Bolivia: Golpe a golpe
Pedro Brieger
El golpe electoral del 17 de agosto contra el gobierno de Luis Arce es una continuidad política del golpe de Estado contra Evo Morales en noviembre 2019. Los dos líderes recibieron los golpes mientras gobernaban y su movimiento político –el MAS- quedó malherido.
En 2019, Evo Morales había obtenido el 47 por ciento de los votos, pero se armó una gigantesca trama local e internacional para que dejara el poder. En 2025, el candidato de un desprestigiado Luis Arce apenas superó el 3 por ciento, cuando el propio Arce en 2020, con el respaldo de Evo, había superado el 53 por ciento de los votos.
Lejos, muy lejos, quedan atrás las imágenes triunfales de Evo Morales y Álvaro García Linera de 2005 cuando ganaron la primera elección presidencial y generaron una gran expectativa a nivel regional. En enero de 2006 llegaron al palacio y construyeron una hegemonía política que parecía inquebrantable por el masivo apoyo que tenían de los sectores populares relegados históricamente.
En 2025 llegó la debacle electoral y política que no se puede comprender sin mencionar el golpe de 2019. Los candidatos de derecha, sumados, alcanzaron casi el 80 por ciento de los votos válidos, mientras que los movimientos derivados del liderazgo de Evo se han quedado prácticamente sin representación parlamentaria.
No es este el lugar para hacer un balance de los 20 años de gobierno del movimiento fundado y liderado por Evo Morales, sino aportar algunos elementos para desentrañar lo sucedido de un golpe (de Estado) al otro (electoral).
El golpe de 2019, que llevó al exilio a Evo Morales, dejó heridas que tuvieron una difícil cicatrización, aunque Evo lograra retornar apenas un año después. Pensamos, equivocadamente, que el regreso de Evo y el contundente triunfo de Luis Arce con el 55 por ciento de los votos ponía todo en su lugar. Al fin y al cabo, Evo lo había elegido a dedo por haber sido su exitoso ministro de economía. Si bien el regreso de Evo estuvo acompañado por una efusividad de las masas pocas veces vista, no volvía al poder, y las heridas abiertas del golpe eran más profundas de lo que se percibía a simple vista.
Toda derrota, y más si es producto de un golpe de Estado, deja secuelas, reproches y pases de factura entre los que se quedaron y los que se fueron del país, además de nuevas disputas por los liderazgos. Bolivia no fue la excepción. Claro que nadie podía imaginar la virulencia del enfrentamiento entre quienes quedaron alineados con Arce o con Evo. Muchas personas respetadas por ambos dirigentes trataron de mediar entre ellos.
Fue imposible. Arce contó con la estructura del Estado para perseguir a Morales, a coro con la mayoría de los medios de comunicación y la derecha histórica que odia al “indio”. Lo personal y lo político se entremezcló sin límites y eso, inevitablemente, causó descontento, frustración y desilusión en muchos seguidores, incluso entre los más fieles. Es así que se fueron quebrando fidelidades que parecían inquebrantables, como la del Álvaro hacia Evo.
Si las disputas internas se mantienen puertas adentro, tienen escasa repercusión. Una vez que toman estado público y son replicadas sin fin todo el mundo habla de ellas. Eso sucedió con la guerra interna dentro del MAS. Y se sabe que las peleas internas confunden y desmoralizan, incluso a la militancia, más si hay problemas económicos sin resolver.
La mayoría de la población ni siquiera entiende qué se discute ni percibe las diferencias políticas cuando vuelan acusaciones de traición de uno y otro lado. En este caso ambos sectores se acusaron mutuamente de ser de “derecha”, con el agravante que el sector de Arce amplificó las acusaciones de índole personal contra Evo para descalificarlo por completo.
Los políticos rara vez prestan atención al descontento que generan los enfrentamientos internos, que hacen pensar que “todos son lo mismo”. Su efecto es tan narcotizante que puede eclipsar las conquistas sociales alcanzadas en los últimos años y que transformaron el país. Como consecuencia, si se cree que “todos son lo mismo”, la gente puede votar a cualquiera, con la vana esperanza de que los nuevos gobernantes no eliminen las mejoras obtenidas.
Desde la elección –pos dictadura- de 1978, el movimiento de Evo Morales es el único que logró triunfar con más del 40 por ciento de los votos en todas las elecciones. Ningún partido de derecha lo ha logrado. Tampoco Rodrigo Paz en esta ocasión, porque obtuvo apenas el 31 por ciento de los votos, muy lejos del 53 por ciento del primer triunfo de Evo en 2005.
Pero hay que tomar en cuenta que las derechas bolivianas mantuvieron cuotas de poder en las regiones durante los 20 años de hegemonía del MAS, e incluso tuvieron la capacidad de impulsar un golpe de Estado en 2019. Tampoco hay que olvidar que el dictador Hugo Banzer (1971-1978) retornó a la presidencia por la vía electoral en 1997. Su compañero de fórmula era ni más ni menos que Jorge “Tuto” Quiroga, que lo sucedió cuando murió en 2001 y hoy pelea la presidencia en segunda vuelta contra Paz.
A esta altura es imposible evaluar el efecto que tiene -o tendrá- el 20 por ciento del voto nulo que respondió al llamado de Evo Morales. Sus seguidores lo resaltan, sus detractores lo minimizan. Evo ha demostrado ser como el ave fénix que resurge de sus cenizas. En 2002 lo expulsaron del Congreso. Tres años después fue electo presidente. En 2019 tuvo que huir del país para salvar su vida. Volvió en menos de un año. Por ahora está recluido en el municipio del Chapare, Cochabamba.
El tiempo dirá si logra adivinar el parpadeo de las luces que a lo lejos impulsan su retorno.
*Sociólogo y periodista argentino