Del Nord Stream a Irán: geopolítica de un imperio en declive
El ‘fracking’ estadounidense solo puede sobrevivir si el precio del barril de petróleo sube mucho. Y eso depende, en buena medida, de las decisiones que tome Teherán
El petróleo se está agotando y, con él, se agota también la ficción de un imperio sostenido a base de rentas energéticas. En concreto, el fracking –la técnica que permitió a Estados Unidos convertirse en exportador neto de hidrocarburos– está comenzando su declive. Washington lo sabe, y está dispuesto a hacer lo que sea para estirar unos años más esa supremacía energética. Por eso, el ataque a Irán no es un desliz, sino un movimiento estratégico: necesitan que el petróleo suba de precio para que el fracking vuelva a ser rentable, aunque eso implique incendiar Oriente Medio. Porque no se trata de ganar, sino de no hundirse todavía.
Desde que en 1972 llegó al máximo de producción convencional, EEUU ha sido un país dependiente de las importaciones de petróleo. Pero todo cambió con el auge del fracking: una tecnología agresiva que permitió explotar yacimientos no convencionales, arañando gotas dispersas en rocas porosas a fuerza de reventarlas a pura presión (de ahí el término “fracking”).
Gracias a esta tecnología, EEUU pasó de ser un importador masivo de hidrocarburos a convertirse en el mayor productor mundial de petróleo y gas natural (dejando atrás a Arabia Saudita y a Rusia) y el mayor exportador mundial de gas natural y gasolina. Es cierto que consiguió más que abastecer sus necesidades de gas natural (EEUU continúa siendo un país muy carbonífero, así que no usa tanto gas para la producción de electricidad), pero nunca dejó de comprar petróleo, aunque las importaciones cayeron de más del 60% a menos del 40% actualmente.
En todo caso, EEUU se ha vuelto demasiado dependiente del fracking para garantizar la estabilidad de la economía productiva. Sin embargo, los sweet spots del fracking hace tiempo que se agotaron, y todo apunta a que el declive terminal de la producción comenzará en los próximos años.
¿Por qué, entonces, montar este caos, si igualmente el fracking tiene los días contados? No estamos hablando de una estrategia sostenible a largo plazo, sino de una huida hacia adelante alimentada por tipos de interés bajos, estímulos financieros y petróleo caro. Una economía entera reconfigurada para vender energía fósil al mundo, especialmente en un contexto de declive del petróleo convencional.
El fracking desde el punto de vista físico se aproxima al absurdo: extraer energía gastando casi la misma cantidad, o incluso más
Pero, como hemos dicho, ese milagro está llegando a su fin. El fracking tiene un problema físico: es intensivo en energía y materiales, económicamente costoso y se agota rápidamente (al cabo de cinco años la mayoría de los pozos cierran). Desde hace tiempo se alerta de que los mejores pozos están cerrando, que las proyecciones han sido infladas, y que muchos campos ya han entrado en declive. Desde 2022, el fracking en Estados Unidos ha entrado en una fase crítica. Uno de cada tres pozos ha cerrado, y la actividad perforadora ha caído a mínimos no vistos en años, con apenas 442 equipos operativos en todo el país.
Esta crisis está directamente relacionada con la caída del precio del petróleo, que ha tocado fondo recientemente, por debajo del umbral de rentabilidad para el fracking, estimado – con cierta dosis de optimismo – entre 60 y 65 dólares por barril. A diferencia de ciclos anteriores en los que la OPEP –y en particular Arabia Saudí– restringía la producción para estabilizar precios, ahora ha optado por mantener una producción bastante elevada. La estrategia saudí, según algunos analistas, busca expulsar del mercado a competidores con mayores costes de extracción, como el fracking estadounidense, y recuperar cuota de mercado perdida.
Esta ofensiva petrolera, combinada con una demanda débil –los aranceles de Trump han hecho mucho daño– no solo ha tumbado el precio del crudo, sino que también ha devuelto a la OPEP a una posición central en el control del mercado, poniendo a EEUU en una encrucijada: o fuerza una subida del precio global –mediante inestabilidad o bloqueo de suministro en otras regiones– o asume su lenta pérdida de hegemonía energética y económica. En este contexto, el fracking estadounidense solo puede sobrevivir si el precio del barril de petróleo sube mucho. Y aquí entra la Tasa de Retorno Energético (TRE).
La TRE mide cuánta energía se obtiene por cada unidad de energía invertida en la extracción. El petróleo convencional llegó a tener, a principios del siglo XX, TREs de hasta 100:1, es decir, por cada unidad de energía invertida se obtenían 100, una relación que hacía posible todo el desarrollo industrial del siglo XX. En cambio, el fracking nació ya con rendimientos mucho menores, entre 6:1 y 12:1 en sus inicios, y hoy ha caído hasta el rango de 3:1 o incluso menos a medida que los pozos envejecen y se agotan rápidamente.
Es como recoger manzanas: al principio bastaba con alargar el brazo para alcanzar las que cuelgan en las ramas bajas, usando muy poca energía (alta TRE), pero ahora solo quedan las del extremo superior del árbol, que requieren esfuerzo y riesgo, y puedes acabar consumiendo más kilocalorías para cogerlas que las que las propias manzanas te aportan. Aunque el fracking siga siendo rentable si el precio del barril sube, desde el punto de vista físico se aproxima al absurdo: extraer energía gastando casi la misma cantidad, o incluso más. Pero el capitalismo no funciona según criterios científicos.
Funciona por el valor de cambio: si el precio del barril sube lo suficiente, cualquier aberración energética se vuelve negocio. De ahí la paradoja: una técnica energéticamente absurda puede sobrevivir si los mercados permiten venderla cara (y hay otras fuentes para apuntalarla, o se extrae energía embebida de otro sitio, por ejemplo, no manteniendo infraestructuras). La economía capitalista degrada sistemáticamente la TRE porque no extrae energía para sostener la vida, sino para alimentar el ciclo de acumulación. Y ese ciclo hoy depende, literalmente, de provocar guerras.
La implicación es brutal. Estados Unidos no puede permitirse volver a ser un importador neto de petróleo. No solo por razones energéticas, sino porque toda su arquitectura económica reciente se ha basado en convertirse en una suerte de “emirato fósil”: exportador de energía, receptor de renta internacional, sostén artificial de su hegemonía militar.
El crecimiento económico derivado del fracking ha sostenido regiones enteras, sobre todo en estados como Texas, Dakota del Norte o Nuevo México. Todo ello mientras su industria productiva sigue de capa caída desde la crisis de 2008, que mantiene la manufactura muy por debajo de los niveles de hace 30 años y con una parte de la industria intensiva en energía dependiente de precios bajos del crudo.
El turismo internacional –uno de los grandes motores no energéticos– se ha desinflado desde la pandemia y no ha remontado a niveles ni siquiera de prepandemia, con un marcado empeoramiento en 2025 debido a tensiones políticas y medidas migratorias restrictivas. Por último, la agricultura aún sigue siendo competitiva en exportaciones, pero enfrenta problemas estructurales como la concentración, las sequías crecientes y, por supuesto, la dependencia del petróleo. El fracking no era un mero complemento para Estados Unidos; era su apuesta y su tabla de salvación.
EEUU hizo saltar por los aires el Nord Stream para forzar a Europa a depender de su gas, aunque se vendiese más caro
Pero ahora que los pozos se están agotando, ¿existe algún tipo de plan? Evidentemente, no; existe únicamente la lógica electoralista cortoplacista propia de las “democracias liberales”: no centrarse en una solución sostenible, sino en retrasar las consecuencias de lo inevitable hasta después de agotar la legislatura. Por eso hicieron saltar por los aires el Nord Stream: para forzar a Europa a depender del gas estadounidense, aunque se vendiese más caro.
Por eso también, en las negociaciones comerciales, EEUU condicionó la retirada de aranceles a que la UE consumiera ingentes cantidades de energía fósil made in USA (en concreto 350.000 millones de dólares). Esos movimientos no fueron anecdóticos: forman parte de una guerra comercial y energética planificada para sostener el precio del crudo y estirar el tiempo antes de confrontar la realidad material: Estados Unidos dejará de ser un gran exportador de hidrocarburos (principalmente, gas natural y gasolina).

ahora llega Irán. Una pieza clave, porque si Teherán responde al asesinato de sus militares bloqueando el Estrecho de Ormuz –por donde pasa casi el 20% del petróleo mundial, que representa el 40% de las exportaciones mundiales del oro negro–, el precio del crudo se dispararía. Justo lo que necesita el fracking estadounidense. ¿Representa una solución a largo plazo? En absoluto. ¿Y una solución para este mandato? Tal vez. Esa es la lógica desesperada: si el fracking vuelve a respirar unos años, se gana tiempo, se salvan elecciones, se sostiene el dólar, se aplaza la caída.
La alternativa –no hacer nada– implicaría mantener precios bajos del petróleo, lo que haría económicamente inviable seguir explotando el fracking en muchos de los campos clave. Eso significaría, en términos prácticos, una aceleración de la desindustrialización, especialmente en los estados del interior y del sur, ya devastados por décadas de deslocalización, abandono y declive de la inversión pública.
La pérdida del fracking dejaría a muchos territorios sin su última fuente de empleo directo e indirecto. La tensión social escalaría: una población armada, empobrecida, políticamente polarizada y con una fe menguante en las instituciones podría ser el caldo de cultivo para estallidos violentos, revueltas locales o incluso una guerra civil difusa. Esta no es una hipótesis apocalíptica lanzada al azar: sectores del propio Departamento de Defensa norteamericano y del establishment energético han advertido de que la desestabilización interna por el colapso energético es uno de los principales riesgos estratégicos a medio plazo.
El fin del fracking no es simplemente una cuestión económica: es una amenaza existencial para la arquitectura política, territorial y militar de Estados Unidos.
Puede que Oriente Medio arda. Pero ese es un precio asumible si sirve para sostener el valor de cambio de energía fósil de EEUU
Así que la disyuntiva es clara: si no hacen nada, el colapso llegará desde dentro. Si actúan, pueden desatar una escalada global, pero al menos retrasan su propia caída. Puede que Oriente Medio arda. Puede que la guerra se descontrole. Pero eso es un precio asumible si sirve para sostener artificialmente el valor de cambio de su energía fósil. Mientras tanto, la TRE sigue cayendo. El planeta se calienta. La energía útil se agota. Pero el capital, como un zombi ciego, solo responde a la rentabilidad inmediata, aunque eso implique dinamitar las bases de la vida.
Frente a esa lógica suicida, urge una ruptura: poner la energía al servicio de la vida y no del mercado, entender que la transición energética solo puede basarse en reorganizar radicalmente nuestra relación con la energía, con la producción, con el planeta. Utilizar el valor de uso y no el de cambio. Y en esa disyuntiva brutal –hundirse solo o incendiar el mundo–, el imperio, una vez más, ha hecho su elección.
*Calvé es experta en sistemas eléctricos, generación distribuida y acceso a la electricidad. Responsable de ecología del Partido Comunista de España. Turiel es investigador Científico en el Instituto de Ciencias del Mar del CSIC. y Bordera es guionista, periodista y activista en Extinction Rebellion y València en Transició. Es coautor del libro El otoño de la civilización