Brasil: Otro ministro que cae y van siete
ERIC NEPOMUCENO| El séptimo ministro de Dilma Rousseff a caer en un año –el sexto por escándalo de corrupción y desvío de dinero público– no fue propiamente decapitado como los anteriores. Cometió, digamos, un suicidio político, a pesar de haber sido, en su caso específico, el suicidio en cuestión, cometido por un muerto de buena muerte. La presidenta Dilma Rousseff había decidido esperar hasta la reforma de ministerios de enero para reemplazar a Lupi. El asedio mediático y opositor precipitó el desenlace.
Carlos Lupi, ministro del Trabajo, renunció en la noche de ayer. Le ahorró a Dilma, con ese gesto, el trabajo de decapitarlo en la mañana de hoy. Lupi resistió lo que pudo. O, más bien, Dilma resistió lo que pudo y no por respeto a Lupi, otro de los ministros que Lula da Silva le impuso en el diseño de la alianza que respaldó su candidatura. La presidenta jamás quiso a Lupi como ministro, entre otras razones por tener sobradas pruebas e indicios concretos de lo que pasaba en su ministerio
. El esquema de Organizaciones No Gubernamentales, las mal afamadas ONG que firman contratos y convenios con ministerios y luego desaparecen con el dinero, práctica común para beneficiar y compensar los partidos que respaldan al gobierno, era harto conocido por todos, comenzando por Dilma. Pero en el actual sistema brasileño, ni modo: o el presidente cuenta con el respaldo parlamentario de partidos aliados, y ese respaldo tiene un precio claro (la distribución de ministerios y sus respectivos presupuestos), o no gobierna.
Lupi formaba parte de ese rollo. No hay ninguna prueba, ningún indicio creíble, de que se haya beneficiado personalmente del desvío de recursos. Pero tampoco hay prueba alguna de que, a lo largo de los últimos cuatro años, desde cuando Lula lo hizo ministro y luego lo impuso a Dilma, Lupi haya hecho algo para impedir que el esquema sobreviviese y se fortaleciera. Y más: quedó probado que viajó en aviones pagados por empresarios que tenían negocios con su ministerio, y que ocupó ilegalmente dos puestos públicos a la vez, cuando se quedó sin mandato parlamentario y, por ende, sin medio de vida. En suma, abusó más allá de lo admisible, aun en un sistema tan éticamente flojo como el brasileño.
Dilma se negó a decapitarlo para no dejarse controlar por la prensa más conservadora (la misma que se vanagloria de descubrir escándalos cuando, en realidad, no hace más que publicitar investigaciones que ya tramitan por los canales competentes, como la Justicia y la Auditoría General de la Unión) y por un Consejo de Etica cuyos miembros fueron elegidos sin que nadie sepa exactamente basado en qué criterios. Ese Consejo determinó a la presidenta a que cesara a Lupi. Dilma pidió al Consejo que aclarase las razones de su demanda. El presidente del Consejo de Etica de la Presidencia, José Sepúlveda Pertence, está vinculado con uno de los políticos más denunciados por corrupción en Brasil, el ex presidente José Sarney. Cuando era presidente del Tribunal Superior Electoral manipuló las reglas de las elecciones de manera descarada, con tal de beneficiar al mismo Sarney. ¿Por qué darle a Sepúlveda tanta credibilidad?
Que Lupi cometió irregularidades, hasta las estrellas del cielo lo saben a ciencia cierta. Pero, ¿por qué no se presiona tanto a otras figuras dominantes del escenario político que cercan y presionan a la presidenta? ¿Cuál es el objetivo de presionarla tanto, con casos de corrupción menor, cuando se sigue robando sin límites en otras esferas?
Dilma había definido que preferiría esperar hasta la reforma de ministerios que hará en enero para reemplazar al moribundo Lupi. Creía que tenía munición suficiente para resistir al asedio de la prensa, de la oposición e inclusive de los aliados, que se debaten como hienas por los restos mortales de cualquier plaza de ministro, con todos los cargos y presupuestos manipulables. Esa resistencia de Dilma amenazó, inclusive, con corroer su bien ganado prestigio junto a las clases medias.
Ayer por la noche, Lupi desistió y aceptó lo que era obvio: su muerte política. Se fue otra piedra, y bastante puntiaguda, que Lula puso en el zapato de Dilma.
Hay algo curioso en toda esa historia. Lula da Silva siempre acusó al antecesor, Fernando Henrique Cardoso, de haberle dejado una “herencia maldita”. Mirando hacia lo que Lula dejó a Dilma –siete ministros defenestrados en un año, seis por corrupción y uno por irresponsable– uno se pregunta: ¿Cómo cualificar el legado que heredó la sucesora?
Ahora, en enero o a lo sumo en febrero, Dilma remodelará todo su gobierno. Será, entonces, el verdadero gobierno que estrenará.
*Escritor y periodista brasileño-Publicado en P+agina 12