Cómo Uruguay se convirtió “de manera elegante” en un nodo regional para el lavado de activos
Vendedores de cuchillos
Lucas Silva-Ladiaria
El lavado “mantiene vivas” a las organizaciones del narcotráfico, pero a pesar de ello hay una “baja percepción de riesgo” sobre sus “nefastas consecuencias”
Delitos de cuello blanco, abusos de escritorio. Prácticas ilegales que cuesta calificar como inapropiadas porque, al final del día, mueven la economía. Crímenes inofensivos, difíciles de probar y de los que nadie se siente víctima. Vendedores de cuchillos. El lavado de activos en Uruguay es un libro de Ricardo Gil Iribarne, Daniel Espinosa y Gabriel Tenenbaum que intenta polemizar con esas nociones fuertemente instaladas en nuestro país desde hace medio siglo. Los contadores Gil Iribarne y Espinosa ocuparon lugares clave en organismos antilavado durante los gobiernos del Frente Amplio; Tenenbaum es sociólogo y se ha especializado en el estudio del narcotráfico y el lavado de activos (en 2022 publicó el libro Los protectores del capital).
Los autores titularon la investigación con una referencia a una frase del exministro de Economía Ignacio de Posadas, que ocupó ese cargo entre 1992 y 1995: “Nosotros fabricamos sociedades, lo que sus dueños hagan con ellas después no es problema nuestro. Es como acusar a un herrero que fabrica cuchillas por los crímenes que se pudieran cometer con ellas”. El presidente Luis Alberto Lacalle Herrera apeló al mismo instrumento de corte para opinar sobre este tema: “No se puede juzgar al sistema financiero por sus eventuales patologías. Cuántos cuchillos se han usado como cosas buenas y cuántos para degollar a un cristiano, y no por eso vamos a comer el churrasco sólo con un tenedor”.
En el libro también citan a la película Así habló el cambista (Federico Veiroj, 2021), basada en una novela de Juan Enrique Gruber, en la que se detallan operaciones de lavado en casas de cambio de la Ciudad Vieja, en los años 70. ¿Ahí arrancó todo?
Daniel Espinosa (DE): Uruguay siempre fue una plaza financiera regional y en la dictadura hubo un proceso de liberalización de la economía con [Alejandro] Vegh Villegas [ministro de Economía de 1974 a 1976]. Uruguay tiene entrada y salida libre de capitales; al lado tenemos dos países muy regulados [Argentina y Brasil] con el dólar controlado y dificultades para los movimientos. Naturalmente, gran parte de ese dinero venía para acá y eso consolidó una estructura funcional a ese movimiento ilícito, en la que los cambistas tuvieron su papel. La novela y la película reflejan lo que sucedía en esos años.
–¿Qué pasó con los bancos en esos años?
DE: El sistema bancario era más serio que los cambistas, pero también había una tolerancia especial con estos movimientos: no se miraba el nombre de los depositantes. La visión predominante era que los capitales vinieran. A las autoridades les preocupaba la solvencia de los depositantes, pero no el origen de los fondos. Estaba claro que buena parte de los fondos ilícitos de la región venían a Uruguay, básicamente desde Argentina y Brasil.
Gabriel Tenenbaum (GT): A finales de los 60 empezaron a llegar dólares desde afuera, algo que ahora es normal, pero no en aquella época. Se abrió la llamada “cuenta 18”, por la sede 18 de Julio del Banco República. Antes de eso, no era algo normal. De hecho, en otros países sigue siendo difícil. Yo no puedo abrir una cuenta en dólares en un banco en México, por más que viva allá y tenga una caja de ahorros en pesos mexicanos. No es tan fácil. Acá a finales de los 60 se empezó a permitir y luego, en 1982, se estableció el secreto bancario. Además de Vegh Villegas, otro intelectual liberal relevante para la época fue Ramón Díaz. Él era parte de la Sociedad Mont Pelerin, donde estaba con gente pesada, como [Karl] Popper o [Friedrich] Hayek. En términos gramscianos, Díaz era un intelectual orgánico, porque tenía un enfoque teórico, pero en la práctica ejecutó un modelo financiero proclive al ingreso de capitales internacionales. Eso puede verse en los decretos-leyes sobre la liberalización de los metales preciosos o casinos. Ahí está el marco de la idea de promover al país como una plaza financiera internacional. Ahora lo vemos desde otro lugar, porque hay otra sensibilidad sobre estos temas, pero en esa época era todo muy transparente.
DE: El secreto bancario fue algo importante, porque eras receptor y además se aseguraba el secreto y la privacidad. En cierta forma, se transmitía la idea de que no había disposición para cooperar con las autoridades argentinas y brasileñas. Eso le daba un plus a tu servicio.
GT: La protección de la privacidad y el secretismo son factores que maridan muy bien con este enfoque liberal. Antes del secreto bancario había estado el secreto tributario, en 1974. No es algo que se haya estudiado mucho, pero sería interesante conocer mejor las irregularidades vinculadas al secreto tributario durante la dictadura, que podrían involucrar a militares y a gente cercana. Está claro que hubo un diálogo estrecho entre las posiciones liberales de la época y el régimen dictatorial.
–Vamos un poco más cerca en el tiempo. En el libro le asignan mucha relevancia a la Operación Campanita, de 2006. ¿Por qué el énfasis?
Ricardo Gil (RG): Fue importante porque más allá de que todos sabíamos que en Uruguay había lavado de activos, hasta ese momento no habían existido operaciones de tanta relevancia. Campanita fue un caso grande, que logró desbaratar una estructura sofisticada que se había armado específicamente para lavar. Se generó una respuesta institucional diferente; hubo una coordinación interinstitucional potente, que involucró a varios actores. Se alinearon los astros, en cierta manera. Creo que a todos nos marcó Campanita, porque generó mucha confianza entre los equipos.
Hasta ese momento, las investigaciones apuntaban más a la búsqueda de drogas o armas, pero no se le daba tanta bolilla al papel de los contadores y de las estructuras financieras. Hay que recordar el contexto; para la Policía no era natural trabajar con gente de un gobierno de izquierda. Había desconfianzas mutuas, que con el tiempo se fueron superando. La investigación arrancó por la Policía y después empezamos a investigar el lavado; no fue en forma paralela, como aconsejan los estándares. A pesar de esa carencia, fue una operación exitosa, que motivó mucho a todos los actores involucrados. Pero sobre todo fue relevante porque dejó claro, a nivel policial y judicial, que en Uruguay se lavaba.
-¿Qué otros casos fueron relevantes en esa época?
RG: La operación San Francisco [en Salto, en 2007] fue un muy buen trabajo de la Brigada Antidrogas, que logró detectar una entrada voluminosa de droga [500 kilos]. Una avioneta en un campo, con droga que después iba a salir por el puerto de Montevideo, algo que luego veríamos en muchos casos. Ahí no hubo condena por lavado, pero aparecían implicados algunos actores que sorprendían. Por ejemplo, una institución financiera de zona franca por la que habían entrado dos millones de dólares para la compra de una estancia en Salto. Era una SAFI [Sociedad Anónima Financiera de Inversión] uruguaya que tenía a un colombiano que estaba en San Pablo. O sea, estaban todas las señales de alerta, pero nadie detectó nada ni hubo reportes. Se encontró por la acción de la Policía, que luego consultó con nosotros en el gobierno, a nivel de la Senaclaft [Secretaría Nacional para la Lucha contra el Lavado de Activos] y la UIAF [Unidad de Información y Análisis Financiero, del Banco Central]. En esta etapa, la Policía empieza a asumir que el tema del lavado estaba en agenda y dos o tres años después ya empezaron a consultarnos cada vez que iniciaban una investigación. Se generó confianza y eso fue clave.
-En el libro reseñan el episodio de las 4,5 toneladas de cocaína que le incautaron a Martín Mutio en Hamburgo, en 2019. ¿Cuál es la singularidad del caso?
DE: En primer lugar, el caso Mutio es sintomático de un problema grande que tenemos en el puerto de Montevideo, eso es evidente. Una particularidad es que la Justicia desestimó en primera instancia el pedido de la Fiscalía, y después un Tribunal de Apelaciones ratificó que había existido una investigación muy buena por parte de la fiscal [de Estupefacientes] Mónica Ferrero. Lo desarrollamos porque no hemos visto otra investigación tan profunda y sólida como esa en estos años.
GT: También es un ejemplo de los poderosos que incursionan en el mundo del crimen organizado. Martín Mutio viene de una familia de clase alta, muy vinculada al poder. No es un perejil que cayó en un barrio, es un apellido relevante. Es el hijo de uno de los dueños de bodega Santa Rosa [Passadore, Carrau y Mutio], y su madre está vinculada a la empresa argentina Ballester Molina [fabricante de autos, camiones y armas]. Es un caso que muestra que los traficantes de drogas encontraron que los empresarios agropecuarios podían ser buenos socios, sobre todo cuando están en momentos de crisis.
Pasó también con el caso Murialdo [productores de Soriano, a los que les encontraron 4,4 toneladas de cocaína]. Gente desesperada por hacer plata rápido, quizás para mantener un estatus, y en paralelo un despliegue de inteligencia financiera por parte de las organizaciones criminales. Ojo, los empresarios tampoco son ingenuos. También buscan sus negocios. Tenemos el caso del empresario y narcotraficante [Gonzalo Fierro] que vivía en el edificio Fórum. Es un cambio parecido al que se vio en México hace unos años, una nueva generación, más millennial, de gente educada, empresarios. Ya no son campesinos que cultivaban en las sierras. Es otra gente metida en el negocio. Acá hay un fenómeno parecido. Hace pocos días mataron al Gordo Mauro [baleado mientras jugaba al fútbol en Carrasco Norte], y uno veía las propiedades que tenía, los autos. Ya no son los Betito Suárez del Cerro, son otras figuras las que aparecen.
-Ya que tocaste el tema de México, ¿por qué es importante el caso de Los Cuinis en Uruguay?
GT: La familia de Gerardo González Valencia llegó a Uruguay en 2011, porque se suponía que a él lo querían matar en México. Viene con su esposa, Wendy Amaral, sus tres hijos y dos niñeras, y se instalan en Punta del Este. Compran un chalet, solares en Punta Ballena, autos de alta gama. Curiosamente, vivían cerca de la casa de [Rocco] Morabito, y ambos eran clientes de Marcelo Saralegui, que les vendía los autos. También compartían los servicios de intermediación financiera. Se los hacía Pedro José Goicochea, un uruguayo que tenía contactos en un cambio de Piriápolis. Esto es interesante porque muestra que los “protectores” de alguna manera institucionalizan las maniobras que realizan para las redes criminales. Hay un caso de un colombiano, radicado en Panamá, que aparece vinculado a operaciones financieras para los cárteles de Medellín y el Norte del Valle, después aparece en Operación Campanita y al final termina metido en el caso de los sobornos de Odebrecht. Dos décadas, tres casos pesados de lavado y la joda sigue. Hay muchos tipos que viven en estas vueltas durante décadas.
DE: Eso te muestra las dificultades que existen para desbaratar a estas redes, a estos facilitadores que persisten a pesar de los avances en materia de control y prevención de lavado. En Uruguay es notorio; siempre quedan cabos sueltos y hay nombres que siempre se repiten, que siempre están.
GT: En el arranque del libro citamos una frase de [el abogado, Carlos] Curbelo Tammaro, que expresamente dice que le gusta trabajar para los delincuentes de cuello blanco, porque le cuesta verlos como personas de conductas repudiables.
-Recién ponían el ejemplo de Saralegui. ¿Por qué el mundo del fútbol siempre aparece vinculado a las investigaciones por lavado?
DE: El fútbol tiene una mercadería que es difícil de valuar. Los mercados en los que podés vender y fijar el precio sin mucho control (otro ejemplo sería el mercado de las obras de arte) siempre se prestan a contratos ficticios. En el caso del fútbol hay que agregar todo el dinero que se mueve en las transmisiones deportivas, que complejiza aún más el asunto. Hay casos como el FIFA Gate [2015], con dirigentes que se aprovechan del negocio y trabajan para ellos. Es un mundo con pocas reglas y eso facilita las operativas de lavado. La Conmebol, por ejemplo, no tenía balances oficiales; acá el juzgado pidió información y no se la dieron, porque no existía. Tampoco había auditorías. Cuando hay mucha plata y mucha informalidad, la cosa siempre termina mal.
RG: Yo puedo decir que vendo a un futbolista a Europa por tanta plata, pero en el medio de la transacción hay un contratista y cuatro sociedades anónimas de paraísos fiscales. Yo digo que cobré tanto dinero por ese pase y legalizo esa plata. ¿Pero quién comprueba que eso que cobré es lo que se pagó en la otra punta del negocio? Nadie. El GAFI [Grupo de Acción Financiera Internacional] hace años que saca documentos sobre los riesgos del lavado en el fútbol. No es algo que inventó Uruguay, pero acá tuvimos casos de gente del fútbol que se metía en “cooperativas” para financiar el ingreso y la exportación de droga desde Uruguay.
Recordemos la operación Cancerbero, en la que cayó el [Eduardo] Vela Yern, entre otros. Los contratistas están acostumbrados al negocio rápido: le ponés el ojo a un jugador y a los seis meses lo vendés en 500.000 dólares, cuando habías puesto 5.000 dólares. Pero cuando eso falla, necesito recuperar la plata fácil. Es un mundo que se presta para estas cosas. Hay pases que cuestan millones de dólares y después resulta que no jugó nunca y vuelve al poco tiempo. Y al lado hay otros jugadores destacados que nunca metieron ese pase millonario.
DE: O las seguidillas de pases a un mismo club o esos “pases puente” que nunca se entienden del todo. El fútbol es un mundo con muchos trasfondos.