Crepúsculo de los ídolos: definamos una política propia

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Chris Gilbert y Cira Pascual Marquina|

La izquierda siempre ha sido algo lerda cuando se trata de hacer política. Una de las raíces del problema es que la izquierda fue atrapada por la visión cientificista (el mito de la ciencia) mucho más rígidamente que la derecha. Pero la política es más arte que ciencia. Por eso cuando la izquierda despierta al arte de la política, es a menudo porque bebe clandestinamente de otras fuentes: la serie Juego de Tronos en el caso de Podemos en el Estado español; el Bhagavad Gita para Gandhi y una generación de nacionalistas indios; o El arte de la guerra de Sun Tzu en el caso de nuestro querido Comandante Chávez.

Una consecuencia lamentable de esta situación –este esoterismo en el ámbito político, si se quiere– es que cuando la izquierda se embarca en la política real, ésta se tiende a prestar, por falta de discurso compartido, a un estilo libre en el que la creatividad deriva del trabajo innovador hacia la elaboración de engendros indeseados: Lenin da paso a Stalin y Brézhnev; Cheddi Jagan al opresivo Burnham; Nasser termina en Mubarak. De este modo la sombra del autoritarismo parece perseguir la política emancipadora perennemente.

Siendo así las cosas, la pregunta sobre esta tendencia se cierne sobre la situación venezolana actual. ¿En qué momento podría el discurso político, la contundente forma política que nació bajo Chávez, desvincularse de su significado y convertirse en mera retórica (solapando un proyecto ajeno o un pacto)? Marx plantea una incógnita similar cuando, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, evoca la posibilidad de que una revolución se convierta en caricatura de sí misma. En este malvenido escenario, en lugar de derribar heroicamente al establishment, se aniquilarían las victorias populares, los logros que son la culminación de luchas seculares.

Sin duda alguna, Chávez levantó hábilmente la espada de Bolívar para tumbar el régimen oligárquico pitiyanqui. Lo hizo con brío y con aplauso popular, con nuestro aplauso. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando esa misma arma bolivariana se convierte en machete que cae sobre unas instituciones “liberales” que, lamentablemente, todavía no han sido reemplazadas por algo mejor? O aún peor: ¿qué ocurre cuando el arma que antes se utilizó para limpiar la maleza cuartorepublicana empieza a talar las raíces del movimiento popular?

Hoy, cuando el Partido Comunista de Venezuela y Redes están a punto de convertirse en las últimas víctimas del CNE, todo militante bolivariano se debe estar haciendo la misma pregunta. Nos podemos alegrar cuando el poder electoral colea las vacas locas de la derecha, pero nuestro entusiasmo disminuye precipitadamente cuando se recorta la participación del movimiento popular en las elecciones. Del mismo modo subyace una preocupación que, bajo la égida del Carnet de la Patria, la querida “Misión identidad” pueda renacer en una triste “Misión control”. Siguiendo las mismas derivas, el Tribunal Supremo de Justicia aplasta alegremente la capacidad de acción de la Asamblea Nacional burguesa –lo cual nos parece muy bien–, mas los tímidos esfuerzos de otrora por crear un Parlamento Comunal, que sería una expresión del poder popular, se los llevó el viento.

Capaz sea inevitable que, en el momento en el que el auge popular de una revolución entra en declive, abundan los fantasmas que ésta evocó, ahora peleando no por los ideales revolucionarios sino por el poder en sí. Evidentemente no podemos ver con indiferencia este estrepitoso ocaso de los ídolos bajo la suposición de que, con la caída de las máscaras, se desataría un nuevo impulso revolucionario. Se ha dicho que la revolución popular es un topo hábil y capaz de renacer en cualquier momento. Pero es una triste realidad que, con la involución del ciclo revolucionario decimonónico, el “viejo topo” por el que Marx apostó viose obligado a pasar más de cuarenta años en el desierto antes de emerger rejuvenecido con el poder soviético, precisamente ahora hace cien años.

Marx, de nuevo en El 18 Brumario, comparó al movimiento popular con aquel principiante que debe aprender un nuevo idioma y en el proceso recae a cada momento en el uso de su lengua materna, hasta que finalmente logra liberarse de sus viejas costumbres. Aun cuestionando la búsqueda de la tabula rasa cultural implícita en este texto de Marx, podemos adscribirnos a la idea de que hoy la izquierda del Chavismo está obligada a definir un nuevo léxico claramente articulado por principios (y necesidades) populares que reemplace la retórica flotante y vacía del Chavismo institucional. Esta izquierda debe encontrar también un nuevo modus operandi en el que la autoridad moral de las masas sustituya el autoritarismo estatal y los simples juegos de poder.

Una lección básica del marxismo, desde el Manifiesto en adelante, es que sólo mediante la manifestación de nuestros propios principios –fijando el anticapitalismo como piedra angular– lograremos salir del laberinto fantasmagórico de la política contemporánea para ponerla al servicio del proyecto popular. Resulta revelador que en aquel texto dedicado a definir una política popular, Marx recordó el Hamlet de Shakespeare. Como el protagonista del drama isabelino, Marx vio el movimiento popular asediado por fantasmas y planteó la necesidad de crear un aparato “claro y resuelto” para despejar el escena de sombras y dudas. ¡Nosotros también debemos desconfiar de la política actual y probar la veracidad de lo que nos susurraron los espectros que nos interpelan!

En efecto, sólo reflexionando sobre cuáles son nuestros principios fundamentales (la erradicación de la lógica del capital y el control democrático de la sociedad y la producción) podremos orientarnos en el mundo fantasmagórico de la política existente y determinar qué espíritu del Bolivarianismo es el nuestro, cuál de los Chavismos espectrales es el propio, cuál es el democrático, popular, socialista.