Brasil: Otra bengala para sembrar la muerte
ERIC NEPOMUCENO| A la madrugada del domingo, una bengala lanzada por una banda musical en la disco Kiss, de Santa María, desató un incendio. Murieron al menos 230 jóvenes y más de 110 resultaron heridos, en una tragedia asombrosamente similar a la de la sucedida en la discoteca Cromañón de Buenos Aires.Página/12
Hay una imagen común en esas tragedias: la inmensa cantidad de zapatillas de tenis amontonadas en algún rincón. Y también los teléfonos celulares abandonados. En el incendio en el club nocturno Kiss, de Santa María, interior de Rio Grande do Sul, eso se repitió. Cuando los bomberos lograron entrar en el lugar, sorteando cadáveres y cuerpos en agonía, se encontraron con los celulares sonando. Alguien llamaba para tener noticias. Uno de los celulares registraba 104 llamadas, 104 intentos angustiados de dar con su dueño. No se sabía, al final de la noche de ayer, si ese dueño –o dueña– estaba entre los 230 muertos.
Hay escenas comunes en las tragedias colectivas. Pero en esa de Santa María un dato llamaba la atención: eran todos muy jóvenes. Las imágenes grabadas por cinegrafistas amadores, con celulares, imágenes veloces, fuera de foco, movidas, eran el mejor retrato del vértigo del horror.
En uno de esos videos pasa una joven de pelos lacios y ojos inmensos, con una blusa blanca y una minifalda color vino. La muchacha mira hacia la nada. Busca algo, busca nada. Un muchacho igualmente joven, sin camisa, con un tatuaje en el hombro izquierdo, se lanza al suelo y vuelve con una chica en brazos. Busca, aturdido, socorro. Alguien le indica una ambulancia, a dos pasos, que él no había logrado ver. Sobre la vereda, una muchacha de minifalda negra está tendida. Otra muchacha, flaca y rubia, le golpea el pecho, en un intento tan desesperado como vano de hacer un masaje cardíaco. Una voz grita en la oscuridad, fuera del foco: “¡Mi hermano! ¿Dónde está mi hermano?”.
Nadie sabe con certeza cuánta gente había dentro del club nocturno. Entre 1200 y 2000 personas. Todos muy jóvenes. Casi todos universitarios. Santa María, en pleno centro de Rio Grande do Sul, es polo de atracción de jóvenes de todo el estado. Era una conmemoración de principio del año lectivo.
Una banda local animaba la fiesta. Súbitamente, uno de los músicos prendió una bengala, para entusiasmar a los muchachos. El fuego se extendió hacia el techo. Y ocurrió la tragedia. Primero, los de la seguridad de Kiss quisieron impedir la salida, creyendo –dijo uno de los sobrevivientes– que era un truco de un grupo para salir sin pagar. Cuando se dieron cuenta, era tarde. Al menos tres de los de la seguridad murieron.
Poca gente murió quemada. Casi todos los muertos fueron asfixiados. No había salida de emergencia. O mejor, había varias, pero estaban cerradas con candado. No había señales indicadoras de esas salidas. Muchos entraron en los baños creyendo que saldrían a la calle. Murieron asfixiados, amontonados, pisoteados.
Ha sido la mayor tragedia de Brasil en los últimos 52 años, superada por el incendio del Gran Circus Norteamericano en Niterói, estado de Rio, que era un simple circo suburbano de nombre pomposo, en 1961, cuando murieron calcinadas 503 personas. Ahora, con lo de Santa María, el país se paralizó, horrorizado.
La presidenta Dilma Rousseff interrumpió su viaje oficial a Chile y voló directo hacia la ciudad, para intentar consolar y confortar a los familiares de las víctimas. El gobernador Tarso Genro hizo lo mismo. Y el alcalde, Cezar Schirmer, decretó duelo oficial por 30 días.
La licencia municipal de Kiss venció en agosto del año pasado. La inspección del cuerpo de bomberos advirtió a sus propietarios que deberían hacer las adaptaciones necesarias. Es decir, no faltaron avisos. Faltaron medidas: a la hora de la tragedia, los bomberos tuvieron que abrir un hueco en la pared lateral para lograr entrar en el recinto. Y al hacerlo, tropezaron con una barrera de cuerpos jóvenes asfixiados. Centenares de celulares sonaban al mismo tiempo, en una sinfonía de angustia. Los extintores de incendios no funcionaron.
Al final de la noche de ayer los abogados representantes de los dueños del club nocturno Kiss emitieron una nota oficial lamentando la tragedia y diciendo que se trató de una fatalidad, de los designios de Dios. La presidenta Dilma Rousseff lloró al consolar a familiares y amigos de las víctimas.
Nadie explicó por qué el Cuerpo de Bomberos y la municipalidad de Santa María no impidieron que el club siguiese funcionando sin cumplir los requisitos básicos de seguridad. Nadie explicó nada.
Pasada la medianoche, los cuerpos seguían amontonados en un gimnasio deportivo. Faltaron ataúdes en Santa María. Hubo que pedir ayuda a municipios vecinos. Y centenares de muchachos y muchachas muy jóvenes intentaban entender cómo la fiesta de principio del año lectivo se había transformado en una tragedia desmesurada.
No es ésta la primera vez que ocurre una mortandad por desidia de las autoridades. No será la última.
El alcalde con expresión compungida, el comandante del Cuerpo de Bomberos con expresión de lástima son apenas sombras disimuladas de la irresponsabilidad que suele cobrar su precio. Esta vez, el precio fue alto: 233 jóvenes muy jóvenes que querían celebrar la vida.