Argentina: Identidad villera, apuntes para una genealogía
Mara Espasande*
Atención, porteño/ a esta Villa Miseria:/cementerio de sueños de cabecitas negras (…)
Pena de sabernos/por pobres, menos,/y que quieren tenernos/ socialmente ajenos.
Pero entiende antes:/NO SOMOS PARIAS,/somos inmigrantes/en nuestra propia Patria.
Chilimino, poeta villero, 1970
Negro villero, cabeza, cabecita negra, negro de alma… son algunas de las expresiones cargadas de racismo que, tristemente, aún se escuchan en boca de muchos argentinos y argentinas. ¿Aporofobia –tal como llamó Adela Cortina1 al odio a los pobres- o racismo? Dos problemáticas que sin dudas existen a lo largo y ancho del globo pero que, en la Argentina y en Buenos Aires en particular, presentan características peculiares.
En esta construcción simbólica de la población que habita las villas miseria de la zona metropolitana confluyeron diversos procesos vinculados con la historia social y cultural, así como al desarrollo de la arquitectura urbanística. Los espacios se habitan, no solo se ocupan. Este habitar particular constituye un estar-siendo colectivo. Ser “vecino”, ser “villero”, ser “porteño”. Formas distintas que definen no solo un espacio habitado, sino también una identidad.
¿Desde cuándo existe el término “villero”? ¿Fue utilizado siempre de manera despectiva? Los habitantes de este espacio, ¿se autodefinían así? Sabemos que quien nomina, domina. La imposición de nombres son expresión también, de relaciones de poder. Sin embargo, este proceso de conformación identitaria no es lineal. Aquella premisa de Carlos Marx que sostiene que “clases dominantes imponen las ideas a las clases dominadas” sigue manteniendo vigencia, sin embargo, también los sectores subalternos –o el pueblo, como preferimos definirlo desde nuestra América- resignifica y se apropia de diversas categorías generando una inversión por la cual lo que resultaba despectivo, se convierte en un término que crea pertenencia y, en ocasiones, orgullo. Así ocurrió con muchos de los términos surgidos en plena “década infame”2 y resignificados durante los gobiernos peronistas (1946-1955) y, en particular, durante la resistencia popular inaugurada en 1955.
En la literatura periodística la primera vez que aparece el término “villa miseria” fue el 28 de octubre de 1933, día en el que la Revista Sintonía publicó una fotografía de Puerto Nuevo con el titular: “La Villa de la Miseria”. Días antes, Raúl González Tuñón –quien realizó una serie de artículos sobre el surgimiento de estos barrios- tituló su nota en primera plana del Diario Crítica, “La ciudad que los Dioses olvidaron: Villa Desocupación” (25/10/1933).
La Villa de Puerto Nuevo, 1933. Fuente: Hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Revista Sintonía, 28 de octubre 1933.
De este modo, la prensa tomó nota de una transformación en el espacio urbano acontecida en el barrio de Retiro, cerca de Puerto Nuevo. Se trataba de una zona donde inicialmente se había asentado una comunidad de polacos –a los cuales, en 1931, el Estado nacional les había otorgado unos galpones- pero que pronto comenzó a recibir contingentes del interior del país. Así nació Villa Desocupación.
En pocos años, los precarios asentamientos crecieron en forma vertiginosa. La mayoría de sus habitantes provenían de las provincias del interior o de los países limítrofes. En sus rasgos se podía observar, parafraseando a Scalabrini Ortiz, “la sangre de un indio lejano que sobrevivía aún…”3.
Población mestiza, indígena, proveniente de la Argentina profunda, aquella donde los gauchos y las montoneras habían luchado por más de 60 años para evitar lo que finalmente había ocurrido: la construcción de un país centrado en el puerto, en el libre comercio y que miraba hacia Europa antes que hacia América Latina. “Cabecitas negras”, fueron despectivamente denominados por los sectores medios y altos, mayoritariamente blancos, de la sociedad porteña. ¿Acaso herencia de la dicotomía sarmientina civilización-barbarie fundante de la “argentinidad”?
Jorge Abelardo Ramos, historiador revisionista, sostuvo: “Somos argentinos porque fracasamos en ser latinoamericanos”4. Sobre esto mismo reflexiona la novela publicada en 1957 por Bernardo Verbitsky, Villa Miseria también es América. De allí en más, el término se populiariza. La obra refleja el rechazo visceral de la ciudad a los nuevos pobladores: “…son provincianos (santafecinos, santiagueños, tucumanos, entrerrianos) y paraguayos, unos y otros corridos de sus lugares de origen por la pobreza, el desempleo, la injusticia o la persecución política. Llegan a la gran urbe atraídos por las fuentes de trabajo que proporciona el desmedido desarrollo capitalino.
Atrás quedan familiares y amigos, hundidos en la miseria sin remedio de las zonas que no participan del banquete económico. Pero la ciudad los devora como piezas de maquinaria; su condición de seres humanos queda por debajo de la costra de indiferencia con que la gran capital los humilla”5.
El hijo de Bernardo, Horacio, contó luego que “su padre se inspiró en un verso del poeta negro -o afroamericano, si se prefiere- Langston Hughes: ´Yo también soy América´”6. La novela resulta así, además de pieza literaria, una reflexión antropológica y una denuncia social sobre las condiciones en las que vivían los habitantes de estos barrios7.
En el mismo sentido, el antropólogo Hugo Ratier en su obra Villeros y villas miseria8 sostiene que el rechazo, la exclusión, la mirada hacia el “otro” –caracterizado como “intruso”, “extraño”, “invasor”- se encuentra vinculada al carácter latinoamericano del nuevo sujeto social. Además, afirma que la población villera se convirtió en chivo expiatorio de la violencia urbana. Detalla cómo la “ciudad blanca” margina a esta población, pero, a su vez, necesita de ella: allí viven los obreros y obreras que “construyen” la ciudad.
Las fuentes de la época permiten corroborar las afirmaciones de estos autores. Resulta ilustrativo el testimonio de Juan Alejandro Re, subcomisario de la zona que, en 1937 explicaba su parecer: “nuestro país presenció la impasible invasión pacífica de gente extranjera, de todas las nacionalidades –especialmente polaca- […] que traía consigo taras patológicas y carencia absoluta de recursos y subsistencia […].
Con equivocado concepto del problema y de los remedios para resolverlos, permitióse esa ubicación, facilitándose además a los desocupados chapas de cinc y adoquines […] contruyéronse a modo de viviendas rudimentarias, pequeñas, bajas y antihigiénicas casuchas, inmundas pocilgas más bien, de los más diversos tipos, juntas entre sí, en varias hileras y formando calles angostas…”9. El mismo autor, en su libro El problema de la mendicidad en Buenos Aires, realizaba una narración sobre la forma en la cual los “vecinos” de Buenos Aires se aceraban a “curiosear” cómo vivía esta “extraña” comunidad.
Durante los años siguientes, las villas continuaron creciendo. En el marco de la crisis mundial desatada luego de la caída de la bolsa de Wall Street (1929), el modelo agroexportador enfrentó fuertes dificultades y dio lugar al comienzo de la industrialización por sustitución de importaciones. Como consecuencia del mismo, se multiplicaron las fábricas en Buenos Aires y el Litoral.
Las nuevas posibilidades de trabajo atrajeron a gran cantidad de habitantes del interior del país, quienes migraron para buscar mejores condiciones de vida. Además, el campo había comenzado un proceso de renovación tecnológica que fomentó, también, la expulsión de mano de obra. Este proceso de migraciones internas se produjo asimismo en otros países de la región, tales como Brasil, Uruguay o Chile10.
En el caso argentino, Buenos Aires se convirtió en el “centro del subsistema migratorio del cono sur” que posibilitó la interacción de distintas identidades socioculturales con una característica en común: estar subsumidas en condiciones de pobreza. De manera paradójica, el proceso de modernidad y miseria se desarrollaron en forma simultánea11.
En 1932, se conformó cerca de Villa Desocupación otro asentamiento: Villa Esperanza; y hacia finales de la década de 1940, la articulación de los asentamientos de la zona dio origen a la denominada Villa 31. Se fue configurando así, el Barrio Inmigrantes, mayormente poblado por población europea (polaca e italiana); hacia el norte, alrededor de las vías del Belgrano, se extendía el barrio impulsado por La Fraternidad, sindicato de los ferroviarios, que fue conocido primero como Kilómetro 3 y luego como Barrio Saldías.
Otro asentamiento importante fue el que se conoció como el Bañado de Flores; en el Parque Almirante Brown se estableció el Barrio Lacarra. También surgió una villa en el barrio de Bajo Belgrano, que fue habitada por vendedores ambulantes, changarines y obreros no calificados.
Es así que, “apelando a los elementos que les brindaba una antigua arquitectura campesina, uniendo técnicas indígenas y españolas”12, se levantaron millares de viviendas con los elementos aprovechables que la ciudad ofrecía, tales como cajones, bolsas, chapas de zinc, maderas. Sin previa planificación, los primeros pobladores fueron recibiendo a sus familiares, amigos, conocidos o simplemente comprovincianos.
En palabras de Margulis, “la villa miseria es el único medio que la ciudad provee al migrante para su albergue y socialización”13. Los vecinos se agrupaban en virtud de sus lugares de origen. El bilingüismo o el monolingüismo presentaba una dificultad para los recién llegados, puesto que encontraban un marcado rechazo hacia sus lenguas de origen y, casi siempre, debían abandonarlas.
Se fue gestando así, un avance paulatino de ocupación del territorio urbano. En este sentido, podemos afirmar que “…las villas miseria en la Capital Federal se fueron conformando a través de un proceso de ocupación familiar e individual de tierras vacías, proceso derivado de transformaciones estructurales relacionadas con una doble problemática: la industrialización y la descomposición de la sociedad rural”14.
En la década de 1940, alrededor de la mitad de la población activa de las villas miseria trabajaba en la industria o en la construcción. La elección de una u otra dependía de la ubicación geográfica de los asentamientos en relación a la fuente de trabajo. En esta etapa nacieron las primeras organizaciones villeras como movimientos sociales reivindicativos de los derechos sociales primarios, motivados por la urgencia y gravedad de los problemas barriales.
Ocuparon un lugar destacado los clubes de fútbol y las comisiones de madres, que se encargaban fundamentalmente de organizar tareas de recreación para los niños. El protagonismo de las mujeres en la construcción de las viviendas fue fundamental dada la ausencia de los hombres que iban a trabajar fuera de la villa. En la memoria de los habitantes de las villas, estos primeros momentos quedaron grabados como ejemplos de solidaridad y ayuda mutua.
En un segundo momento, se fueron conformando las asociaciones vecinales que concentraron sus demandas en la regularización de la propiedad de los terrenos, en la adquisición de servicios básicos y fueron además espacios de organización para la resistencia de los desalojos.
Estudiando y analizando esta etapa inicial, podemos coincidir con la definición que brinda Alicia Ziccardi quien concibe a las villas miseria como “enclaves urbanos de la pobreza”, que se constituyen a partir de “las particularidades de un conjunto de individuos y familias que participan de una común precariedad en la vivienda, una común ausencia de equipamiento colectivo, una común ilegitimidad en el uso del suelo encerrado en límites geográficos fácilmente perceptibles…”15.
Para concluir, destacamos que algunas características que fueron constituyendo el perfil del habitante de la villa, mantienen plena vigencia: la ilegalidad común frente a la tierra y la constante amenaza de desalojo. Esto fue forjando lazos de cohesión y solidaridad entre los vecinos. El agrupamiento territorial también colaboró en acrecentar los vínculos de pertenencia social, con fuerte sentimiento de arraigo a la villa, lo que confluirá –sin perder sus propios relieves- con la reorganización de las identidades políticas a partir de 1945.
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