La principal invención de las élites: los pobres de derecha
Élites rentistas y la fabricación del pobre de derecha en el laberinto sudamericano
Alejandro Marcó del Pont – El Tábano Economista
América Latina se debate en una paradoja estructural que define su tragedia contemporánea: la coexistencia de dos dispositivos sociales profundamente incompatibles, pero funcionalmente entrelazados. Por un lado, unas élites que han resignado cualquier pretensión de constituir una burguesía moderna, orientada a la inversión productiva de largo plazo y al fortalecimiento del Estado-Nación como proyecto colectivo.
En su lugar, se han consolidado como una aristocracia rentista, una clase parasitaria que prioriza la preservación de privilegios feudales a expensas del bien común, perfeccionando el arte de capturar los recursos del Estado para beneficio de una minoría cada vez más reducida y más rica. Frente a esta oligarquía extractiva, se erige su creación más perversa y efectiva: la clase baja reaccionaria, el «pobre de derecha».
Este fenómeno sociológico representa la culminación de una ingeniería social deliberada: los excluidos del sistema, intoxicados por un resentimiento comprensible pero canalizado en direcciones catastróficas, encuentran en el discurso de la derecha más recalcitrante un «poder simbólico» que les ofrece una dosis de dignidad moral y una compensación psicológica basada en la denigración de «los otros» la izquierda, las minorías, los vagos, todos aquellos que pueden ser señalados como inferiores en una jerarquía imaginaria de merecimiento.
El objetivo fundamental de las élites sudamericanas no es la construcción nacional, sino la preservación y ampliación del patrimonio familiar y grupal en un entorno de alta volatilidad política y económica. La lógica de poder de estas aristocracias es inherentemente extractiva y defensiva, centrada en la captura sistemática de recursos estatales y la neutralización metódica de cualquier amenaza redistributiva. No aspiran a fortalecer el Estado-Nación como un actor global con soberanía real, sino a utilizarlo como un instrumento maleable para sus intereses privados, un patrón que las hermana con las élites globales analizadas en el artículo “La captura estatal en la batalla fiscal de los multimillonarios”.
Dentro de este panorama general, es posible identificar al menos tres proyectos o trayectorias divergentes que delinean el mapa del poder en la región. La élite globalizada o «desacoplada» constituida por grandes conglomerados familiares que han logrado diversificar sus activos a nivel global, cuyo objetivo primordial es insertarse de manera subordinada en las cadenas de valor mundial como exportadores especializados de commodities de alta calidad, desvinculando su destino del devenir de sus países de origen.
La élite nacional-rentista o «del atraso» abarca sectores industriales protegidos, constructoras que subsisten de la obra pública, grupos mediáticos con una influencia política desmesurada y segmentos del sector financiero; su riqueza depende directamente de una relación simbiótica y parasitaria con el Estado, es profundamente antipopular y su discurso público suele adoptar un tono moralista y autoritario para enmascarar su voracidad extractiva.
Finalmente, la élite criminal transnacional —carteles de la droga, minería y tala ilegal, redes de contrabando— representa la forma más pura y violenta de acumulación de capital, un poder que se está fusionando peligrosamente con partes de las élites tradicionales a través del blanqueo de capitales y la cooptación de políticos, desafiando el monopolio estatal de la violencia y constituyendo una amenaza existencial para cualquier proyecto de desarrollo soberano.
El proyecto hegemónico que parece imponerse en la región es una alianza pragmática y a menudo incómoda entre la élite globalizada y sectores de la élite nacional-rentista, articulada bajo un discurso de «modernización conservadora» que promete eficiencia mientras consolida privilegios. Sin embargo, para comprender las trayectorias divergentes de los dos gigantes sudamericanos, es esencial diseccionar las diferencias fundamentales entre las élites brasileña y argentina. Aunque ambas comparten un origen colonial y lógicas rentistas profundamente arraigadas, han evolucionado de forma distinta, forjando destinos nacionales igualmente disímiles.
La élite brasileña cimentó su riqueza en el latifundio esclavista —durante los ciclos del azúcar y el café— y luego en la extracción minera a gran escala. Esta historia generó una estructura profundamente patrimonialista, donde la línea que separa la fortuna familiar del interés estatal siempre fue difusa, porosa y corruptora. Históricamente, utilizó el Estado no para aniquilar al capital nacional, sino para crearlo y protegerlo, dando forma a un modelo de «capitalismo de Estado» y sustitución de importaciones que creó conglomerados privados-nacionales gigantescos —Vale, Odebrecht, Friboi/JBS, Embraer— que funcionan como campeones nacionales.
La fusión entre lo público y lo privado es tan profunda que resulta difícil discernir dónde termina uno y comienza el otro, con instrumentos como el BNDES financiando la internacionalización de estas empresas. Esta élite se siente cómoda con un estado grande y poderoso, siempre y cuando pueda influenciarlo y dirigirlo desde dentro. Su poder está distribuido entre élites regionales fuertes —paulista, mineira, gaúcha, nordestina— que negocian constantemente su participación en el poder central, creando un sistema de poder más «federalizado» y complejo. La élite brasileña, especialmente su sector industrial-financiero, alimenta una visión de Brasil como potencia global, lo que implica defender una política exterior con pretensiones de soberanía, un desarrollo militar autónomo y un liderazgo regional incuestionable. Aspira a ser un proveedor global de commodities, pero también un exportador de manufacturas y servicios complejos, desde la aviación hasta la tecnología del petróleo.
Esta ambición se refleja nítidamente en su relación con China, que ha evolucionado de un vínculo puramente comercial a una asociación estratégica de primer orden. Siendo China el principal socio comercial de Brasil desde 2009, en 2024 el 30% de las exportaciones brasileñas tuvieron como destino el país asiático, y de los 26 estados brasileños, 16 tienen a China como su principal socio comercial. Los BRICS actúan como el marco institucional que afianza esta cuña geopolítica que Brasilia introduce frente a la histórica hegemonía de Washington. El flujo de inversiones es abrumador: China invirtió US$379 millones en participaciones accionarias brasileñas en 2024, superando todos los totales anuales previos, con una presencia avasalladora en sectores clave como la energía —donde controla redes eléctricas vitales—, la minería —con la compra estratégica de activos en litio y níquel para la industria de baterías— y la infraestructura crítica —puertos, ferrocarriles—.
Empresas chinas como BYD y Huawei expanden su dominio en tecnología y autos eléctricos, mientras el yuan domina el 40% del comercio bilateral en 2025, erosionando la hegemonía del dólar y facilitando transacciones directas sin la intermediación del sistema financiero estadounidense.
Este pragmatismo geoeconómico contrasta violentamente con la trayectoria de la élite argentina, cuya herencia se forjó en el modelo agro-exportador y la ganadería extensiva de la Pampa Húmeda. Al basarse en una mano de obra mayoritariamente asalariada o inmigrante, y no esclava, generó una élite más cosmopolita y europeizante que soñaba con ser el «Granero del Mundo», pero cuyo conflicto social fue primordialmente de clase y distribución del ingreso, creando una dinámica distinta y una élite con mayor capacidad de integración simbólica, pero también más temerosa y traumatizada por la movilización popular urbana, resumida en el peronismo.
La relación de la élite argentina con el Estado es esquizofrénica y permanentemente conflictiva. Por un lado, lo denigra como un obstáculo para sus ganancias — impuestos y regulaciones— y, por el otro, lo anhela como la principal fuente de renta —a través de subsidios, obra pública y protección arancelaria—. A diferencia de Brasil, carece de megacorporaciones industriales nacionales con vocación global, predominando en su lugar grupos económicos flexibles, holdings diversificados y el poderosísimo sector agroexportador trasnacionalizado. Esta élite está más ideologizada, esgrimiendo un discurso liberal antiestatal cuando está en la oposición, pero practicando un rentismo voraz cuando accede al poder.
El mecanismo de dominación más efectivo de estas élites no reside, sin embargo, en su poder económico bruto, sino en su capacidad para cooptar a los propios sectores populares que victimizan, creando una base reaccionaria que vota consistentemente contra sus propios intereses económicos materiales. El sociólogo brasileño Jessé Souza, en su libro “Los pobres de derecha; la venganza de los bastardos”, desentraña este fenómeno no como una simple «alienación» o ignorancia, sino como una respuesta psicológica comprensible a humillaciones sistemáticas.
En Brasil, el neopentecostalismo integra este dispositivo a la perfección: sus iglesias prometen prosperidad espiritual y material, alineándose con el bolsonarismo para crear una identidad donde los pobres se sienten «elegidos» en una guerra santa contra los «corruptos» de izquierda. En Argentina, Milei utiliza las redes sociales y los medios afines para canalizar la rabia popular contra «la casta», un enemigo abstracto del cual él y sus aliados forman parte estructural, desviando así la atención mientras implementa políticas que protegen y amplían los privilegios de las élites económicas. El resultado es un triunfo perverso de la ingeniería social: los pobres defienden con fervor políticas que profundizan su propia miseria material, creyendo en la fantasía de un ascenso individual que el sistema estructuralmente les niega.
Souza enfatiza que este fenómeno es, en esencia, la «venganza de los bastardos»: un resentimiento acumulado por la exclusión social y la falta de reconocimiento, que genera una adhesión visceral a la extrema derecha, la cual ofrece una «igualdad» puramente simbólica —la posibilidad de sentirse «duro» y superior frente a otros grupos aún más vulnerables— sin tocar para nada la distribución real de la riqueza. Esto explica sociológicamente fenómenos como el apoyo masivo de sectores evangélicos pobres a Bolsonaro en Brasil, o el voto popular antiperonista que llevó a Milei al poder en Argentina.
La clave de la dominación en el siglo XXI sudamericano está en esta disputa por el reconocimiento social dentro de la propia base de la pirámide. La élite, en alianza con una clase media temerosa, promueve incansablemente una narrativa que culpabiliza al pobre por su propia condición. Según este relato, el pobre es pobre porque es «flojo», «inmoral» o «inculto». El «pobre de derecha» internaliza esta narrativa venenosa y, al apoyar a políticos y discursos que atacan a los más pobres que él, está realizando un acto performativo de distinción: «Yo no soy como esos vagos; yo soy trabajador, soy decente, soy parte de la gente de bien«.
La gran hazaña, la obra maestra de las élites sudamericanas, fue crear un mecanismo de dominación casi perfecto, donde una parte significativa de las víctimas del sistema defiende con pasión a sus propios victimarios, porque ha internalizado la lógica moral que justifica la desigualdad como un orden natural.
*Alejandro Marcó del Pont, director ejecutivo del blog El Tábano Economista.