Carlos Fuentes culminó ayer su “periplo itinerante”

MÓNICA MATEOS-VEGA| Ayer llegó para Carlos Fuentes esa “compañera fiel e inevitable” que el escritor tanto describió en su vasta obra. Cerca del mediodía, uno de los narradores más importantes del siglo XX en México murió a los 83 años en el hospital Ángeles del Pedregal, debido a complicaciones derivadas de un sangrado del tubo digestivo. Autor de decenas de libros, también escribió, a pedido, el prólogo del libro Un empresario global, semblanza empresarial de Gustavo Cisneros…
La Jornada
La información fue proporcionada a las afueras del nosocomio a la prensa por el gastroenterólogo Mario Arturo Ballesteros Amozurrutia, atendió al autor de Aura en su domicilio, luego de una hemorragia súbita que le causó un desmayo en la mañana.”Lo vi en su domicilio con insuficiencia respiratoria; lo trasladamos al hospital donde fue atendido con todos los recursos con que contamos, pero desafortunadamente una hora después de haber llegado, a las 12:15 horas, falleció”, señaló quien fue su médico durante 10 años.

El jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, acompañó toda la mañana en el hospital a la familia de Fuentes, e informó a la prensa que uno de los trenes del Metro llevará el nombre del escritor.

Por la noche, su cuerpo fue trasladado a su casa adonde llegó antes de las 21 horas. Ahí se realizó un funeral íntimo al que acudieron familiares, amigos y el presidente Felipe Calderón. Este miércoles, a partir de las 12 de la tarde, se llevará a cabo en el Palacio de Bellas Artes un homenaje público, de cuerpo presente.

El maestro de varias generaciones de escritores se encontraba planeando la promoción de su libro Personas, el cual saldrá a la venta el próximo mes. Además esperaba la salida de la imprenta de su novela Federico en su balcón, una conversación imaginaria con Nietzsche, el cual daría a conocer en noviembre durante la Feria Internacional de Libro de Guadalajara, aunque su fecha de publicación podría adelantarse, informaron sus agentes de la editorial Alfaguara.

En los próximos días aparecerá el libro El siglo que despierta (Taurus), conversaciones de Fuentes con el ex presidente chileno Ricardo Lagos, acerca de problemas en América Latina.

Descendiente de inmigrantes

Carlos Manuel Fuentes Macías nació en Panamá, el 11 de noviembre de 1928. Su madre fue Berta Macías Rivas, originaria de Mazatlán, Sinaloa; su padre, el diplomático veracruzano Rafael Fuentes Boettiger. Tiene sólo una hermana, Berta Emilia, menor que él y también escritora.

Le sobreviven su hija mayor, Cecilia (cuya madre fue Rita Macedo), y su esposa Silvia Lemus. Sus dos hijos menores, Natascha y Carlos, murieron a los 29 y 25 años de edad, respectivamente.

De acuerdo con la biografía oficial del autor, escrita por él mismo e incluida en su página web, su familia desciende de inmigrantes llegados de Santander, Santa Cruz de Tenerife (Canarias) y Darmstadt (Renania), todos instalados en México durante la década de 1860, así como de indígenas yaquis del estado de Sonora.

El bisabuelo paterno de Fuentes fue Philip Boettiger Keller, un lasallista alemán opositor de Bismarck, fundador de una hacienda cafetalera en el lago de Catemaco, Veracruz. La bisabuela paterna, Clotilde Vélez de Fuentes, fue “una bella y valiente mujer que se dejó cortar un dedo con un machete por bandidos en el recorrido de la diligencia entre México y Veracruz, antes que entregar voluntariamente sus anillos de bodas”, señala la semblanza.

La familia paterna vivió primero en el puerto de Veracruz, donde Rafael Fuentes dirigió el Banco Nacional de México, y más tarde en Jalapa, donde el tío mayor, Carlos Fuentes Boettiger, promisorio poeta, fue discípulo de Salvador Díaz Mirón, pero murió a los 20 años de edad. La abuela materna, Emilia Rivas de Macías, joven viuda, trabajó en la campaña escolar de José Vasconcelos para mantener a su familia de cuatro hijas.

Entre 1929 y 1934 Carlos Fuentes vivió en las ciudades de Panamá, Quito, Montevideo y Río de Janeiro, donde su padre ocupó varios puestos diplomáticos, entre ellos el de secretario del embajador mexicano en Brasil, el escritor Alfonso Reyes, con quien el autor de La muerte de Artemio Cruz mantuvo una relación próxima en su juventud. En 1933 su padre ocupó fugazmente el puesto de secretario del Departamento del Distrito Federal, pero renunció al poco tiempo, “disgustado por el alto grado de corrupción de la política”; reingresó al servicio diplomático y fue enviado a la embajada de México en Washington.

En la capital estadunidense asistió a la escuela primaria Henry D. Cooke, donde tuvo “a una maestra multidisciplinar y generosa, la señorita Florence Painter”. Pero, según recordaba el autor, tuvo una infancia sin vacaciones, pues durante los veranos asistía a escuelas en la ciudad de México para no perder la lengua castellana y conocer la historia patria, al cuidado de sus abuelas y tías, “con las que establece lazos perdurables de afecto e imaginación”. En esa época, añade, pasó temporadas en el hotel Mocambo de Veracruz y en el hotel Anáhuac de Acapulco, entonces una aldea de pescadores.

Su biografía autorizada resalta que “el México revolucionario de Lázaro Cárdenas lo marca políticamente desde niño, así como la guerra de España y la llegada de los primeros judíos exiliados de Alemania a su escuela en Washington. Una y otra vez, tiene que vestirse de charro para representar a los niños mexicanos en fiestas diplomáticas y programas de radio. Visita con su padre la Feria Mundial de Nueva York y siente temprana inclinación por el cine, el periodismo y la literatura. Mark Twain y Edmundo de Amicis son los autores más importantes que lee en este periodo, así como a Rafael Sabatini y Emilio Salgari.”

Entre 1940 y 1944 viajó con sus padres de Nueva York a Valparaíso, Chile, en barco de vapor, tocando puertos de Panamá, Colombia, Ecuador y Perú. Pasa estos años en la capital chilena Santiago y Buenos Aires. En la primera, asiste al colegio inglés The Grange y escribe sus primera narraciones con Roberto Torretti, publicando algunas piezas en el Boletín del Instituto Nacional de Chile, fundado por Victorino Lastarria.

“Es la época del Frente Popular chileno y de la guerra mundial, dos hechos que se imprimen profundamente en su sensibilidad. Asiste a los mítines políticos para la sucesión presidencial de Pedro Aguirre Cerda y al mismo tiempo empieza a leer a Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Sus primeros profesores de literatura son Julio Durán Cerda y el español republicano Alejandro Tarragó. Llega a Buenos Aires a los pocos días de la toma del poder por el general Farrel. En rebelión contra la educación fascista del régimen militar, se dedica a descubrir el sexo, el tango y la obra de Jorge Luis Borges. Continúa leyendo a Verne, Dumas y Stevenson”, señalaba la biografía de Fuentes.

A los 16 años llegó a México, donde su padre tiene el cargo de director de protocolo de la Secretaría de Relaciones Exteriores, por lo que “sigue en contacto con el grupo de diplomáticos surgidos de la Revolución Mexicana –Castillo Nájera, Padilla Nervo, Quintanilla, Córdoba, Campos Ortiz, Tello– y se forma en los principios de lo política exterior mexicana: no intervención y autodeterminación. Lee El Quijote, operación que a partir de entonces repetió cada año”.

Se graduó del bachillerato en el Colegio México del Distrito Federal. “Su guía literario es el maestro Enrique Moreno de Tagle, quien pone en sus manos una obra reveladora de la nueva literatura mexicana, Al filo del agua, de Agustín Yañez. Paralelamente, se deja seducir por la trilogía de USA, de John Dos Passos, y equilibra sus lecturas modernas con las de los clásicos castellanos, sobre todo Rojas y Quevedo. Aprende a bailar, a enamorar muchachas y a hacerse de grupos de amigos para salir de excursión a los volcanes y a los cañaverales: México es un país con tres pisos”.

Su primer libro, Los días enmascarados, se publicó en 1954, y desde entonces Fuentes no dejó “de preocuparse por la identidad mexicana y los medios adecuados para expresarla. Un hito fundamental en este clima de preocupaciones intelectuales fue la fundación, en 1955, junto con Emmanuel Carballo y Octavio Paz, de la ya mítica Revista Mexicana de Literatura”.

Después vinieron La región más transparente, en 1959; y La muerte de Artemio Cruz, en 1962, obras que lo convirtieron en una de las figuras centrales del llamado boom latinoamericano.

Embajador mexicano

Fuentes fue delegado de México ante los organismos internacionales con sede en Ginebra, y trabajó en el Centro de Información de la ONU en México, en la Dirección de Difusion Cultural de la UNAM y en la Secretaría de Relaciones Exteriores.

También fungió como embajador de México en Francia de 1972 a 1977, cargo al que renunció en protesta contra el nombramiento del ex presidente Díaz Ordaz como primer embajador de México en España después de la muerte de Franco.

En 1994, al cumplirse 10 años de la muerte de Julio Cortázar, organizó con su gran amigo Gabriel García Márquez un multitudinario homenaje a la memoria del gran cronopio en el Palacio de Bellas Artes en México. En esa época participó activamente en el debate en torno al levantamiento zapatista en Chiapas y a la situación política que entonces vivía el país, con colaboraciones en este diario.

Otras de sus obras más importantes son: Zona sagrada (1967), Cambio de piel (1967), Terra nostra (1975), Cristóbal Nonato (1987), Los años con Laura Díaz (1999), Agua quemada (1981), Gringo viejo (1985) y La silla del águila (2003).

El propio Fuentes proyectó su obra en un vasto esquema que tituló La edad del tiempo, dividido en 17 apartados en los cuales incluye tanto sus novelas como sus ensayos (puede consultarse en esta dirección de internet: clubcultura.com/), de los cuales realizó más de 60 y varios se quedaron en el tintero, como una biografía de Emiliano Zapata.

En sus últimos años la vida de Carlos Fuentes fue, como él mismo decía, un periplo itinerante. Vivía algunas temporadas en París, daba cursos en las universidades de Princeton, Harvard, Columbia y Cambridge, al tiempo que se la pasaba recibiendo premios y distinciones, presentando sus libros o encontrándose con sus lectores. En 2008, cuando cumplió 80 años, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes le organizó un festejo nacional.

Candidato eterno al Nobel de Literatura, en 2001 fue censurado por el secretario de Trabajo Carlos Abascal, del gobierno panista, quien manifestó que algunas partes de la novela Aura eran “inapropiadas” para estudiantes de bachillerato. Se refería a su hija, quien estudiaba en un colegio de monjas, al que pidió que se tomaran medidas contra la profesora que había solicitado a las alumnas leer la obra de Fuentes. La dirección de la institución, argumentando que el libro no se apegaba al programa propuesto por la Secretaría de Educación, terminó por despedir a la profesora Georgina Rábago, lo cual desató la polémica.

El conservador Jorge Serrano Limón, la Unión Nacional de Padres de Familia, el cardenal Norberto Rivera Carrera y hasta la entonces vocera de la Presidencia Martha Sahagún defendieron a Abascal. Mientras, escritores e intelectuales como Elena Poniatowska y el fallecido Carlos Monsiváis lamentaron la censura de la que fue objeto su colega, él siempre tomó con humor lo acontecido: “agradezco el acto de censura, porque gracias él se multiplicaron las ventas del libro”, dijo en la FIL de Guadalajara, en 2008.

A finales del año pasado, entró al debate político electoral al ser confundido por el candidato presidencial priísta Enrique Peña Nieto con Enrique Krauze como autor de La silla del águila. Fuentes de inmediato lo calificó de “ignorante”.

En una de sus últimas entrevistas concedidas a La Jornada (19/1/12), el escritor señaló que México vive un mal momento “porque los problemas del país están aquí, y los políticos allá, a una distancia brutal con respecto a las respuestas”. Pero perfiló en un futuro a ese presidente estadista con el que sueñan muchos mexicanos: Andrés Manuel López Obrador, con la condición, añadió, de que se rodee de “buena gente”.

Carlos Fuentes se encontraba a la mitad de la escritura de Los días de la vida, sus memorias de infancia y juventud. “El espíritu no muere. Se traslada”, escribió el autor en su libro En esto creo (2002), y así lo consideran también los miles de lectores que seguirán abrevando de la inconmensurable obra en la que habitará por siempre el maestro.