Colonialismo y epistemología de la ignorancia: una lección afgana

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Boaventura de Sousa Santos|

La retirada abrupta y caótica de Estados Unidos de Afganistán a mediados de agosto ha copado los noticiarios de todo el mundo. Los principales temas tratados han ido variando, pero los siguientes son dominantes: humillación para EU y sus aliados europeos; repetición de la retirada de Vietnam en 1975; misión cumplida según EU, misión fallida según los aliados en voz de Ángela Merkel; la huida desesperada de los afganos que colaboraron con los aliados; el peligro inminente para los derechos de las mujeres si se impone la sharía según la interpretación del islam por parte de los talibanes.

Y más de dos billones de dólares gastados en una misión contra los terroristas para que, veinte años después, entren triunfalmente y sin ninguna resistencia en el palacio presidencial, pero ahora ya no como terroristas, sino como una fuerza política con la que los EU, la principal fuerza militar en Afganistán, firmó un acuerdo en febrero de 2020, tras más de un año de negociaciones en Doha.

Como resultado de ese acuerdo, EU se comprometió a retirar las fuerzas militares en un plazo de catorce meses, un hecho que pasó inadvertido para muchos porque el acuerdo ocurrió cuando estalló la pandemia de la Covid-19. Todo esto es dramático, además de incomprensible. Como la superficialidad de la espuma de las noticias es para ver y no para entender, nos dice poco sobre la profunda turbulencia que la provoca.

La comprensión exige en este caso un retroceso histórico y una crítica epistemológica. En otras palabras, debemos retroceder en el tiempo y reevaluar la historia a la luz de una epistemología que nos permita conocer el lado de la historia que se ha ocultado y que ahora es precioso para entender lo sucedido en Afganistán. Intentaré mostrar que hay continuidades intrigantes con todo lo que ha sucedido y cómo fue narrado en el mundo eurocéntrico a partir del siglo XVI con la expansión colonial.

Encubrimiento de la verdad

La expansión marítima europea desde el siglo XV en adelante fue legitimada por el deseo y la misión de propagar la fe cristiana. La Iglesia católica fue una presencia constante y decisiva. Bajo su égida, los territorios del «Nuevo Mundo» se repartieron entre Portugal y España y fue también ella quien legitimó la sumisión de los indios declarando en 1537 (en la bula Sublimis Deus promulgada por el papa Pablo III) que los indios eran seres humanos con alma y, por tanto, seres no solo necesitados, sino también capaces de ser evangelizados.

Sin poner en cuestión la buena fe de los miles de misioneros que participaron en la misión de salvar a los indios en el otro mundo, sabemos bien que el objetivo principal de esta misión era mucho más práctico y mundano: la salvación en este mundo de los europeos a través de la prosperidad económica que provendría del acceso a las riquezas naturales del Nuevo Mundo.

Como mínimo, resulta muy dudoso que la misión evangelizadora haya sido beneficiosa para los indios, pero no cabe duda de que la misión de saquear las riquezas permitió el desarrollo del que hoy presume el mundo eurocéntrico del Atlántico Norte.

De manera similar, según las autoridades estadounidenses, Estados Unidos invadió Afganistán para neutralizar el terrorismo del que habían sido víctimas tan salvajemente con el ataque a las Torres Gemelas en 2001. Dado que Osama bin Laden fue abatido, la misión se cumplió. La verdad es diferente. Los terroristas que atacaron las Torres Gemelas procedían de cuatro países: quince eran ciudadanos de Arabia Saudita, dos eran de los Emiratos Árabes Unidos, uno era libanés y otro era egipcio.

Ninguno de ellos de Afganistán. Bin Laden, el líder de Al Qaeda, él mismo saudí, estuvo años escondido, no en este país, sino en Pakistán y, de hecho, muy cerca de la Academia Militar pakistaní. El interés de Estados Unidos en intervenir en Afganistán se remonta a la década de 1990 y se justificó por la necesidad de construir y proteger el oleoducto que, desde Turkmenistán a la India, pasando por Afganistán y Pakistán, resolvería las carencias de energía del sur de Asia (gasoducto conocido como TAPI, por las iniciales de los países involucrados).

Fue el mismo motivo de siempre: garantizar el acceso a los recursos naturales y, en tiempos más recientes, evitar el control de China y Rusia. Por ello, al tiempo que se desencadenaba una violencia macabra (alrededor de 200.000 afganos asesinados entre militares y civiles), se gastaban millones de dólares, gran parte de ellos devorados por la corrupción, y supuestamente se eliminaba a los talibanes, se mantenían negociaciones (primero secretas y luego oficiales) con algunos grupos talibanes. Por tanto, es ridículo hablar de misión cumplida en la lucha contra el terrorismo.

La misión parcialmente cumplida es el acceso a los recursos naturales, pero incluso esta se logró gracias a la intermediación de la India y Pakistán y sin comprometer el acceso al gas por parte de China y Rusia.

Por otro lado, en contra de los intereses estadounidenses, es China la que emerge como la ganadora de la crisis afgana al asegurar la continuidad de la gran inversión, la nueva ruta de la seda en Asia Central. Desde 1945, Estados Unidos acumula derrotas militares, propaga la muerte de la manera más terrible y nunca ha sido capaz de estabilizar gobiernos amigos.

La humillante salida de Vietnam en 1975, la desastrosa intervención en Somalia en 1993-94, la no menos humillante retirada de Irak en 2011 y la destrucción de Libia en 2011. Pero casi siempre logran garantizar el acceso a los recursos naturales, la única misión que importa cumplir.

La ignorancia como estrategia de dominación

La expansión colonial comenzó como un salto hacia lo desconocido. Una vez dado el salto, lo que se quiso conocer sobre los pueblos y países invadidos era justo lo que facilitase la invasión. La perspectiva de penetración, saqueo, eliminación/asimilación se superponía a todo lo demás en la inversión cognitiva realizada por los colonizadores.

Todo lo que chocaba con esta perspectiva fue considerado como no existente (civilización/cultura), irrelevante (técnica), atrasado o peligroso (canibalismo, supersticiones). Se produjo así una inmensa sociología de las ausencias. Con el tiempo, las exigencias de siempre (la dicha perspectiva) obligaron a una inversión cognitiva más sofisticada, pero todo ello siempre estuvo orientado hacia los mismos objetivos de dominación. Surgieron así la antropología colonial, la medicina tropical, la historia colonial, el derecho colonial, etc.

El desconocimiento occidental de Afganistán es asombroso. En un artículo publicado en 2015 en el Wilson Center, titulado America’s shocking ignorance of Afganistan, Bejanmin Hopkins muestra que las políticas occidentales sobre Afganistán todavía se basan hoy en las ideas contenidas en un libro del primer embajador británico en el reinado de Afganistán, Mountstuart Elphinstone, publicado en 1815.

El autor había leído las narrativas de Tácito sobre las tribus germánicas y fue sobre esta base y los recuerdos de los clanes de su Escocia natal que construyó todas las ideas de la sociedad tribal afgana. Según Hopkins, el mapa etnolingüístico militar del ejército de EE.UU. es hoy poco más que una actualización del mapa contenido en el texto de 1815. Por tanto, se asumió que el problema de Afganistán no era político sino etnocultural y que la cultura tribal era responsable del extremismo y la corrupción.

Por supuesto, el problema no está en destacar la importancia de la cultura, sino en tener una concepción ahistórica y estereotipada de la misma. La ignorancia de la realidad afgana fue fundamental para concebir a los afganos como receptores pasivos de las políticas occidentales, del bloque soviético o de la OTAN. Los «expertos» en Afganistán eran expertos… en terrorismo. El reduccionismo tribal no ha permitido ver que la sociedad afgana es hoy también una sociedad de refugiados y globalizada.

Pero permitió justificar todo tipo de intervenciones que resultaron en trágicos fracasos.

La desespecificación del otro

Hoy sabemos que la complejidad de las sociedades encontradas por los colonizadores era diferente a la que estos atribuían a sus sociedades de origen y que, en consecuencia, se caracterizaron como sociedades simples, sin estructuras e instituciones políticas. El privilegio de caracterizar y de nombrar al otro es quizás la manifestación más genuina del poder colonial.

En el juego de espejos que construyó este privilegio, los pueblos colonizados fueron descritos a lo largo del tiempo como salvajes, primitivos, atrasados, holgazanes, sucios, subdesarrollados. El supuesto de estas caracterizaciones es que agotan lo relevante que debe ser conocido sobre los caracterizados. Así, promueven y disfrazan la desespecificación de sus objetos. Sobre la base de esta política de nominación, las políticas coloniales durante siglos encontraron una fácil justificación.

Desde la última invasión de Afganistán, los afganos fueron divididos por los invasores en dos categorías: terroristas y víctimas. Sobre esa base fueron documentados, vigilados y bombardeados. En ningún momento (excepto para proteger el acceso a los recursos naturales) se les podría considerar como interlocutores válidos o como poblaciones y generaciones con aspiraciones y necesidades diferenciadas. Siguiendo estas premisas, lo que se promovió fue el conocimiento sobre los afganos, nunca el conocimiento con los afganos.

La producción activa de ignorancia fue fundamental para justificar las definiciones, representaciones y teorizaciones que sustentaban las políticas de intervención. Afganistán fue visto como un enorme depósito de terrorismo. Y en la guerra contra el terrorismo solo interesa identificar y eliminar terroristas. Todo lo demás es «collateral damage». Al igual que en el proyecto colonial, lo importante fue evitar que los afganos caracterizaran a su país en sus propios términos y reivindiquen un futuro acorde con sus aspiraciones.

Know-how tecnológico contra la sabiduría

El conocimiento tecnológico se basa en la comprensión y transformación de la realidad a partir de fenómenos que se observan sistemáticamente y con desprecio e ignorancia por fenómenos no observados. Lo que desde el siglo XVIII se considera progreso social es un producto del conocimiento tecnológico. La sabiduría no se opone necesariamente al conocimiento tecnológico, sino que lo subordina a la comprensión y promoción del valor de la vida, tanto individual como colectiva, para lo cual es necesario tener en cuenta tanto los fenómenos observados como los no observados.

El conocimiento occidental, sobre todo cuando estaba al servicio de la expansión colonial, fue siempre un conocimiento tecnológico militantemente contrario a la idea de sabiduría. Las consecuencias de esto son claramente evidentes en los epistemicidios (la destrucción del conocimiento de los colonizados), lingüicidios y genocidios cometidos a lo largo de los siglos.

En Afganistán, el vértigo tecnológico ha llegado a su paroxismo, dejando más de 200.000 muertos en el terreno y una plétora de nuevos expertos en nuevas tecnologías de destrucción. Una de las áreas más macabras son los drones. En un texto titulado Damage Control: the unbearable whiteness of drone work», publicado el 16 de marzo de 2021 en la revista Jadaliyya, Anila Daulatzai y Sahar Ghumkhor muestran cómo los afganos, al igual que los somalíes, yemeníes, iraquíes y sirios, son caracterizados por la nueva especialidad científica interdisciplinaria, la «cultura de los drones».

Esta disciplina «explora las culturas de los drones desde múltiples perspectivas y prácticas con el objetivo de generar diálogos entre las disciplinas para comprender la diversidad de los drones y la cultura de los drones».

En el contexto de Afganistán, que ha servido mucho al crecimiento de la especialidad, nos enfrentamos a una tecnología de la muerte elevada a la dignidad de epistemología, un edificio científico en cuya base solo hay muerte y ruina. Es difícil imaginar en los últimos tiempos otro tema en el que el know-how tecnológico y la sabiduría se desconozcan tan completamente.

*Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez