Cali, ciudad del estallido y de la resistencia

La represión estatal fue la respuesta del gobierno de Iván Duque contra las manifestaciones. El protagonismo de las barriadas y sus juventudes pobres, que se enfrentaron al despliegue policial y militar. Y el movimiento indígena: el actor con mayor organización.

Marco Teruggi

Víctor Currea-Lugo
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“Paren el genocidio” reza un inmenso mural en el centro de Cali, la ciudad llamada “sucursal del paraíso” y ahora rebautizada “sucursal de la resistencia”. Las calles tienen grabadas las marcas del estallido social en decenas de paredes, con caras y nombres de jóvenes asesinados, pintadas contra el gobierno de Iván Duque, el ex presidente Álvaro Uribe. Son rastros de lo que fueron más de dos meses de protestas, bloqueos, que tuvieron su epicentro en esta ciudad al suroeste de Bogotá, en el Valle del Cauca, cerca del océano Pacífico y su puerto de Buenaventura.

En total fueron 24 puntos de bloqueo de lo que comenzó como un paro nacional. Algunos son icónicos, como “puerto resistencia”, antes llamado puerto rellena. Allí fue edificado un monumento con un antebrazo y un puño con un cartel que dice “resiste”, construido por albañiles luego de sus jornadas de trabajo. Del otro lado de la calle se encuentra una escultura con una olla popular, y un centro de la policía que fue tomado, donde ahora funciona una biblioteca popular.

El mapa de la violencia política

La mayoría de los 24 puntos estuvieron en zonas populares. Algunos, como la antigua loma de la cruz, ahora “loma de la dignidad”, se encuentra en el centro de una ciudad cuya geografía es el mapa de una historia de violencia política: al oeste de Cali se encuentra la élite tradicional, al sur la clase nacida del auge del narcotráfico durante los años 80 y 90, en las laderas se encuentran los barrios poblados por desplazados centralmente de la región andina del Cauca, en el oriente la población afrodescendiente desplazada de las partes costeras del Cauca, Nariño y Chocó, y en el centro, parte de la clase trabajadora caleña más antigua.

Fue en el sur, zona de riqueza narco y sus llamados “lavaperros”, donde dispararon impunemente civiles armados en varias oportunidades custodiados por la policía, como, por ejemplo, ante la llegada de la Minga Indígena. El movimiento indígena, con fuerte desarrollo en la región, fue el actor con mayor organización en el marco de un estallido sin conducción, con el protagonismo de las barriadas y sus juventudes pobres, que encabezaron las denominadas primeras líneas, enfrentadas al despliegue policial y militar.

Es allí, en esos barrios, donde ingresó la persecución y la muerte a medida que perdió fuerza la protesta y se desbloquearon los puntos de resistencia: jóvenes de las primeras líneas asesinados, descuartizados, aparecidos en ríos, calles, obligados a escapar. Fue el último eslabón de una respuesta represiva policial, militar y paramilitar, ante un levantamiento que tuvo por saldo 80 personas asesinadas, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz.

Militarización

La violencia desplegada por el gobierno respondió a una estrategia política. El primero en pedir la presencia de los militares en las calles fue Uribe, jefe del Centro Democrático, actual partido de gobierno. Tanto el ex presidente como Duque acompañaron la represión sistemática con categorías como “revolución molecular disipada”, o “terrorismo urbano de baja intensidad”, en una narrativa que situó como enemigos a quienes protestaban. Se trató de una respuesta esperable por parte del uribismo, en el marco de un país golpeado por una violencia que se incrementó con los tres años del gobierno de Duque: en el 2020 ocurrieron 91 masacres, en lo que va del 2021 ya son 65; 1.222 líderes sociales y 282 firmantes de los Acuerdos de Paz fueron asesinados desde el 2016.

La represión estatal ya había sido la respuesta dominante del gobierno ante las grandes movilizaciones de noviembre del 2019 y de septiembre del 2020 con la llamada “masacre de Bogotá”. El estallido del 2021, si bien fue sorpresivo por su magnitud y duración, no lo fue en cuanto a enmarcarse en un ciclo de protestas protagonizadas por un sujeto emergente urbano, juvenil, precarizado, empobrecido, sin afiliación política. Durante las décadas y años anteriores, y hasta ese entonces, el centro de las movilizaciones había estado en los sectores rurales e indígenas, con, por ejemplo, los paros agrarios del 2013 y 2016.

El uribismo

La dimensión del 2021 puede explicarse por ese acumulado de protestas anteriores, los efectos de la pandemia, la crisis económica con una pobreza de 42.5% en el 2020 y una tasa de desempleo de 15.1%. Pero existe otro elemento más, vertebral de las protestas y de los últimos 40 años de la historia colombiana: Uribe, el uribismo, una historia -narrada en la serie Matarife- que comenzó en las sombras a inicio de los años 80 de la mano del Cartel de Medellín, se profundizó con el paramilitarismo, su gobernación en Antioquia en 1995, sus presidencias desde el 2002 hasta el 2010, y la continuidad a través de Duque y las tramas de narcotráfico, paramilitarismo, expresadas, por ejemplo, en el escándalo de la relación entre el actual presidente y el ganadero y narcotraficante Ñeñe Hernández.

Las protestas del 2019, 2020 y el estallido fueron un inmenso grito contra esa historia de masacres, fosas comunes, desplazamientos, asesinatos sistemáticos, falsos positivos, carteles de drogas, paramilitares, en un continuo de cuatro décadas con el nombre de Uribe en el centro. “Qué cosecha un país que siembra cuerpos”, llevaba escrita una remera en la movilización del pasado sábado siete de agosto en Cali, convocada ante el inicio del último año de mandato presidencial de Duque, que no volverá a presentarse, en el marco de un sistema política que no permite la reelección.

La campaña presidencial para las elecciones de mayo del 2022 ocupa un lugar central, en simultáneo con los análisis sobre el estallido. Una de las preguntas es cuál será la relación entre las protestas y las propuestas electorales que pueden esquematizarse en tres vectores principales: por un lado, el uribismo, sin candidatura aún firme, por otra parte, una alianza que se presenta como de centro, denominada “coalición de la esperanza” con figuras como Sergio Fajardo, políticos provenientes del gobierno de Juan Manuel Santos y de la Alianza Verde, y finalmente, otra, de centro-izquierda, progresista, llamada “pacto histórico”, liderada por Gustavo Petro, que reúne fuerzas como el Polo Democrático Alternativo, dirigentes sociales como Francia Márquez, y sectores venidos del Partido de la U.

Aún faltan varios meses para una contienda en un contexto de inestabilidad política, un uribismo deslegitimado y particularmente peligroso, y un estallido que, si bien se ha retirado de las calles, permanece latente.

Source Página 12