la caída inmediata del consumo, y por tanto, presionaría los precios a la baja (deflación), lo cual afectaría la tasa de rentabilidad del capital, la acumulación y la reinversión. Esto último llevaría a los capitalistas a abaratar costos deprimiendo aún más los salarios y despidiendo, lo que complicaría las cosas porque por esa vía lo único que se alcanzaría es una contracción todavía mayor de la demanda. Las proyecciones de Keynes se cumplieron una a una: la autoridad monetaria tuvo que abandonar su pretensión inicial y embarcarse en una recuperación del mercado interno, tanto más complicada como consecuencia de la Gran Depresión global que estalló en 1929.

Otro caso emblemático es el de Chile, particularmente notable pues suele ser mostrado como ejemplo del “éxito” del neoliberalismo. Sin embargo, pese a todo el arsenal propagandístico invertido para convencernos de lo contrario, la realidad real es que las recetas de los neoliberales nunca resultaron exitosas para aliviar los desequilibrios económicos utilizados como argumentos para justificar el golpe de Estado contra Allende. Ese fue particularmente el caso de la inflación. En el último año de Allende, la inflación inducida por la especulación, el acaparamiento, la huelga de inversiones privadas y el estrangulamiento externo, llegó al 500%. Pero en el primer año de la dictadura (1974) llegó al 746,2%. Y durante la misma siempre sería superior a los dos dígitos excepto en un solo año (1981), manteniendo el promedio anual de 87,7%. Ciertamente, cualquiera diría que pasar de 746% en el primer año a 21% en el último es una reducción exitosa. Pero además del hecho de que en los propios cánones neoliberales un 20% de inflación es señal de un “modelo fracasado”, lo cierto es que tal reducción se alcanzó luego de una brutal devaluación y precarización del poder adquisitivo de la población, que hizo bajar la inflación por la vía del subconsumo, es decir, porque la gente -como en la Inglaterra- de los años 20 fue dejando de comprar. Este último efecto obligaría a los neoliberales y a los propios jefes de la dictadura a replantearse las cosas, no por consideraciones de orden social o humanitario sino preocupados por la propia sobrevivencia del régimen y la rentabilidad de las empresas. Pero la vía escogida fue la de “devolver” el poder adquisitivo de la población no mejorando su salario o abaratando los precios, sino estimulando el endeudamiento familiar e individual en medio de un modelo económico que promueve el “exceso “de liquidez y el consumismo pero de tal forma que termina siendo un negocio extraordinario para la banca y el gran comercio. De tal suerte, al final de la dictadura, pero especialmente durante los años de la Concertación, se formaría la trampa crediticia de la que se encuentra prisionera la población chilena hasta la actualidad y que es el secreto del “éxito” de su modelo: precios relativamente bajos y estables con respecto a su pares regionales, pero inaccesibles para la gran mayoría dada la precariedad salarial y laboral, que solo puede acceder a los bienes y servicios que consume (incluyendo la salud y la educación a todos los niveles) endeudándose, pagando todo como si dijéramos dos veces: al momento que los adquiere con un dinero que no es suyo, y al momento en que debe pagar las cuotas e intereses del crédito que recibió para adquirirlos. La crisis de la sociedad chilena al menos desde 2008, cuando estalló la burbuja crediticia mundial, se explica porque dicho modelo es cada vez más insostenible, dado que la acumulación de deuda por parte de las familias supera con creces su ingreso mensual, ingreso buena parte del cual lo utiliza para pagar las deudas adquiridas, lo que las lleva a adquirir nuevas deudas para costearse el diario y así sucesivamente.

Otro buen ejemplo y además muy actual es del de Grecia, envuelta en un espiral depresivo y deflacionario como resultado de los planes de ajuste macroeconómicos que se supone tenían como objetivo “sanear y equilibrar las cuentas” utilizando la receta neoliberal y ortodoxa más clásica: disminución del gasto público, equilibrio fiscal, abaratamiento del costo de la mano de obra, etc. Así las cosas, por ejemplo, si bien el endeudamiento fue la principal excusa que se utilizó para intervenir Grecia, la verdad del caso es que desde que se puso en marcha el primer rescate en 2010, la deuda pública griega aumentó en lugar de reducirse: en 2009, representaba el 126% de su PIB (unos 301.000 millones de euros), mientras que hoy día luego de los fortísimos recortes de gasto público que se han aplicado sin precedentes en ningún país en la Europa de posguerra, asciende a un 180% de su PIB, es decir, unos 317.000 millones de euros. Ningún dato macroeconómico ha mejorado tras la intervención de los expertos y la aplicación de la austeridad y los ajustes que: el PIB cayó en 25%, el consumo de alimentos de la población en 28,5%, 61% de reducción media de las pensiones, el 45% de pensionistas viviendo por debajo del umbral de pobreza, 26% de desempleo y más del 50% de desempleo juvenil, todo lo cual desató una fuerte ola migrativa además de considerarse un factor determinante en el aumento del 35% en el número de suicidio en el país registrado desde 2011.

El caso venezolano es otro ejemplo de manual del fracaso de los ajustes. Todos nos sabemos la historia de lo que terminó resultando en lo inmediato el “Gran Viraje” de Carlos Andrés Pérez y sus secuaces, entre los que se contaba Ricardo Haussman, el pana querido de Lorenzo Mendoza y ficha clave del FMI en Venezuela: más de 3 mil muertos y desaparecidos y un crecimiento salvaje de la pobreza, sin que nada de esto se tradujera ni en disminución de la inflación, ni de la fuga de capitales, ni en aumento de la inversión privada, de la productividad y mucho menos del crecimiento económico que traería “en el largo plazo e inevitablemente” el desarrollo y bienestar sociales.

Con respecto a la pobreza, los datos son escalofriantes: para 1995 –el año siguiente de la culminación del mandato presidencial para el cual CAP había sido elegido si bien fue destituido y sustituido por Octavio Lepage y Ramón J. Velázquez- de los 21 millones y un poquito más de habitantes del país, 81,58% se hallaba en pobreza y 41,75%, unos nueve millones, en pobreza extrema. La canasta alimentaria básica se cuadruplicó como consecuencia del ajuste “antiinflacionario”, pasando de costar 14.065 bolívares mensuales en 1989 a 55.900 en 1993. Así las cosas, el índice de precio que en la década de los 80 promedió un 19,4% anual, significativamente superior al 8% de la década de los 70, no fue nada comparado con el 49,5% que promedio la “Época Dorada” de CAP-Tinoco-Rodríguez-Haussman. De hecho, el año 1 de las medidas la inflación fue de 81,1%, y cerró en 1994 con 70,8%, siendo su valor más bajo durante el período 31 en 1991 debido a la fuerte regresión sobre el consumo que tuvo el ajuste. Durante toda la década neoliberal, que incluye el segundo gobierno de Caldera (con Teodoro Petkoff cumpliendo el mismo papel de Haussman con CAP) y el segundo paquete de medidas avaladas por el FMI y el Banco Mundial en 1996, la inflación promedio anual fue de 52,45%, que incluye el pico histórico de 103% en 1996. Durante la era chavista el promedio anual de la inflación es de 27,04%

En lo que a la fuga de capitales refiere, la misma escaló a unos 8 mil millones de dólares (unos 50 mil millones actuales a precio oficial). Y en lo que a la inversión privada aplica, la misma cayó a un mínimo histórico de 7,3% del PIB medida como inversión bruta en capital fijo. En cuanto al PIB, durante toda la década neoliberal el PIB venezolano no solo no creció, sino que en promedio decreció -0,1%. Sin embargo, durante 1989 y 1993 si lo hizo, como el 9,7% de 1991, del cual se agarran los neoliberales criollos para hacerse propaganda. No obstante, el crecimiento de ese año y el siguiente no se debió a las políticas de ajuste, sino a la invasión de Irak por los Estados Unidos que disparó los precios del petróleo.

Fieles al conocido dogma según el cual el mercado asigna eficientemente los recursos y restablece los equilibrios entre las ofertas y las demandas, la “solución” a los males de la economía venezolana (lo que en el documento El Gran Viraje se diagnosticaba como “el fracaso del modelo de sustitución de importaciones”, impulsada por los tecnócratas de los 90 fue la apertura comercial externa e interna, la eliminación de las “rigideces” al sector privado (controles de precio y cambio, incluyendo la unificación del tipo de cambio a un precio “libre”), reducción de los aranceles, de la carga impositiva y para-impositiva, así como la “sinceración” de los precios internos para hacerlos atractivos a los inversionistas. Sin embargo, como al mismo tiempo se trataba de reducir el déficit fiscal, la reducción impositiva y arancelaria fue “compensada” con el aumento de los precios de los bienes y servicios públicos (gasolina, agua, luz, teléfono, etc.). Y en lo mediato, con las privatizaciones para deshacer al Estado de empresas “ineficientes”.

Pero los resultados no pudieron ser más decepcionantes (aunque esperables) en lo económico. La apertura comercial externa trajo como resultado una licuefacción de la ineficiente industria nacional, en mayor parte encabezada por empresarios sin ánimo alguno de competir sino más bien vender al mejor postor cuando no directamente abandonar las empresas dejando en el aire a miles de trabajadores. De tal suerte, algunas ramas fueron a pasar directamente al control de las transnacionales, mientras que en otras, los oligopolios y monopolios ya existentes resultaron fortalecidos. Lo paradójico del asunto, es que la apertura comercial no solo no hizo más competitiva las ramas de la actividad económica que no lo eran (como alimentos y bebidas, donde la gran ganadora fue La Polar), sino que hizo menos competitivas a aquellas donde medida con indicadores capitalistas clásicos había relativa competencia (como pasó en calzado y textiles, siendo que las industrias nacionales del sector virtualmente desaparecieron).

En un trabajo publicado en el año 2000 por la UCAB por María Isabel Martínez Abal –a quienes, ni la universidad ni la autora, se puede acusar de chavistas- se da cuenta claramente del desastre que en términos de eficiencia del mercado para asignar sabiamente los recursos tuvieron las políticas de ajuste. En ese texto nos dice la autora:

“(…) la apertura comercial ha sido más sentida por sectores en los que no era tan necesaria, porque el poder de mercado ya estaba lo suficientemente difuminado, mientras que sectores más concentrados la sufrieron menos. De nuevo, esto no es raro: justamente los sectores más concentrados tienen mayor poder de mercado, es decir, mayor capacidad de imponer barreras de entrada a nuevos competidores. Que el estado rebaje sus barreras legales de entrada no impide que permanezcan barreras de otro tipo, puestas por las empresas que ya controlan el mercado.
(…) La falta de competencia la pagan los consumidores. A partir del momento de la eliminación del PVP, el índice de los precios de los mayoristas (IPM) se separa por arriba del índice de precios de los industriales (IPP), de manera que para 1990 el valor IPM/IPP es de 1,22. Dicho en otras palabras, los mayoristas (que son comerciantes) elevan sus precios más que proporcionalmente al incremento de sus insumos, esto es, especulan en vez de competir. Pero tampoco los industriales compiten entre sí. Por el contrario, el incremento de IPP entre 1988 y 1999 llega a 2,96 y el del IPM alcanza en el mismo período 3,67, con el “aporte” de la especulación de los mayoristas. No cabe atribuir el aumento al componente importado de los alimentos, cuyo peso en el IPM del BCV no llega al 2%. La liberación de precios produce así justamente el efecto contrario al que se perseguía: aprovechando las “manos” libres que el gobierno deja, la incapacidad organizativa de los consumidores y la baja elasticidad de la demanda de los alimentos, los precios suben más deprisa en ese rubro que en los demás (salvo en el caso de bebidas, una más elástica, pero altamente concentrada).

Una economía fuertemente especulativa, con altos índices de inflación en medio de una depresión salarial sin precedentes, altamente concentrada, en más de un 70% de su capacidad instalada privada transnacionalizada y con desinversión crónica, con desmantelamiento cuando no ya privatización de los servicios públicos, endeudada, con desempleo creciente y prevalencia del empleo precario, sin un plan coherente de acción monetario, fiscal, presupuestario ni energético, esa es la economía venezolana que el presidente Chávez recibirá en manos de los “expertos” económicos. Y es a partir de esa herencia funesta, que emprende un trabajo de reconstrucción que no solo sacará al país del caos social en el que lo metieron los mismos “expertos” que hoy se presentan como salvadores, sino que la colocará en posición de dar un salto adelante una vez superadas varias de sus restricciones internas más importantes, siendo la más importante de todas la existencia de un mercado interno excluyente en cuanto al acceso de bienes y servicios para la mayoría, y quedando pendiente –al menos a lo interno- la de una estructura productiva, de comercialización y distribución que no se corresponde ni se quiere corresponder a esta nueva realidad. Pero todo este trabajo de reconstrucción no hubiese sido posible sin un diagnóstico muy preciso de la realidad económica nacional –y política, social, etc.- elemento primario gracias al cual el chavismo económico –si cabe la expresión- marcará su superioridad indiscutible en lo teórico y empírico sobre la economía convencional, sobre la economía y los economistas del fraude.

Hoy día que se cumplen tres años del Golpe de Timón, debemos recordar cuál es el reto lanzado por el presidente Chávez el 20 de octubre de 2012 tras su triunfo contra la propuesta neoliberal de la derecha: modificar la base productiva del país, de manera tal de asegurarnos una verdadera democracia económica, injertar la propiedad social a lo largo de todas las cadenas, desde la tierra hasta la comercialización final en aras de hacer irreversible los cambios y el nuevo modelo. Ese reto lo asumió la derecha que aprovechando de inmediato su enfermedad y posterior muerte se lanzó con todo lo que tenía para evitar la irreversibilidad e imponer más bien la restauración, pero ¿lo hemos asumido nosotros? De alguna manera sí, pero de muchas evidentemente no.

La totalidad de las cosas que la gente hoy extraña no son propias de un pasado mítico de la Cuarta República que en cuanto tal nunca existió sino para un grupo muy reducido. Lo que la gente hoy extraña (tener empleos bien remunerados y estables, educación y salud de calidad y gratuita, poder adquirir vehículos, vivienda y planificar su futuro, acceso a la cultura y la recreación, hacer mercados que incluyas proteínas vegetales y animales, etc.,) todas esas cosas son logro del chavismo económico, ese mismo que hoy muchos consideran fracasado pero que no solo solucionó buena parte los males que heredó, sino que creó las condiciones para avanzar sobre aquellos que persisten.