Crisis migratoria en clave de neonacionalismo y apolaridad
“Qué tiempos serán los que vivimos que hay que defender lo obvio”. Bertolt Brecht
Vector de transformación y manifestación emblemática del mundo globalizado, las migraciones humanas han venido tomando una expresión más compulsiva y trágica estos últimos años. Estamos observando una tendencia al crecimiento de los aparatos policiales y de seguridad de los Estados nacionalesi, con mayores escalas e intensidades, en particular alrededor de las llamadas “fortalezas” occidentales donde se sintetiza el mayor grado de agudización.
En una de las principales regiones receptoras de migrantes, en Europa, la presión migratoria ha cobrado mayor amplitud debido al crecimiento del flujo de refugiados a partir del año 2015, desatando una ola anti-migratoria alarmante (pero también muestras de solidaridad). En los Estados Unidos, la nueva fuerza llegada al poder a fines del 2016 va implementando una política xenófoba que marca un punto de aceleración sin precedentes al interior de una tendencia que ya se venía afirmando desde el año 2001.
Algunas regiones fuera del ámbito occidental, incluso regiones estables, dan señales semejantes. Otras marcan una contratendencia, como por ejemplo en África o América Latina, y demuestran voluntarismo a favor de las normas multilateralesii. A fin de cuentas, pareciera que la flecha del “tiempo migratorio” se hubiese vuelto hacia atrás, a la mitad del siglo pasado, entre las dos grandes deflagraciones bélicas, donde reinaba una atmósfera de miedo y exclusión frente a los brotes totalitarios y nacionalistas. Más allá de los datos duros de la realidad, ¿cómo podemos entender el rumbo tomado por la movilidad humana a nivel mundial y regional? ¿Qué horizonte podemos vislumbrar?
Algunos números sobre las migraciones
Se estima actualmente un total aproximativo de mil millones de migrantes, entre ellos 250 millones de migrantes transnacionales, es decir un 3,3 % de la población mundial (concentrados principalmente en 10 países de destino) y 750 millones de migrantes internos, representando un total de 30 % de la fuerza laboral del planeta. El 60 % de las migraciones se realiza entre países de un mismo nivel de desarrollo, con una tendencia creciente a la migración Sur-Sur y la migración intra-regional.
En el 2016, se contaban 64,5 millones de desplazados forzados en el mundo por causa de conflictos, violencias múltiples y desastres naturales, entre ellos 17,1 millones de refugiados en exilio fuera de su país de origen. El 90 % de las personas refugiadas están acogido en distintos países del Sur global, con Turquía, Pakistán, Libano, Irán, Etiopía, Jordania a la cabeza, mientras sólo un millón de personas llegaron a las puertas del espacio Shengen europeo (los refugiados representan un 0,2 % de la población total de la Unión Europa; un 6% del total global de los refugiados se encuentra en Europa). Un migrante sobre cinco vive en las 20 principales ciudades del planeta. Las remesas de migrantes llegaron en 2015 a un volumen de 450 000 millones de dólares (las clases media y baja de India, China, Filipinas, México, Pakistán, Nigeria, Egipto son las principales destinatarias de estas remesas), o sea 3 veces más que el volumen de la ayuda pública al desarrollo.
El año 2015 fue el año más letal para los migrantes según estadísticas oficiales de la OIM, 5 400 muertos y desaparecidos a nivel global (entre ellos 3 771 personas en el Mediterráneo). Las cifras de la Universidad de Zacatecas en México dan un número mucho mayor: aproximadamente 7 000 desaparecidos sólo en México durante el año 2015 (con un estimativo de 70 000 desaparecidos en los últimos diez años de 2006 a 2017).
Este breve panorama, irreductible obviamente a la infinita variedad de contextos, no marca un panorama realmente nuevo, pero sí sugiere un punto de auge e inflexión que suele ser denominado actualmente como “crisis migratoria”. Si bien va ganando terrenoiv la afirmación de que las migraciones constituyen una piedra angular del ser humano, de los derechos universalesv y de la mundialización, éstas siempre han sido en la práctica una fuerza perturbadora de las estructuras sociales y políticas, marcando momentos de crisis, de expansión o reflujo. Angela Merkel lo ilustró varias veces al referirse a una “prueba existencial” de los sistemas políticos respecto a la actual presión migratoria en Europa.
Tierra plana y retorno de las pasiones
En estrecha relación con las oportunidades económicas y históricamente con las flujos religiosos y los conflictos, las personas migran, y al hacerlo generan una vasta resignificación y ampliación horizontal de territorios económicos, identitarios, culturales, jurídicos y políticos, que históricamente quedaron jerarquizados en el marco de los Estados nacionales. En los años 2000, Thomas Friedman trataba de reflejar este fenómeno expansivo con la metáfora de una transición a una “tierra plana”. Otros geopolitólogos, tales como Dominique Moïsi, Stanley Hoffman o Pierre Hassner, entendieron que el movimiento globalizador trae aparejado un “retorno de las pasiones”, es decir la idea de que las emociones colectivas se han vuelto una variable clave en las relaciones internacionalesviii, más explicativa en muchos casos que los factores geopolíticos, financieros, geográficos, etc.
Sin poder desarrollar estas nociones en detalles aquí, subrayamos que estos dos ejes han tenido consecuencias subterráneas considerables – muchas veces subdimensionadas – sobre la estructura social y se vuelven centrales a la hora de entender este momento de inflexión migratoria: por un lado los fenómenos transnacionales forman una entramado más denso y completo, adquiriendo un mayor poder de perturbación de las estructuras vigentes, a fortiori en un momento de desestabilización económica (“desglobalización” en continuidad de la crisis del 2007-2008). Por otro lado, la cuestión migratoria se cruza hoy de lleno con el sacudimiento de los marcos identitarios tradicionales y las fisuras del sistema de relaciones internacionales, en particular los marcos de seguridad nacional y colectiva. A mayor inestabilidad causada por una matriz transnacional densificada y cambiante, responde un mayor desborde identitario y repliegue en las fortificaciones nacionales.
Percepciones, identidades y miedo
En efecto, más allá de la respuesta policial impulsada por la gran mayoría de los Estados industriales en materia de migraciones, ¿cómo explicar el rechazo social de los migrantes y refugiados en ciertas latitudes, sino por algo resultando de un reflejo irracional e identitario arraigado en el terreno subjetivo de la población? La hipótesis que desarrolla Dominique Moïsi en Geopolítica de las emociones es que, a diferencia del siglo pasado, el período actual tiende a orientarse hacia un paradigma regido mucho más por luchas de carácter identitario que por una confrontación de corrientes ideológicas con sus respectivos modelos políticos (o cultural-civilizatorios como lo planteó Samuel Huntington).
Su abordaje de la identidad contempla un nuevo padrón de igualación, complementariedad e interdependencia entre las personas y los pueblos empujado por la globalización. No es sinónimo de un fin de las ideologías como lo trata de insinuar el capitalismo militante. Sino más bien de una centralidad de la memoria social, de la acumulación de resentimientos, de la relación protagonista y crítica con la modernidad y con el sistema-mundo. Más concretamente , los resortes identitario-emocionales, como la esperanza o la humillación, son determinantes para entender el retorno de los países emergentes tales, entre ellos China, India, Brasil o Rusia, en clave de un desgaste de la supremacía occidental. Este enfoque se avecina de algún modo a la noción de “diplomacia de los pueblos” presente en los movimientos populares del Cono Sur o de matriz de “relaciones intersociales” en la visión del politólogo francés Bertrand Badie.
Desde esta óptica, cabe mencionar que en los países centrales, diversos factores – las contradicciones morales muy evidente en la Unión Europea en materia de política migratoria o la desilusión de una parte de la población desclasada internamente por la competición económica con los bloques emergentes – han consolidado una potente oleada de miedo y desconfianza. Este substrato emocional no es ajeno a las élites dirigentes o reservado a sectores reaccionarios. Como lo recuerda el historiador Arnaud Blinx, la presión de la opinión pública y los derrames emocionales hacen parte del cotidiano de los gobernantes a cargo de conducir los asuntos internacionales, en un contexto donde el miedo se ha convertido en un motor políticoxi. El sociólogo Tocqueville también había señalado como los progresos en materia de paz y seguridad, en las naciones donde los medios de comunicación visibilizan a ultranza las tragedias y las dificultades, hacían que los residuos o los elementos emergentes de inseguridad se volvían socialmente intolerables. De hecho, podemos observar diariamente estas tendencias y sus instrumentalizaciones en los Estados Unidos (Donald Trump), en Turquía (Recep Tayyip Erdogan), en Filipinas (Rodrigo Dutertre), en Hungría (Viktor Orbán) o en Polonia (Beata Szydlo) y otros lugares.
El periodista argentino-italiano Roberto Savio sigue esta linea destacando que, incluso en los procesos electorales, el factor identitario compite cada vez más electoralmente con el contenido político, en un clima marcado por un escepticismo respecto a la legitimidad del sistema democrático. Todos estos elementos nos ayudan a sopesar la vigencia del factor identitario en un continuum que va desde el interior de la sociedad y lo local hasta el espacio internacional. A su vez, esta matriz nos remite a los modos en que cada sociedad actualiza, mantiene y construye su identidad en relación a una situación internacional inestable y atravesada por los flujos migratorios. Uno puede comprobar viajando por ejemplo en países tales como Argentina, Brasil, Australia o Canadá, como la memoria migrante está favorablemente integrada en el inconsciente popular o en el relato de pertenencia nacional. La percepción es opuesta en India, Jordania, Egipto, Arabia Saoudita o Libia donde existe un racismo o un clasismo étnico notorio.
Ahora bien, buena parte del drama actual es que los actores políticos de un amplio espectro – lejos de restringirse al campo nacionalista – en vez de guiar una construcción política hacia marcos identitarios ampliados y elevar la comprensión del fenómeno migratorio, tienden a contrario a instrumentalizar esta demanda en función de visiones inmediatas y clientelistas. Abonan el terreno de estigmatización de la migración, muchas veces como escapatoria de otras frustraciones que se viven en el plano económico y más aun siendo acorralados por la presión de los grupos ultranacionalistas.
Un estudio realizado en 2016 por Amnesty Internacional en la población de 27 países en los cinco continentes revela que un promedio de 73 % de los habitantes se encuentra favorable a la recepción de refugiados y migrantes. China, Alemania, Inglaterra, Canadá, Australia, España encabezan el ranking. Otros estudios indican que un 58 % de la población de los países de la OCDE evoca sentimientos negativos respecto a la migración (Euro Barómetro, 2016). Parece que las amenazas invisibles tienen más peso en la psiquis colectiva y que se fabrican guerras contra enemigos que no existen como lo declara la red La Cimade en Europa. Cualquier sea el mapeo fluctuante de estas percepciones, es importante resaltar que el sentido común o lo que el economista heterodoxo John K. Galbraith llama la “sabiduría convencional” de la población es un condicionante esencial de la naturaleza de los actuales regulaciones migratorios. Las verdades toleradas, asentadas sobre mitos, imaginarios o creencias vehiculadas por las redes de comunicación, determinan el rumbo político, incluso cuando el espesor de los hechos y la realidad dan una explicación diferentexiv. La acción política en el campo de la movilidad humana tiende a ser influenciada por estos factores irracionales y axiomáticas, dejándose encerrar en lo que las masas electorales están dispuestas a aceptar. El referéndum migratorio de octubre 2016 en Hungría fue un caso emblemático de esto.
Desfasaje de los marcos de seguridad frente a un cambio de fisionomía de la violencia
El segundo eje, íntimamente relacionado con el tema anterior, es la agudización del paradigma de seguridad nacional de parte de los Estados, quienes lejos de alcanzar mejoras efectivas en materia de protección pueden constituir paradojalmente un factor central de inseguridad. Esta inadaptación de los marcos tradicionales de seguridad no está reservada al campo migratorio. Joseph Stiglitz y Mary Kaldor recuerdan en su obra colectiva La búsqueda de la seguridad (2013) como el doble fenómeno de extensión de los riesgos transnacionales y de erosión de las funciones protectoras del Estado (variando según su amplitud y configuración geopolítica) cree una configuración nueva. La imbricación entre las crisis financiera (2007-2008), las sucesivas fallas de seguridad colectiva en el episodio de las Primaveras árabes, los cambios climáticos, las redes terroristas y mafiosas, las desigualdades sociales y el desarrollo de redes terroristas o mafiosas, en el telón de fondo de un traslado de poder geopolítico hacia Oriente, constituye un terremoto para los marcos de seguridad todavía formateado por el contexto de la Guerra Fría.
Una de las claves para entender este desfasaje radica en que las formas de violencias han evolucionado: las violencias tienden a estar arraigadas en el tejido social, susceptibles de propagarse según una lógica rizomática e “irregular”, sobre la cual el uso de la fuerza convencional tiene un impacto limitado. En consecuencia, las migraciones muchas veces están asociadas con este tipo de “nueva amenaza” irregular, el terrorismo estando a un extremo del espectro.
En el caso de las intervenciones militares de la coalición occidental en Irak, en Afganistán y después en Libia en el marco de la responsabilidad de proteger, la resultante del uso de la fuerza militar tradicional ha sido un fiasco completo y una considerable brecha de inseguridad al origen de la recrudescencia actual tanto de los refugiados como del terrorismo internacional. El caso sirio (y en menor medida el de la República Democrática del Congo) sintetiza quizás la puesta en jaque de los mecanismos de protección del sistema internacional y el entrelazamiento de nuevas formas de violencia. A la luz del fracaso anterior, ninguna intervención significativa ha sido posible desde el escenario multilateral (sin que esta intervención sea necesariamente sinónima de ambición imperial como en otros casos), dejando la oportunidad a nuevos actores de aprovechar esta ausencia de poder y extender el conflicto. Estas fallas de la seguridad colectiva son hoy una fuente directa de la crisis migratoria en el Medio Oriente y Europa, sumado al hecho que este mismo flujo de refugiados no está encarado de modo consecuente por varios gobiernos.
Este desvío por las fallas de seguridad colectiva nos permite volver a las contradicciones que plantea el enfoque punitivista en las políticas migratorias. Históricamente, el cierre de las fronteras y la conversión de la movilidad en un hecho irregular, ha dado lugar al desarrollo de una red industrial y criminal de las migraciones que encuentra proporcionalmente su propósito en los puntos ciegos o los obstáculos puestos por el sistema institucional. Los ingresos económicos de esta industria de la seguridad fronteriza a nivel mundial se estimaban en 2016 a 18 000 millones de dólares anuales (con una proyección a 58 000 millones de dólares para el año 2022), en segundo lugar después de los flujos globales vinculados al narcotráfico. En Europa, el programa de externalización de frontera Frontex ha visto su presupuesto aumentar de un 1 336% en el lapso de diez añosxvi. Su extensión se apoya, en el caso de los Estados Unidos con América central y de la Unión Europea con Turquía o Libia, en los marcos de cooperación económica que están condicionado por criterios de segurización migratoria o militar. En el sentido contrario, Turquía aprovecha ahora esta dependencia para ejercer presión sobre demandas diplomáticas y económicas dirigidas al bloque europeo.
Negacionismo e inversión entre causas y efectos
Una constante estructural en estos casos, visible también en otras políticas sectoriales, es una tendencia a la inversión entre las causas y los efectos, entre las finalidades y los medios. Los procesos o las vulnerabilidades identificadas, están caracterizados fuera de su contexto histórico y sistémico, sin asumir que los riesgos transnacionales tienen una relación circular ahora mucho más entrelazada con el mismo sistema del cual precisamente aprovechan y se nutren. Los blancos identificados son en realidad los efectos o las consecuencias colaterales, por ejemplo las redes transfronterizas de trata de personas o los agentes de tránsito clandestino de migrantes.
Los medios utilizados, es decir el cierre de fronteras, su militarización y la contención de la movilidad en los países de origen, se erigen como una finalidad autoreferencial, amparada en la negación de la migración como cuestión transnacional y sin conexión vinculante con el marco de los derechos humanos. Las externalidades de estas políticas conduce precisamente a la proliferación de ciertas formas de violencia y al desarrollo de una economía de la violación de los derechos humanos en todos los corredores de movilidad humana. Su paroxismo se encuentra probablemente en México y América central con el balance escalofriante de 70 000 vidas desaparecidas en los últimos diez año pese a la creciente militarización del área.
Esta mirada sesgada y “positivista” sobre las migraciones se extiende a otros campos sectoriales. La gran mayoría de los elementos de doctrina de contrainsurgencia producida a partir del año 2001 en las potencias militares occidentales destacan el riesgo inherente a los nuevos fenómenos y actores transnacionales. Entre ellos figuran las migraciones humanas que el Comando Sur en América Latina por ejemplo designa no como una amenaza directa (salvo en el caso de catástrofe natural y crisis humanitaria), sino como un vehículo indirecto de otras amenazas que hay que limitar y contenerxvii.
En el ámbito de la OMC, se fortalecen los criterios destinados a condicionar la movilidad de la mano de obra calificada en un proceso de recuperación post-crisis del 2008. Es cierto que la propagación rizomática de la violencia y de otros fenómenos transnacionales son un dato de la realidad. No obstante, la permanencia de un enfoque anacrónico, valorizando una concepción binaria del adentro y del afuera, dejando al margen otras variables estructurales es hoy casi una auto-declaración – no asumida – de impotencia por parte de los aparatos de seguridad. Hay errores de diagnóstico, con consentimiento a pagar un costo colateral cada vez más importante e insustentable. En el plano geopolítico, esta tendencia en dar la espalda a los desafíos de la mundialización, contribuye también a una dispersión del sistema internacional y a erosionar los fundamentos del modelo occidental a favor de las potencias emergentes.
En una perspectiva comparable, el análisis global sobre la seguridad coordinado por Stiglitz y Kaldor en 2013 destaca esta caducidad de los enfoques de seguridad, mencionando entre otros elementos la ausencia de poder regulador del sistema internacional y la necesidad de una nueva cohesión entre políticas sectoriales. Federico Mayor Zaragoza, ex-director general de la UNESCO, llamó recientemente para formar un pacto para un nuevo concepto de seguridadxviii. En el fondo, el “positivismo”, amplificado muchas veces por las ideologías nacionalistas y conservadoras según los contextos políticos, no sólo genera brechas de inseguridad y una modelización errónea de la realidad.
Su grave consecuencia es erosionar la legitimidad de los sistemas políticos a la hora de garantizar efectivamente la seguridad humana y mantener un círculo vicioso donde se dispersa el uso de la fuerza más allá del monopolio estatal. Es cierto que en ciertos casos se use la estrategia de militarización para encubrir otros objetivos de control social o territorial. Por otra parte, algunos sostienen que el statu quo se mantiene por el peso de los conglomerados industrialo-militares. No obstante, la realidad se revela más compleja. Los intereses privados, si bien ejercen un lobbying innegable sobre las esferas políticas, hasta ahora sólo han logrado incidir indirectamente en las opciones geopolíticas tomadas por los Estados.
Es revelador que las múltiples propuestas para transitar hacia un paradigma de seguridad humana desde la sociedad civil resignifiquen uno a uno los enfoques que enumeramos recién. Estas propuestas promueven la primacía de los derechos humanos en lugar de la negación migratoria y de la economía destructiva de la clandestinidad. Privilegian la reconstrucción de la legitimidad estatal desde un enfoque social y sistémico. En lugar de la militarización o de la privatización de la seguridad, esta última tiende a ser concebida como un bien común no reductible a la soberanía estatal o corporativa, apelando a una participación social y una mayor cooperación multilateral. El espacio transnacional, muchas veces sinónimo de descarte e anarquía institucional en el campo migratorio, esta resignificado desde una ética de responsabilidad, interculturalidad e solidaridad.
Muros y cuestionamiento de la democracia y los derechos humanos
Todo nos indica que la inercia para mantener enfoques negacionistas y proteccionistas en las políticas migratorias está destinado a durar, pero esta vez con un equilibrio demográfico radicalmente distinto. La población del Sur global se avecinará en 2025 a un 85 % de la población total (con un 15 % para Europa y América del Norte). Acaso ¿el período actual no marcaría el fin de la posibilidad de migración masiva hacia Occidente? Sumado a esto, se manifiesta un relativismo critico respecto al paradigma de la democracia y de los derechos humanos, que los países centrales han contribuido – indirectamente o directamente – a erosionar, privilegiando muchas veces sus intereses geopolíticos en un “proselitismo” geopolítico. No es una casualidad que esté creciendo un clima neonacional-autoritario frente a los renunciamientos de profundizar la democracia, de disciplinar el liberalismo económico y de abrir vías para estabilizar el sistema internacional.
En este sentido, la realidad es implacable y forma sistema: el impacto negativo sobre los derechos humanos se vincula con la inestabilidad del sistema internacional y la dispersión de la potencias mundiales. Varios países emergentes, con la influencia de sus nuevas clases media, demuestran privilegiar el crecimiento a toda costa por sobre la afirmación de los derechos. Sin embargo, este reflujo actual no debe ocultar el crecimiento histórico de las nuevas herramientas favorables al estado de derecho: desde la Corte penal internacional, la creación del Consejo de derechos humanos en la ONU, la justicia transicional, el Examen periódico universal, el activismo de la sociedad civil y la incorporación de los derechos en muchos espacios académicos, etc. Cada una de estas herramientas sufre ofensivas y dificultades. Pero se van institucionalizando y en el fondo se revelan más adaptados a los problemas contemporáneos como lo mencionamos arriba sobre el enfoque de la seguridad.
En el escenario multilateral, algunos han manifestado audacia para dar un tratamiento más responsable a la agenda migratoria. Fue el caso de Angela Merkel en Europa quien fue rápidamente criticada en 2015 por su exceso de voluntarismo. La diplomacia boliviana organizó por primera vez en junio 2017 la Conferencia mundial de los pueblos por un mundo sin muros hacia la ciudadanía universal.
Se lanzó en 2016 el proceso multilateral hacia la elaboración de un pacto global para una migración segura, ordenada y regularxxii. Si queda por ver los compromisos que producirá este último en un contexto de repliegue seguritario y unilateral, la convocatoria del país andino ensayó por lo menos un salto cualitativo, junto con los movimientos sociales, produciendo un conjunto de visiones más acordes a las necesidades de la época. Se concibe a las migraciones como un factor multidimensional de riqueza y la base de lo que podemos llamar una protopolítica social mundial, asentada en cuatro pilares: una ciudadanía e identidad ampliada (plurinacional o ”unidiversal”), la vigencia de los derechos humanos y de la naturaleza, la reforma estructural de la matriz económica (post-neoliberal) y un nuevo equilibrio del sistema internacional.
Desalambrando la crisis migratoria
No hace falta decir que muchos esfuerzos y alianzas serán necesarios para renovar el paradigma en el cual está asentado el rol de las fronteras, de la seguridad y de la ciudadanía en un mundo que emprendió irreversiblemente la aventura globalizadora desde hace trece siglos. Ésta última, iniciada a partir de la expansión musulmana del siglo VIII – en realidad mucho antes que las conquistas coloniales europeas – hasta la formidable aceleración tecnológica, intercultural y comercial que conocimos en los últimos 50 años, ha constituido un motor inédito que los migrantes han sostenido y abrazado, absorbiendo sus contradicciones y oportunidades. En este sentido, las migraciones, si bien la época imprime crecientemente una modalidad de desplazamientos forzados, no dejan de constituir una fuerza de “erotización” del mundo, es decir un grito, un deseo para encontrar una salida existencial y abrir nuevos caminos al mundo.
“Migrar es vivir y existir” dicen los y las migrantes. Negar la movilidad humana o frenarla manu militari, es ocultar este movimiento irreversible y conduce, como lo tratamos de comentar, a fomentar daños colaterales que se revelarán cada vez más interconectados e insustentables. La llamada crisis migratoria nos lleva en definitiva a una crisis de los modos de entender y regular la movilidad humana.
A fin de cuentas, la encrucijada migratoria de hoy choca con el alambrado de los distintos modelos de interpretación y de relación con la globalización. Algunos países, que la han evangelizado desde sus inicios sin cuidar los excesos de su embriaguez liberal, rechazan ahora su impredecibilidad y la quieren someter al servicio de su interés nacional, atrincherándose detrás de una visión estrictamente identitarista y nacionalista. Otros, que han logrado volver en el carrera internacional gracias a la competición económica – por supuesto sin acusar ciertas contradicciones – necesitan una globalización activa para garantizar su dinamismo y movilidad interna. Otros por último, se distancian del cosmopolitismo étnico-cultural y de la apertura generada por el libre comercio, muchas veces sinónimo de proselitismo occidental, volviendo a priorizar su interés nacional según un modo más autoritario. Esta puja atraviesa todas las fronteras actuales y se suma al auge de seguridad que estamos transitando actualmente. Cabe a los migrantes tomar conciencia del momento y buscar como incidir en esta disputa.