Carnicería en Arabia Saudita
Robert Fisk – The Independent
La orgía de decapitaciones de Arabia Saudita –47 en total, entre ellas la del erudito clérigo chiíta jeque Nimr Baqr al-Nimr, seguida por una justificación coránica de las ejecuciones– fue digna del Estado Islámico. Tal vez era la idea.
Porque este extraordinario baño de sangre en la tierra de la monarquía musulmana sunita Al Saud, que llevaba la clara intención de enfurecer a los iraníes y a todo el mundo chiíta, una vez más sectarizó un conflicto religioso que el EI ha hecho tanto por promover.
Todo lo que faltó fue el video de las decapitaciones, aunque las 158 ejecutadas el año pasado en el reino estaban perfectamente a tono con las enseñanzas wahabitas de ese grupo. La frase de Macbeth, la sangre tendrá sangre, se aplica sin duda a los sauditas, cuya guerra al terror, al parecer, ahora justifica cualquier cantidad de sangre, sea sunita o chiíta.
Pero, ¿con qué frecuencia los ángeles de Dios misericordioso se aparecen al ministro saudita del Interior, el príncipe heredero Muhammad bin Nayef? Porque el jeque Nimr no sólo era un viejo sagrado. Pasó años como erudito en Teherán y Siria, era un reverenciado líder chiíta de las oraciones del viernes en la provincia saudita de oriente y un hombre que se mantenía al margen de los partidos políticos, pero exigía elecciones libres y era detenido y torturado con regularidad –según su relato– por oponerse al gobierno sunita wahabita saudita.
El jeque Nimr decía que las palabras eran más poderosas que la violencia. La enigmática insinuación de las autoridades de que no había nada sectario en el baño de sangre de este sábado –sobre la base de que decapitaron a sunitas y chiítas por igual– fue clásica retórica del EI.
Después de todo, el EI corta la cabeza a apóstatas sunitas sirios y soldados iraquíes con la misma dedicación con que masacra chiítas. El jeque Nimr habría recibido de los esbirros del Estado Islámico exactamente el mismo trato que tuvo de los sauditas, si bien sin la farsa de un juicio seudolegal que suscitó la queja de Aministía Internacional.
Pero la matanza de este sábado representa mucho más que el odio saudita hacia un clérigo que se regocijó de la muerte del ex ministro del Interior Nayef Abdul-Aziz Al-Saud, padre de Muhammad bin Nayef.
La ejecución del jeque Nimr revigorizará la rebelión hutí en Yemen, país que los sauditas invadieron y bombardearon el año pasado en un intento por destruir el poder chiíta allí. Ha enfurecido a la mayoría chiíta en Bahrein, gobernado por los sunitas. Y los propios clérigos iraníes han afirmado que la decapitación causará el derrocamiento de la familia real saudita.
También presentará a Occidente el más vergonzoso de los problemas de Medio Oriente: la persistente necesidad de humillarse con servilismo ante los ricos autócratas del Golfo a la vez que expresa inquietud por la grotesca carnicería. Si el EI hubiera cortado la cabeza a sunitas y chiítas en Raqqa –en especial la de un sacerdote chiíta problemático como el jeque Nimr– de seguro David Cameron habría tuiteado su disgusto ante un acto tan odioso. Pero el hombre que humilló la bandera británica para marcar la muerte del último rey del ridículo Estado wahabita usará evasivas al abordar este episodio de cabezas cercenadas.
Por muchos hombres sunitas de Al Qaeda que también hayan perdido la cabeza, literalmente, ante verdugos sauditas, la pregunta se hará tanto en Washi-ngton como en capitales europeas: ¿se proponen los sauditas destruir el acuerdo nuclear iraní obligando a sus aliados occidentales a apoyar incluso este escándalo reciente? En el mundo obtuso en el que viven –en el que el joven ministro de la Defensa que invadió Yemen detesta al ministro del Interior–, los sauditas aún glorifican a la coaliciónantiterrorista de 34 naciones en su mayoría sunitas que supuestamente forman una legión de musulmanes opuestos al terror.
Sin duda las ejecuciones son una forma sin precedente de dar la bienvenida al Año Nuevo. Sin embargo, fuera de las implicaciones políticas, existe una pregunta obvia que hacer a la casa de Saud, que busca perpetuarse: ¿acaso los gobernantes del reino han perdido el juicio?