Brasil, país de contradicciones
ERIC NEPOMUCENO| El sistema bancario brasileño, uno de los que generan más ganancias en el mundo, enfrenta un problema peculiar: en siete años, entre 2005 y 2012, sumó 42 millones 500 mil nuevos clientes.
Es decir: en siete años una Argentina entera abrió cuentas corrientes en los bancos del país.
No hay registros de algo parecido ocurrido en ninguna otra parte del mundo.
Analistas dicen que ese fenómeno es parte de otro: la enorme ampliación del mercado de trabajo formal en Brasil. Se calcula que existen hoy poco más de 50 millones de brasileños empleados, con sus derechos laborales respetados. Y, como consecuencia, con acceso a crédito para comprar de todo. Los bancos se quejan de la morosidad para justificar las tasas estratosféricas de interés que piden para conceder préstamos (la tasa media de financiación es de 5,4 por ciento al mes, o sea, absurdos 65 por ciento al año). Sin embargo, los datos oficiales indican que la morosidad media es de 7,8 por ciento del total de préstamos. La ampliación del crédito para inmuebles registra una morosidad muy baja (2 por ciento del total), mientras que para automóviles esa morosidad ronda la marca de 8 por ciento, igualmente baja.
El país vive tiempos de una nueva clase media, con la inclusión de millones de brasileños en el mercado de consumo. Ese movimiento tiene origen en tiempos de Fernando Henrique Cardoso, con la estabilidad económica lograda, pero su expansión se dio en los ocho años (2003-2010) de presidencia de Lula da Silva, y se consolida ahora con Dilma Rousseff. El flojo desempeño de la economía en 2012 (crecimiento de alrededor de 1 por ciento) y el lento retomar observado en ese principio de 2013 no impidieron que esa nueva clase media siguiese consumiendo. Los incentivos dados por el gobierno, con la suspensión de varios tributos, resultaron en curiosidades: una heladera nueva puede tardar más de un mes en llegar a la casa del comprador, pues la estampida de las ventas sorprendió a los fabricantes.
Esa transformación puede ser observada sin mayores esfuerzos, al comenzar, por ejemplo, por los aeropuertos. Se calcula que en los últimos diez años alrededor de 15 millones de brasileños pasaron, por primera vez, a viajar en avión. En un país con 195 millones de habitantes existen 260 millones de teléfonos móviles. Al reunir los incipientes programas sociales lanzados tímidamente por Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), y luego reforzarlos y ponerlos como prioridad de su gobierno, Lula da Silva impulsó el cambio que ahora Dilma Rousseff robustece y amplía.
Sin embargo, persisten otros números que opacan ese escenario de prosperidad. El país carece de estructura y de proyectos modernizantes. Carreteras, puertos y aeropuertos son desastrosos. La salud pública es caótica, y esa nueva clase media se ve obligada a pagar los altos precios de los planes privados de atención médica. En los hospitales de la red pública faltan médicos, medicinas e instrumental, mientras sobran la desidia y la falta de higiene más elemental. La educación pública se universalizó, es verdad. Pero la calidad de la enseñanza no hace más que confirmar una antigua crítica de Darcy Ribeiro: en las escuelas públicas el profesor finge que enseña lo que no sabe y los alumnos fingen que aprenden lo que siguen ignorando.
La reforma agraria es otro mito legado de un presidente a otro. Las áreas repartidas entre campesinos sin tierra se transforman, muchas veces, en inmensas favelas rurales, barriadas de miseria improductiva. En los dos años de presidencia de Dilma Rousseff fueron asentadas alrededor de 45 mil familias campesinas, en una drástica disminución de ritmo (el MST, Movimiento de los Sin Tierra, estima que menos de diez mil familias fueron asentadas en 2012). En los dos primeros años de la presidencia de Lula da Silva, fueron beneficiadas 117 mil 500 familias. Hay otro dato alarmante relacionado con la reforma agraria. El MST reconoce que en las áreas distribuidas a campesinos existe una evasión de alrededor de 60 por ciento de sus moradores iniciales. Frente a la falta de apoyo, de incentivos y de perspectivas, más de la mitad abandona o vende la tierra recibida e inmigra a los centros urbanos.
Es verdad que Brasil ha sido, desde siempre, un país de contrastes por excelencia. También es verdad que a lo largo de los últimos diez años las brechas sociales se hicieron menos agudas. Pero hay una tercera verdad: la inclusión de millones y millones de brasileños en el mercado, cuyo reflejo más sorprendente quizá sean esos 42 millones 500 mil nuevos clientes de la banca, no fue acompañada por reformas estructurales. La nueva clase media tiene acceso a automóviles, televisores y heladeras, frecuenta aeropuertos y viaja en las vacaciones. Pero sigue sin contar con una atención mínimamente decente en la salud pública, no tiene acceso a una educación de calidad y confunde derecho al consumo con sus derechos de ciudadano. Cambiar ese escenario es, quizás, el mayor desafío que Dilma Rousseff enfrenta en su soledad presidencial.