Imperialismo y antiimperialismo hoy
Ashley Smith
El capitalismo produce el imperialismo: la competencia entre las grandes potencias y sus corporaciones por el reparto y la redistribución del mercado mundial. Esta competencia genera una jerarquía dinámica de Estados, con los más poderosos en la cima, las potencias medias o subimperiales por debajo y las naciones oprimidas en la base.
Ninguna jerarquía es permanente. La ley del desarrollo desigual y combinado del capitalismo, sus auges y crisis, la competencia entre las empresas, los conflictos interestatales y las sublevaciones de las y los explotados y oprimidos desestabilizan y reestructuran el sistema estatal.Como resultado, la historia del imperialismo ha conocido una secuencia de órdenes. el período comprendido entre finales del siglo XIX y 1945 se caracterizó por un orden multipolar. Produjo los grandes imperios coloniales y dos guerras mundiales. Entre 1945 y 1991 fue suplantado por un orden bipolar, con Estados Unidos y la Unión Soviética luchando por la hegemonía sobre los nuevos Estados independientes liberados del dominio colonial.
Con el colapso del imperio soviético, desde 1991 hasta principios de la década de 2000, Estados Unidos dirigió un orden unipolar de globalización neoliberal, no se enfrentó a ninguna superpotencia rival y libró una serie de guerras para imponer su llamado orden basado en reglas del capitalismo global. Ese orden terminó con el declive relativo de Estados Unidos, el ascenso de China y la resurrección de Rusia, dando paso al orden multipolar asimétrico actual.
Estados Unidos sigue siendo la potencia dominante, pero ahora está sujeta a la competencia con China y Rusia, por encima de Estados subimperiales cada vez más asentados, como Israel, Irán, Arabia Saudí, India y Brasil, así como de naciones oprimidas tanto política como económicamente. Ante una época inminente de crisis, guerras y revueltas, la Izquierda global debe construir la solidaridad internacional desde abajo entre las y los trabajadores y los sectores oprimidos para luchar contra el imperialismo y por el socialismo en todo el mundo.
Las múltiples crisis del capitalismo global
El capitalismo global ha producido múltiples crisis que se entrecruzan y que están intensificando los conflictos entre los Estados y así como en su seno. Estas crisis son la recesión económica mundial, la agudización de la rivalidad interimperialista entre Estados Unidos, China y Rusia, el cambio climático, la migración mundial sin precedentes y las pandemias, de la que la covid-19 es sólo el ejemplo más reciente. Estas crisis han socavado el establishment político, han provocado una polarización política en la mayoría de los países del mundo, abriendo oportunidades tanto a la derecha como a la izquierda y desencadenando oleadas de luchas explosivas pero episódicas. Hacía décadas que no habíamos presenciado un periodo de crisis, conflictos, guerras, inestabilidad política y revueltas como las actuales.
Todo ello supone un reto y una oportunidad para una izquierda internacional y un movimiento obrero que aún sufre las consecuencias de varias décadas de derrota y retroceso. También abre las puertas a una nueva extrema derecha que ofrece soluciones autoritarias prometiendo restaurar el orden social y convierte a los sectores oprimidos en chivos expiatorios en cada país, a la vez que impulsa formas reaccionarias de nacionalismo contra los enemigos exteriores.
Una vez en el poder, esta nueva extrema derecha no ha logrado superar ninguna de las crisis y desigualdades del capitalismo global, sino que las ha exacerbado. Como resultado, ni el establishment ni sus oponentes de extrema derecha ofrecen ninguna salida a nuestra época de catástrofe.
Un orden mundial multipolar y asimétrico
En medio de estas crisis que se retroalimentan, Estados Unidos ya no se encuentra en la cima de un orden mundial unipolar. Ha sufrido un declive relativo como resultado del largo auge neoliberal, sus fallidas guerras en Irak y Afganistán y la Gran Recesión. Esos acontecimientos han permitido el ascenso de China como nueva potencia imperial y el resurgimiento de Rusia como una petropotencia con armas nucleares. Al mismo tiempo, una serie de potencias subimperiales se han vuelto más sólidas que en el pasado, enfrentando a las grandes potencias entre sí y compitiendo por resituarse en su región.
Todo ello ha creado un orden mundial multipolar y asimétrico. Estados Unidos sigue siendo el Estado más poderoso del mundo, en posesión de la mayor economía, del dólar como moneda de reserva mundial, con el ejército más poderoso, la mayor red de alianzas y, por tanto, el mayor poder geopolítico. Pero se enfrenta a rivales imperiales en China y Rusia, así como subimperiales en todas las regiones del globo.
Estos antagonismos no han dado lugar a bloques geopolíticos y económicos coherentes. La globalización ha unido fuertemente a la mayoría de las economías del mundo, impidiendo el retorno de bloques como los de la Guerra Fría.
Así, los dos mayores rivales, Estados Unidos y China, son también dos de los más integrados del mundo. Piénsese en el iPhone de Apple: diseñado en California, fabricado en fábricas de propiedad taiwanesa en China y exportado a vendedores de Estados Unidos y de todo el mundo.
Las nuevas potencias subimperiales no son leales ni a China ni a Estados Unidos, sino que forjan pactos con una u otra potencia según les convenga a sus propios intereses capitalistas. Por ejemplo, mientras India pacta con China en la alianza BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) contra Estados Unidos, participa en la alianza QUAD (Estados Unidos, Australia, India, Japón) de Washington contra China.
Dicho esto, la recesión económica mundial, la intensificación de la rivalidad entre Estados Unidos y China y, sobre todo, la guerra imperialista de Rusia en Ucrania y las sanciones de Estados Unidos y la OTAN contra Moscú están empezando a desmoronar la globalización tal y como la hemos conocido. De hecho, la globalización se ha estancado y ha comenzado a declinar.
Por ejemplo, a través de la llamada Guerra de los Chips, Estados Unidos y China están segregando el extremo superior de sus economías de alta tecnología. Por otra parte, las sanciones occidentales contra Rusia por su guerra imperialista contra Ucrania la han excluido del comercio y las inversiones de Estados Unidos y la Unión Europea (UE), obligándola a recurrir a los mercados de China e Irán.
Como resultado, nos encontramos en vías de un aumento de la división económica, la rivalidad geopolítica e incluso el conflicto militar entre Estados Unidos, China y Rusia, así como entre éstos y las potencias subimperiales. Al mismo tiempo, la profunda integración económica de Estados Unidos y China, así como el hecho de que cada uno de ellos posea armas nucleares, contrarresta la tendencia a la guerra abierta, que supondría el riesgo de una destrucción mutua garantizada y el colapso económico mundial.
Washington se rearma para la rivalidad entre grandes potencias
Desde la administración Obama, Estados Unidos ha intentado desarrollar una nueva estrategia para contrarrestar el ascenso de China y el resurgimiento de Rusia. Obama anunció su llamado giro hacia Asia y Trump situó en el centro de su Estrategia de Seguridad Nacional la rivalidad abierta entre las grandes potencias, en especial con Pekín y Moscú; ahora bien, ninguno de los dos desarrolló un enfoque integral de estos conflictos ni de otros en el nuevo orden mundial multipolar y asimétrico.
El presidente Barack Obama continuó preocupado por Oriente Próximo, consumando las ocupaciones de Irak y Afganistán y apuntalando el orden existente en la región tras la Primavera Árabe y el ascenso del Estado Islámico. Trump proclamó su estrategia de rivalidad entre grandes potencias, pero en la práctica resultó incoherente. Incluía una mezcla caótica de nacionalismo de extrema derecha, proteccionismo, amenazas de abandonar alianzas históricas como la OTAN y acuerdos bilaterales transaccionales tanto con rivales designados como con aliados tradicionales. Sus erráticos años de desgobierno condujeron a un mayor declive relativo de Estados Unidos.
El presidente Joe Biden ha desarrollado la estrategia más coherente hasta la fecha. Esperaba cooptar las luchas sociales y de clases con reformas menores, aplicar una nueva política industrial para garantizar la competitividad de Estados Unidos en la fabricación de alta tecnología y rehabilitar las alianzas de Washington como la OTAN, así como ampliarlas mediante el lanzamiento de la llamada Liga de Democracias contra los rivales autocráticos de Washington.
Al final, los demócratas centristas, los republicanos y los tribunales bloquearon muchas de sus reformas destinadas a mejorar la desigualdad social. Pero logró aplicar su política industrial a través de múltiples proyectos de ley. Biden también ha comenzado a renovar y ampliar las alianzas de Estados Unidos mediante nuevos pactos e iniciativas económicas. El objetivo de todo esto es contener a China, disuadir el expansionismo ruso en Europa del Este y atraer al mayor número posible de potencias subimperiales, Estados subordinados y naciones oprimidas hacia la hegemonía estadounidense y su orden internacional preferido.
Biden ha dado continuidad al intento de sus predecesores de sacar a Estados Unidos de sus ocupaciones fracasadas. Concluyó de forma caótica los veinte años de ocupación de Afganistán, con crímenes de guerra en el proceso y abandonando el país a los talibanes. A continuación, intentó estabilizar Oriente Próximo desarrollando los Acuerdos de Abraham de Trump y con nuevos esfuerzos para la normalización de Israel [en el mundo árabe] mediante relaciones formales entre los regímenes árabes y Tel Aviv.
Por supuesto, esto dio luz verde al primer ministro Benjamin Netanyahu para continuar el asedio a Gaza, la expansión de los colonos en la Cisjordania ocupada y la profundización del apartheid en Israel, que ahora se expresa de forma horrible en la guerra genocida de Israel contra Gaza. En Europa, Biden volvió a comprometer a Estados Unidos con la OTAN, enviando una señal a Rusia de que Washington, y no Moscú, seguiría manteniendo la hegemonía en la región.
Pero el principal objetivo de la estrategia de Biden en relación a la rivalidad entre grandes potencias es China. En el frente económico, su política industrial está diseñada para restaurar, proteger y ampliar la supremacía económica estadounidense frente a Pekín, especialmente en la tecnología punta. Su objetivo es la fabricación de alta tecnología en territorio propio o amigo, imponer una protección fuerte en torno al diseño y la ingeniería estadounidense de chips informáticos y financiar empresas y universidades estadounidenses de alta tecnología en los campos STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) para garantizar su dominio en IA (Inteligencia Artificial) y otras tecnologías de vanguardia, especialmente por sus aplicaciones militares.
En el frente geopolítico, Biden ha consolidado las alianzas existentes con Japón y las ha ampliado con el objetivo de atraer a los países antagonistas de China, como Vietnam y Filipinas. También ha reiterado la política de una sola China, que sólo reconoce a Pekín, y la política de ambigüedad estratégica sobre Taiwán, que compromete a Estados Unidos a armar a la nación insular como un puercoespín para disuadir la agresión china, pero sigue siendo vago sobre si acudiría en defensa de la isla en caso de ataque o invasión.
En el frente militar, Biden redobló las alianzas militares estadounidenses como la QUAD y los Cinco Ojos (Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido y Estados Unidos), y estableció otras nuevas, en particular el acuerdo entre Australia, Reino Unido y Estados Unidos (AUKUS) para el despliegue de submarinos nucleares en Australia. Washington está desencadenando una carrera armamentística y de construcción de bases con China en toda Asia-Pacífico.
Los rivales imperialistas de Washington: China y Rusia
China y Rusia han puesto en marcha su propia estrategia para proyectar sus ambiciones imperiales. Estas tres potencias forman lo que Gilbert Achcar ha denominado la tríada estratégica del imperialismo mundial.
Bajo el liderazgo de Xi Jinping, China se ha propuesto recuperar su posición de gran potencia en el capitalismo mundial. Ha puesto en marcha una estrategia económica para dar un salto en la cadena de valor y competir al más alto nivel en el diseño, ingeniería y fabricación. Ha financiado tanto capital estatal como privado a través de programas como China 2025, que pretende establecer corporaciones selectas como campeonas nacionales en alta tecnología.
En esto ha tenido un gran éxito, con Huawei y BYD, entre otros, estableciéndose como competidores mundiales. China es ahora líder industrial en campos enteros como la energía solar y los vehículos eléctricos, desafiando al capital estadounidense, europeo y japonés.
Con su masiva expansión económica, China ha intentado exportar sus excedentes de capital y capacidad [productiva] al extranjero a través de su Iniciativa del Cinturón y la Ruta (BRI [más conocida como nueva ruta de la seda], por sus siglas en inglés) de un billón de dólares, un vasto plan para el desarrollo de infraestructuras en todo el mundo, especialmente en el Sur Global. Nada de esto es altruista. La mayor parte de esta inversión está destinada a construir infraestructuras, vías férreas, carreteras y puertos para exportar materias primas a China. A continuación, China exporta sus productos acabados de vuelta a esos países siguiendo un patrón imperialista clásico.
Pero la combinación de una ralentización de su economía, problemas bancarios y crisis de la deuda en los países a los que había concedido préstamos ha llevado a China a retractarse de sus ambiciones más grandiosas para la BRI.
No obstante, China está intentando convertir esta inversión en influencia geopolítica a través de alianzas económicas como los BRICS, así como de pactos políticos y de seguridad como la Organización de Cooperación de Shanghai (que incluye a China, Rusia, India, Pakistán, Irán y una serie de Estados de Asia Central). También ha afirmado su influencia en Oriente Próximo fomentando la normalización de las relaciones diplomáticas entre su aliado Irán y Arabia Saudí, de la que depende para la mayor parte de su petróleo.
Para respaldar su nueva influencia económica con poderío militar, China está modernizando sus fuerzas armadas, especialmente la marina, con el objetivo de desafiar la hegemonía naval estadounidense en el Pacífico. Como parte de ello, se ha apoderado de islas reclamadas por otros Estados, creando conflictos con Japón, Vietnam, Filipinas y muchos otros. Ha militarizado algunas de ellas, especialmente en el Mar de China Meridional, para proyectar su poder, proteger las rutas marítimas y hacer valer sus derechos sobre las reservas submarinas de petróleo y gas natural.
Por último, Pekín está haciendo valer reivindicaciones históricas sobre lo que considera su territorio nacional como parte de un proyecto de rejuvenecimiento nacional. Así, ha impuesto su dominio sobre Hong Kong de forma violenta, ha llevado a cabo su propia guerra contra el terror y un genocidio cultural contra los uigures de Xinjiang, y ha intensificado las amenazas de invasión de Taiwán, a la que considera una provincia renegada.
Mientras tanto, bajo el gobierno de Vladimir Putin, la clase dirigente rusa se ha propuesto restaurar su poder imperial, tan devastadoramente socavado por el colapso del Imperio Soviético en Europa del Este y su desastrosa aplicación de la terapia de choque neoliberal. Ha visto cómo Estados Unidos y el imperialismo europeo engullían su antigua esfera de influencia mediante la expansión de la OTAN y la UE.
Putin reconstruyó Rusia como una petropotencia armada nuclear con el objetivo de recuperar su antiguo imperio en Europa Oriental y Asia Central, al tiempo que imponía el orden en el interior contra cualquier disidencia popular y, especialmente, contra sus repúblicas, a veces recalcitrantes. Ha intentado consolidar el dominio sobre su antigua esfera de influencia mediante la colaboración con China en la Organización de Cooperación de Shanghai.
Ese proyecto imperialista le ha llevado a lanzar una sucesión de guerras en Chechenia (1996, 1999), Georgia (2008) y Ucrania (2014, 2022-), así como intervenciones en Siria y varios países africanos. La afirmación imperial de Rusia ha precipitado la resistencia de los Estados y pueblos que ha tomado como objetivo, así como las contraofensivas imperialistas de Estados Unidos, la OTAN y la UE.
La guerra imperialista rusa contra Ucrania
Tres puntos estratégicos críticos han llevado estas rivalidades interimperiales a un punto álgido: Ucrania, Gaza y Taiwán.
Ucrania se convirtió en el escenario de una gran guerra en Europa por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. Rusia invadió el país en 2014 y de nuevo en 2022 en un claro acto de agresión imperialista, intentando apoderarse de todo el país e imponerle un régimen semicolonial. Putin lo justificó con mentiras sobre la desnazificación (difícilmente creíbles en uno de los Estados más reaccionarios del mundo y aliado de la extrema derecha internacional).
Por supuesto, en parte, su agresión fue una respuesta a la expansión de Estados Unidos, la OTAN y la UE, pero eso no hace que su guerra sea menos imperialista por naturaleza. Su objetivo era utilizar la conquista de Ucrania como trampolín para reclamar su antigua esfera de influencia en el resto de Europa del Este.
El Estado, el ejército y el pueblo ucranianos se levantaron contra la invasión en una lucha por la autodeterminación nacional.
Biden ha suministrado a Ucrania ayuda económica y militar en función de las propias razones imperiales de Washington. No es un aliado de las luchas de liberación nacional, como atestigua su largo historial de guerras imperialistas desde Filipinas hasta Vietnam e Irak. Washington se ha propuesto debilitar a Rusia, impedir que invada su esfera de influencia ampliada en Europa del Este y hacer frente común con sus aliados de la OTAN, no sólo contra Moscú, sino también China, a la que la OTAN ha designado como foco estratégico por primera vez en su historia.
Estados Unidos y sus aliados de la OTAN impusieron a Rusia las sanciones más severas de la historia y presionaron a Europa Occidental para que se desligara de los suministros energéticos rusos y dependiera en cambio de las exportaciones de gas natural estadounidense. Como reacción, Rusia se ha vuelto cada vez más dependiente de China para el comercio y la tecnología, así como de Corea del Norte e Irán para misiles, aviones no tripulados y otros equipos militares.
Washington también intentó utilizar la agresión de Rusia para reunir al Sur Global bajo su rúbrica, pero no ha tenido mucha suerte con los gobiernos de esos Estados, a pesar de la identificación popular de la mayoría de esos países antiguamente colonizados con la lucha de Ucrania por la autodeterminación. No obstante, Biden utilizó a Ucrania para apuntalar las alianzas globales y el poder blando de Washington, que se postula como defensor de la autodeterminación y de su llamado orden basado en normas frente al imperialismo ruso.
La guerra genocida de Israel en Gaza respaldada por EEUU
La guerra genocida de Israel en Gaza ha trastornado los planes imperiales de Washington para todo Oriente Próximo y ha precipitado su mayor crisis geopolítica desde Vietnam. Ante el lento estrangulamiento que supone el asedio total de Gaza, Hamás protagonizó una fuga desesperada el 7 de octubre, tomó rehenes y mató a un gran número de soldados y civiles.
Su ataque puso de manifiesto las debilidades de la inteligencia israelí y del control fronterizo en el muro del apartheid. En respuesta, Israel lanzó su mayor incursión militar en Gaza con el objetivo declarado de recuperar a las y los rehenes y destruir a Hamás. No ha conseguido ni lo uno ni lo otro. En su lugar, ha arrasado Gaza en una guerra de castigo colectivo, limpieza étnica y genocidio. La administración Biden la ha apoyado en todo momento, financiándola, proporcionándole cobertura política con vetos en las Naciones Unidas y armándola hasta los dientes.
Pero existe una discordia entre Estados Unidos e Israel. Aunque Washington apoya el objetivo de Israel de destruir la resistencia palestina, ha intentado engatusar a Israel para que cambie su estrategia de bombardear Gaza y matar civiles por operaciones especiales dirigidas contra Hamás. El desacuerdo estratégico de la administración Biden con Israel ha llegado a un punto álgido con su asalto a Rafah, y Estados Unidos ha suspendido el envío de algunas de sus bombas más destructivas.
El gobierno estadounidense tampoco aprueba la ampliación de los ataques de Israel en la región, que incluyen el bombardeo de Siria, Líbano, Irak y Yemen. Washington no se ha opuesto abiertamente a estos ataques, sino que ha intentado presionar a los regímenes objetivo para que no respondan.
Estados Unidos ha sido incapaz de frenar a Netanyahu, cautivo de los fascistas de su gobierno de coalición que piden el genocidio y la guerra regional, especialmente contra Irán. Netanyahu les ha seguido la corriente para preservar su gobierno de coalición, porque si cae, probablemente será encarcelado por cargos de corrupción.
Así pues, la guerra genocida y la agresión regional de Israel podrían desencadenar una guerra más amplia. Ya provocó que los huti de Yemen organizaran ataques contra barcos petroleros y comerciales, amenazando la economía mundial y llevando a Estados Unidos a reunir una coalición para proteger sus barcos y amenazar a los huti.
Pero el más agudo y peligroso de todos los conflictos que Israel ha escenificado es con Irán. Bombardeó la embajada de Teherán en Damasco, matando a uno de los líderes de la Guardia Revolucionaria Islámica. Washington se puso en marcha para presionar a Irán para que no golpeara a Israel y desencadenara así una guerra a gran escala.
Al final, Irán llevó a cabo un ataque más que nada simbólico contra Israel. Telegrafió sus planes a Estados Unidos y a las naciones árabes, lo que permitió a Israel y a sus aliados derribar casi todos los drones y misiles. Estados Unidos presionó entonces a Israel para limitar su contraataque. Sin embargo, Tel Aviv envió un mensaje ominoso con un ataque limitado contra las instalaciones nucleares iraníes. En respuesta, Teherán seguirá adelante con sus planes para desarrollar armas nucleares e Israel responderá con ataques militares para proteger su monopolio nuclear regional, amenazando con el Armagedón en la región.
En medio de este conflicto en espiral, la barbarie de Israel ha desencadenado protestas masivas en todo Oriente Próximo, el norte de África y en todo el mundo, exponiendo y aislando tanto a este país como a Estados Unidos como arquitectos y autores de genocidio. Sudáfrica presentó una demanda contra Israel ante la Corte Internacional de Justicia, acusándole de genocidio, demanda que la Corte declaró plausible.
China y Rusia han aprovechado la crisis para postularse como aliados de Palestina, a pesar de sus profundas relaciones económicas y diplomáticas con Israel y de su apoyo a la estabilización del statu quo en la región. Los opresores de Xinjiang y Ucrania no tienen razones para decir que apoyan la autodeterminación nacional.
Sin embargo, Estados Unidos ha sufrido un enorme revés. Su poder blando se ha visto muy socavado. Casi nadie puede creer sus afirmaciones de apoyar “un orden basado en normas” o “la autodeterminación” o incluso “la democracia”.
Por el momento, los planes para la normalización de Israel a través de los Acuerdos de Abraham se han venido abajo. Con sus poblaciones en las calles y expresando, cuando menos, simpatía por el pueblo palestino, ningún régimen árabe cerrará públicamente un trato con Israel, a pesar de su creciente integración económica con el Estado del apartheid, aunque algunos siguen avanzando en esos planes a puerta cerrada.
Ninguno de estos regímenes ni Irán pueden considerarse aliados de la lucha palestina. Salvo los huti, todos ellos han restringido las respuestas militares contra Israel. Ninguno ha cancelado el envío de petróleo a las grandes potencias.
No existe un verdadero eje de resistencia. Todos estos Estados están adoptando posturas para evitar que la solidaridad popular con Palestina se convierta en oposición a su propio gobierno despótico. Y cuando se han enfrentado a cualquier resistencia interna, todos, desde Egipto hasta Irán, la han reprimido con fuerza bruta. Todos ellos son regímenes capitalistas contrarrevolucionarios.
Sin embargo, la guerra genocida de Israel ha socavado el intento de Washington de cortejar a los Estados y países subimperiales de la región y de todo el Sur Global. El recuerdo que tienen estos Estados y sus pueblos de su propia lucha de liberación les lleva a identificarse con Palestina y a oponerse tanto a Estados Unidos como a Israel. Esto ha producido una oleada mundial de protestas populares en solidaridad con Palestina sin precedentes.
Mientras tanto, el cerril apoyo de la administración Biden a Israel ha desencadenado incesantes protestas durante los últimos seis meses, que han culminado en una rebelión estudiantil en los campus de todo el país. Socavando aún más las pretensiones de Washington de ser un modelo de democracia, ambos partidos políticos, en colaboración con las administraciones universitarias liberales y conservadoras, han reprimido esa rebelión estudiantil con la mayor brutalidad.
Israel ha deshecho así todos los avances geopolíticos que Estados Unidos había logrado con su posición en torno a Ucrania, ha puesto en crisis al imperialismo estadounidense y ha hecho peligrar la reelección de Biden. También ha dado un gran espacio a los rivales globales y regionales de Washington para que hagan valer cada vez más sus propios intereses, intensificando los conflictos en todo el mundo.
Taiwán: epicentro de la rivalidad entre EE UU y China
Taiwán se ha convertido en el epicentro de la rivalidad entre Estados Unidos y China. China ha fijado la reunificación, es decir, la toma de Taiwán, como uno de sus principales objetivos imperialistas. Aunque Biden ha prometido mantener su política de una sola China y su ambigüedad estratégica, también ha prometido salir en defensa de Taiwán en caso de guerra en repetidas ocasiones.
Para prepararse para tal conflagración, está intentando superar el antagonismo histórico entre los aliados regionales: Japón, Filipinas, Corea del Sur, Vietnam y otros para unirlos en varios pactos multilaterales y bilaterales contra China. Todo ello está agudizando el conflicto sobre Taiwán.
Al mismo tiempo, la integración económica de Estados Unidos, China y Taiwán amortigua la deriva hacia la guerra. Una de las multinacionales taiwanesas, Foxconn, fabrica el iPhone de Apple en gigantescas fábricas en China para exportarlo a todo el mundo, incluso a Estados Unidos. La taiwanesa TSMC es también la fabricante del 90% de los microchips más avanzados del mundo, que se utilizan en todo tipo de aparatos, desde hornos tostadores hasta las armas militares de alta tecnología y cazabombarderos como el F-35.
A pesar de esta integración, el conflicto entre Estados Unidos y China sobre Taiwán se ha intensificado durante el mandato de Biden, y los representantes estadounidenses lo han agravado aún más con visitas provocadoras. Por ejemplo, Nancy Pelosi organizó un viaje diplomático prometiendo el apoyo de Estados Unidos a Taiwán, lo que provocó que China respondiera con ejercicios militares amenazadores. Por su parte, China también ha participado en provocaciones para influir en la política taiwanesa y enviar un mensaje a Washington.
En realidad, ninguna de las dos grandes potencias respeta el derecho de Taiwán a la autodeterminación. China quiere anexionársela y Washington sólo utiliza a Taipéi como parte de su ofensiva imperial contra Pekín. Aunque la guerra es improbable, porque podría desencadenar una conflagración nuclear y destrozar la economía mundial al interrumpir la producción y el comercio de microchips y materias primas tan importantes para el funcionamiento del capitalismo mundial como el petróleo, dada la agudización del conflicto imperialista, no puede descartarse.
La depresión intensifica la rivalidad interimperialista
El desplome mundial del capitalismo está intensificando la rivalidad entre Estados Unidos, China y Rusia tanto el ámbito comercial como en el geopolítico, pasando por estos focos estratégicos. La depresión mundial también está exacerbando la desigualdad dentro de las naciones y entre ellas en todo el mundo.
Como potencia imperialista dominante que controla la moneda de reserva mundial (el dólar), Estados Unidos se ha recuperado con más éxito que sus rivales de la recesión pandémica. Es la excepción, no la norma en el mundo capitalista avanzado. A pesar de ello, la inflación ha golpeado a la clase trabajadora y ha intensificado las divisiones sociales y de clase.
Europa y Japón caminan entre la recesión y el crecimiento lento, con una desigualdad de clases cada vez más profunda. China sigue creciendo, pero a un ritmo muy reducido. Rusia ha implantado una economía de guerra para escapar al peor impacto de las sanciones y mantener las tasas de crecimiento, pero eso es insostenible. En ambos países, las desigualdades son cada vez mayores.
La depresión mundial está teniendo efectos similares entre las potencias subimperiales, muchas de las cuales dependen de unos mercados de exportación deprimidos en el mundo capitalista avanzado. Y en los países oprimidos y endeudados del Sur Global ha estallado una grave crisis de la deuda soberana.
La combinación de crecimiento lento, mercados de exportación débiles, inflación y tipos de interés al alza les ha incapacitado para devolver sus préstamos. Aunque los prestamistas capitalistas privados, así como el Fondo Monetario Internacional/Banco Mundial y los bancos chinos de propiedad o control estatal han llegado a acuerdos parciales con los países endeudados, siguen queriendo que se les devuelvan los préstamos y han impuesto diversas condiciones para garantizar el reembolso. Todo ello exacerba las divisiones sociales y de clase, provocando en algunos casos el crecimiento de la pobreza extrema, que se había reducido durante el auge neoliberal.
Polarización, revuelta y revolución
El hecho de que el establishment capitalista, ya sea en las democracias liberales o en las autocracias, sea incapaz de superar este bache, impulsará una polarización política cada vez mayor, proporcionando oportunidades tanto a la izquierda como a la derecha.
Dada la debilidad de la extrema izquierda y de las organizaciones de lucha social y de clases, diversas formas de reformismo han sido la principal expresión de una alternativa en la izquierda. Pero, como era de esperar, los reformistas en el gobierno se han visto limitados por la burocracia estatal capitalista y por sus economías aletargadas y en crisis, lo que les ha llevado a incumplir sus promesas o a traicionarlas y adoptar políticas capitalistas tradicionales.
El ejemplo paradigmático es Syriza en Grecia. Traicionó su promesa de plantar cara a la UE y a los acreedores internacionales y capituló ante su programa de austeridad, lo que la llevó a ser expulsada del poder en favor de un gobierno neoliberal de derechas.
Globalmente, los fracasos del establishment capitalista, así como de sus oponentes reformistas, están abriendo la puerta a la extrema derecha electoral y a las incipientes fuerzas fascistas. Por muy etnonacionalista, autoritaria y reaccionaria que sea, la mayor parte de esta nueva derecha no es fascista. No están construyendo movimientos de masas para derrocar la democracia burguesa, imponer una dictadura y aplastar las luchas de los trabajadores y los oprimidos. En su lugar, están intentando ganar elecciones dentro de la democracia burguesa y utilizar el Estado para reimponer el orden social mediante políticas de ley y orden contra diversos chivos expiatorios, especialmente las y los inmigrantes que huyen de la pobreza, las crisis políticas y el cambio climático.
En Estados Unidos, Europa, India, China, Rusia y otros Estados, la extrema derecha está especialmente obsesionada con atacar a la población musulmana. Casi sin excepción, la derecha promete restaurar el orden social imponiendo los valores familiares contra las feministas, las personas trans y los activistas LGBTQ.
La derecha ya ha logrado avances históricos en Europa, Asia y América Latina. Y en 2024, con elecciones en 50 países en las que participarán 2.000 millones de personas, los partidos de derechas están bien posicionados para lograr más avances.
Quizá la más trascendental para la política mundial sea la de Estados Unidos, donde Biden se postula para consolidar las alianzas y los proyectos del imperialismo estadounidense en el extranjero y defender supuestamente la democracia en casa. Trump amenaza con abandonar el proyecto del imperialismo estadounidense de liderar el capitalismo global, retirarse de sus alianzas multilaterales, imponer más políticas económicas nacionalistas y utilizar como chivo expiatorio a las y los oprimidos en casa y en el extranjero para salirse con la suya. Al hacerlo, aceleraría el declive relativo de Washington, intensificaría la desigualdad interna y exacerbaría los antagonismos interimperialistas e interestatales.
Ni Trump ni la extrema derecha ofrecen a las personas explotadas y oprimidas solución alguna a las crisis de sus vidas en ninguna parte. Como resultado, sus victorias no conducirán a regímenes estables y abrirán la puerta a la reelección de los partidos del establishment.
La combinación de crisis y el fracaso de los gobiernos de cualquier tipo para resolverlas ha llevado a los y las trabajadoras y a los sectores oprimidos de la sociedad a oleadas de protestas desde la Gran Recesión. De hecho, los últimos 15 años han acogido algunas de las mayores revueltas desde la década de 1960.
Casi todos los países del mundo han experimentado alguna forma de lucha de masas, especialmente en Oriente Próximo y el Norte de África. Todas ellas se han visto obstaculizadas por las derrotas y retrocesos de las últimas décadas, que han debilitado la organización social y de clase y han destrozado a la izquierda revolucionaria.
Como resultado, ni siquiera las revueltas más poderosas han sido capaces de llevar a cabo revoluciones políticas o sociales exitosas. Eso ha dejado un resquicio para que la clase dominante y sus representantes políticos mantengan su hegemonía, a menudo con el respaldo de tal o cual potencia imperial o subimperial.
Por ejemplo, Rusia, Irán y Hezbolá salvaron al brutal régimen de Bashar al-Assad de la revolución. Por otra parte, la estrategia estadounidense de preservación del régimen ayudó a la clase dominante de Egipto a reimponer la brutal dictadura de Abdel Fattah el-Sisi. Pero estos regímenes no han estabilizado en absoluto sus sociedades. Las persistentes crisis y el grotesco nivel de desigualdad y opresión siguen avivando la resistencia desde abajo en todo el mundo.
Tres trampas para el antiimperialismo
El nuevo orden mundial multipolar y asimétrico, con sus crecientes rivalidades interimperiales, conflictos interestatales y oleadas de revueltas en el seno de las sociedades, ha desafiado a la izquierda internacional con preguntas a las que no está preparada para responder. En el vientre de la bestia, Estados Unidos, la izquierda ha adoptado principalmente tres posiciones erróneas, todas las cuales socavan la construcción de la solidaridad internacional por abajo contra el imperialismo y el capitalismo global.
En primer lugar, quienes se encuentran en la órbita del Partido Demócrata han caído en la trampa del apoyo social patriótico a Estados Un dos frente a sus rivales. Han apoyado el llamamiento de Biden para que los países formen una liga de democracias contra China y Rusia. Esto es especialmente prominente entre los seguidores de Bernie Sanders, quienes, por muy críticos que sean con esta o aquella política estadounidense equivocada, ven a Washington como una fuerza del bien en el mundo.
En realidad, como demuestra el apoyo de Biden a la guerra genocida de Israel, Estados Unidos es uno de los principales enemigos de la liberación nacional y la revolución social en todo el mundo. Es la principal hegemon que pretende imponer un statu quo miserable y, por lo tanto, es un oponente, no un aliado, de la liberación colectiva a escala internacional.
En segundo lugar, otros sectores de la izquierda cometieron el error opuesto de tratar al enemigo de mi enemigo como mi amigo. Denominada de diversas formas como antiimperialismo vulgar, antiimperialismo de pega o campismo, esta posición respalda a los rivales imperiales de Washington como un supuesto eje de resistencia. Algunos de sus defensores van incluso más lejos al afirmar que Estados evidentemente capitalistas como China representan una especie de alternativa socialista (incluso cuando, por ejemplo, Xi Jinping elogia al primer ministro húngaro de extrema derecha Viktor Orbán y pregona la “asociación estratégica integral de todo tiempo para la nueva era” de China y Hungría). Así, apoyan a las grandes potencias en ascenso, a los Estados subimperiales y a diversas dictaduras de países subordinados.
En el proceso, ignoran la naturaleza imperialista de Estados como China y Rusia y la naturaleza contrarrevolucionaria de regímenes como los de Irán y Siria, sin importarles la represión que ejercen contra las y los trabajadores y los oprimidos. Y se oponen a la solidaridad con las luchas populares en ellos, despreciándolas como falsas revoluciones de color orquestadas por el imperialismo estadounidense.
También proporcionan coartadas, y en algunos casos apoyan abiertamente, para la guerra de Rusia contra Ucrania y el aplastamiento por China del levantamiento democrático en Hong Kong. En definitiva, se posicionan del lado de otros Estados imperialistas y capitalistas, haciendo gimnasia mental para negar su carácter capitalista, explotador y opresor.
Por último, algunos en la izquierda han adoptado una posición de reduccionismo geopolítico. Reconocen la naturaleza depredadora de los diversos Estados imperialistas y no apoyan a ninguno de ellos. Pero cuando estas potencias entran en conflicto por naciones oprimidas, en lugar de defender el derecho de esas naciones a la autodeterminación, incluido su derecho a conseguir armas para lograr su liberación, reducen esas situaciones al único eje de la rivalidad interimperialista y en base a ello, niegan la agenda de las naciones oprimidas.
Por supuesto, las potencias imperialistas pueden manipular las luchas por la liberación nacional hasta tal punto que se conviertan en nada más que guerras por el poder. Pero los reduccionistas geopolíticos utilizan esa posibilidad para negar hoy el apoyo a las luchas legítimas por la liberación.
Esta ha sido la postura de muchos en la izquierda respecto a la guerra imperialista de Rusia contra Ucrania, reduciéndola a una mera guerra por delegación entre Moscú y Washington. Pero como demuestran las encuestas ucranianas y su resistencia nacional, los ucranianos y ucranianas luchan por su propia liberación, no como gato por liebre del imperialismo estadounidense.
Basándose en su errónea valoración de la guerra, los reduccionistas geopolíticos se han opuesto al derecho de Ucrania a conseguir armas para su liberación del imperialismo ruso y se han opuesto a los envíos, llegando algunos incluso a realizar acciones para bloquearlos. Un bloqueo exitoso de dichas armas conduciría a una victoria del imperialismo ruso, algo que sería un desastre para el pueblo ucraniano, condenándolo al destino de los masacrados en Bucha y Mariupol.
Ninguna de estas tres posiciones proporciona a la izquierda internacional una guía para abordar las cuestiones que plantea el nuevo orden mundial multipolar y asimétrico.